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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (3 page)

BOOK: El último merovingio
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Pero… ¡qué demonios! Existía una nada desdeñable probabilidad de que lo acusaran por realizar escuchas telefónicas, y tal

vez por cómplice de asesinato. Y luego también estaba el tema del espionaje… por no hablar del blanqueo de dinero. Si además lo condenaban por contaminar la atmósfera, ¿qué cono importaba eso?

Dunphy metió la mano en la chimenea, hurgó en el interior hasta que encontró un asa, hizo presión sobre ella y abrió el tiro. Juntó todas las carpetas, apoyó los sobres unos contra otros en rejilla, formando una especie de tipi, y luego encendió el montón empezando por las esquinas. La habitación se iluminó súbitamente.

Se calentó las manos en la chimenea durante un momento y después se puso en pie. Se acercó al escritorio, sacó el cajón superior y lo depositó en el suelo. Luego metió la mano, palpó el interior y cogió un sobre de color marrón. Despegó el cierre y extrajo una microcasete usada.

Tommy se la había llevado el día anterior. Era la última de once cintas que se accionaban por la voz, el resultado de cinco semanas de escuchas telefónicas. Dunphy tenía intención de dársela a Curry la próxima vez que se encontrasen, pero ahora… ¿qué debía hacer? Podía arrojar la cásete al fuego, mandársela a Curry por correo o llevarla a Langley y que la CÍA decidiera.

La decisión era difícil, porque la vigilancia se había llevado a cabo de manera no oficial, por iniciativa propia del jefe de puesto. Dunphy no había escuchado aquellas cintas, y por tanto no tenía ni idea de lo que contenían ni de lo que podía estar en juego. Aunque, por otra parte, no quería saberlo. A su modo de entender, él era simplemente un intermediario; había contratado a Tommy para instalar los micrófonos en el piso del profesor y después le había llevado las casetes de las escuchas a Curry dos veces por semana. Era un favor personal que le hacía al jefe de puesto, nada más.

Pero aun así… A Dunphy no le parecía que Jesse Curry fuera un tipo sincero. No exactamente. De hecho, no era en absoluto sincero. En realidad, Curry se le antojaba de esa clase de gilipollas que se encuentran más a gusto en compañía de individuos fracasados.

Y no era para eso para lo que mamá Dunphy había educado a su hijo.

Finalmente decidió introducir la grabación en un sobre, lo grapó y se lo envió a sí mismo a la siguiente dirección:

A la atención de K. Thornley

F. Boylan

The Broken Tiller

Playa de Las Américas

Tenerife, islas Canarias

España

Pegó un sello de dos libras en el sobre y echó una ojeada por la habitación.

Lo que Curry no supiera no le haría daño. O al menos ésa era la teoría de Dunphy.

3

Para ir en tren al aeropuerto, Dunphy necesitaba exactamente una libra con cincuenta. Encontró el dinero en el cajón inferior del escritorio donde, durante meses, había ido echando monedas de uno, cinco y diez peniques. En el cajón había unas veinte libras en calderilla, según sus cálculos, pero todo lo que sobrepasara la cantidad exacta le sería completamente inútil, ya que los pantalones del chándal no tenían bolsillos. Durante un momento consideró incluso la posibilidad de meter las monedas en el maletín, pero finalmente desechó la idea por ridicula.

Así pues, cogió únicamente la cantidad que necesitaba y se dirigió a paso vivo a la estación de metro de la calle Liverpool. Tal como iba vestido, con unas zapatillas Nike bastante viejas y un chándal igual de andrajoso, tenía la sensación de que se le notaba tanto que era norteamericano que incluso llamaba la atención de la gente. Y, teniendo en cuenta las circunstancias, eso lo hacía sentirse aún más nervioso.

El tren atravesó con estruendo la ciudad bajo tierra durante quince minutos y luego emergió con un traqueteo en las inhóspitas afueras, al oeste de Londres. Dunphy viajaba absorto en sus pensamientos, hasta que, por razones que nadie se molestó en explicar, el tren fue aminorando la marcha y se detuvo de improviso cerca de Hounslow, donde permaneció parado durante ocho minutos, crujiendo por todas partes bajo una fina lluvia.

Mientras miraba por la ventana hacia un campo de fútbol inundado de agua, estaba prácticamente convencido de que en aquel momento la policía recorría los vagones uno tras otro buscándolo. Pero entonces el tren dio una ligera sacudida y empezó a moverse de nuevo. Minutos después, Dunphy se perdía entre la gente de la sala de llegadas de la terminal 3.

Vio al correo desde una distancia de veinte metros. Era un joven alto y musculoso que llevaba un traje negro barato y botas de montar en moto; un punk de Carnaby Street con la cara llena de acné y el cabello negro y muy corto. Se encontraba de pie, inmóvil entre una multitud de chóferes y personas varias que iban a recibir a alguien, exactamente en el lugar donde Curry había dicho lo encontraría. Por su actitud —estaba quieto y movía los ojos a un lado y a otro sin parar—, a Dunphy le recordó un poema de Wallace Stevens, que decía: «La única cosa en movimiento / era el ojo del mirlo.»

Dunphy se acercó a él. El mensajero sostenía delante del pecho un pequeño letrero escrito con plantilla: «sr. torbitt». Tal como lo sujetaba, al chico se le veían las muñecas, y Dunphy se fijó en que en cada una de ellas tenía una línea de puntos de un color azul chillón: era un tatuaje hecho por un aficionado, pro­bablemente el propio chico. Sabía que si lo miraba más de cerca encontraría las palabras «cortar por aquí» arañadas en la piel de cada muñeca, lo cual era como decir que el mensajero era perfecto: un chico de Londres del montón. Y eso hizo sonreír a Dunphy. Pero ¿de dónde cono sacaba Curry a unos muchachos así, tan vulgares que resultaban invisibles?

—Me ha dicho Jesse que tienes algo para mí.

El joven se dio la vuelta de un modo bastante brusco. Sonrió, y al hacerlo dejó al descubierto un montón de dientes grises y descolocados. Y luego hablaban de la sanidad pública.

—¡Ah! El gobernador en persona —dijo—. Ese de ahí es su equipaje, y esto también es para usted.

Le entregó un sobre grande de papel manila que Dunphy sabía que contenía el dinero, los billetes y un pasaporte.

—Gracias.

El joven se movió sobre los talones y le dedicó de nuevo aquella sonrisa gris.

—Que tenga un buen día.

Y a continuación desapareció entre el gentío moviendo la cabeza, que parecía una bola de billar.

Dunphy abrió el sobre y comprobó el número de su vuelo en el billete, tras lo cual echó una ojeada al panel de salidas. Como tenía que esperar una hora, fue a buscar un periódico y pronto encontró un quiosco. «¡Carnicería en Chelsea! ¡Profesor del King's College asesinado!»

Notó que el estómago le subía lentamente hasta el pecho. La noticia salía en primera página y la habían ilustrado con una fotografía a cuatro columnas en la que se veían policías y viandantes mirando boquiabiertos una camilla que unos enfermeros introducían en una ambulancia. El bulto que descansaba sobre la camilla era insólitamente pequeño, más o menos del tamaño de un perro grande, y lo habían cubierto con una sábana blanca que aparecía manchada de sangre.

Según el artículo, un estudiante de derecho borracho había encontrado al profesor Leo Schidlof a las cuatro de la madrugada en el Inns of Court. El torso del hombre se hallaba en medio de una zona de césped cerca del Inner Temple.

Dunphy levantó la vista del periódico. Conocía muy bien el Inner Temple, y desde luego conocía aquella zona de césped. El templo era una pequeña iglesia de planta circular situada en el corazón del barrio de abogados de Londres, no lejos de la calle Fleet. Su propio abogado tenía el despacho precisamente allí cerca, en Middle Temple Lañe. Dunphy pasaba por delante de la iglesia una o dos veces al mes, cuando se dirigía al bufete de su abogado.

Tenía un aspecto siniestro, como ocurre con la mayoría de las construcciones anacrónicas, lo cual debería haber bastado para imaginarse el horror de la escena, pero Dunphy no acababa de creérselo. Sentía náuseas, y cuanto más pensaba en el Inner Temple, más tiempo permanecía con la vista apartada del periódico.

El templo databa del siglo XIII, más o menos. Lo habían construido para los caballeros templarios. Y éstos, naturalmente, habían tenido que ver con las Cruzadas. (O tal vez no.)

Dunphy se detuvo a pensar. Eso era todo. No sabía nada más. Así que volvió a prestar atención al periódico con la esperanza de encontrar otra cosa que le distrajera. Pero en vez de eso leyó que «fuentes policiales no identificadas» aseguraban que al parecer al profesor del King's College lo habían descuartizado in vivo. Le habían arrancado una tira de piel de unos ocho centímetros de ancho desde la base de la espina dorsal hasta la nuca. Después le habían cortado los genitales y le habían «extirpado quirúrgicamente» el recto.

Dunphy apartó rápidamente los ojos de la página. «¡Santo Dios! ¿Qué demonios es eso? ¿Y dónde están los brazos y las piernas de ese pobre hombre?» El artículo lo dejó aturdido. La policía no sabía por qué «el torso» había ido a parar al lugar donde lo habían encontrado, pues la parcela de césped estaba cercada por una valla de hierro forjado y no se encontraba lejos del Embankment del Támesis.

Y eso era todo. El artículo terminaba con la información de que Schidlof era un profesor que se había ganado las simpatías en el Departamento de Psicología del Kings College, y decía que en el momento de su muerte se ocupaba de escribir una biografía de Carl Jung.

Dunphy tiró el diario a una papelera y se puso a la cola del mostrador de la TWA. No quería pensar en Leo Schidlof. Todavía no… y tal vez nunca lo haría. La muerte de aquel hombre no era culpa suya, y si llegaba el caso, diría que no tenía nada que ver con aquello. De todos modos, ya tenía bastantes problemas. Mientras empujaba la maleta hacia adelante con el pie, abrió el sobre y sacó el pasaporte para tratar de memorizar los detalles de la filiación.

Pero, por desgracia, no le hacía falta memorizar nada: en el pasaporte constaba su verdadero nombre, lo que significaba que lo de la identidad falsa y la operación, su operación, habían terminado. Sólo había un sello en la primera página del pasaporte que permitía la entrada en Inglaterra a un tal John Edwards Dunphy por un período de seis meses. El sello era una falsificación, naturalmente, e indicaba que el titular del documento hacía sólo siete días que había entrado en el país.

Al ver que se ponía fin a su tapadera de un plumazo, Dunphy se quedó sin aliento. Durante poco más de un año había vivido en Londres haciéndose pasar por un irlandés llamado Kerry Thornley. Aparte de Jesse Curry, la única persona que sabía lo suficientemente sobre él como para llamarlo por su verdadero nombre era Tommy Davis. Él era irlandés, y por lo tanto le había resultado difícil engañarlo. Al cabo de una semana de trabajar juntos, Tommy había calado que su nuevo amigo y a veces jefe, Merry Kerry, como lo conocían, era en realidad un dudoso hombre de negocios estadounidense llamado Jack.

Y durante todo aquel tiempo la tarjeta de visita de Dunphy identificaba a Thornley como presidente de

Anglo-Erin Business Services PLC

Gun House

Millbank

Londres SW 1

Esta falsa identidad lo había cubierto como una segunda piel y lo había mantenido a salvo hasta el momento. Thornley era un personaje de ficción generado por un ordenador del sótano del cuartel general de Langley, por lo que a Dunphy no se lo podía hacer responsable de sus acciones, ni tampoco de las consecuencias de las mismas, lo que significaba que Dunphy, en el papel de Thornley, había sido libre de un modo en que Dunphy, como Dunphy, no podría serlo jamás.

El hecho de perder aquella inmunidad de forma tan repentina lo dejaba sin protección en el preciso instante en que más peligro corría. Inconscientemente empezó a replegarse en sí mismo; el irlandés chistoso, Merry Kerry, daba paso a un norteamericano más comedido y de aspecto preocupado: Jack Dunphy.

Tardó veinte minutos más en llegar al mostrador, y para entonces le dolían los pies y le martirizaba el dolor de cabeza. Justo en ese momento cayó en la cuenta de que, en una sola mañana, había perdido casi todo lo que le importaba, incluida Clementine.

«¡Clementine! Dios mío, ¿y Clem?», pensó.

4

Nueve horas después, Dunphy firmó en el registro para entrar en el Ambassadors Club, situado en la primera planta del vestíbulo B del Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. El club se hallaba casi vacío. Dejó la maleta junto a un sofá de cuero gastado, cogió un puñado de pretzels, le pidió un Bushmills a una camarera que pasaba por su lado y entró en un reservado para llamar al cuartel general de la CÍA.

El teléfono sonó dos veces, como siempre, y luego contestó una voz de hombre joven:

—Diga.

Algunas cosas no cambiaban nunca.

—Soy… —Titubeó, como le ocurría siempre que las normas requerían que utilizase un nombre en clave. Le resultaba embarazoso. Hombres hechos y derechos jugando a usar nombres en clave. Pero finalmente se decidió—: Soy Oboe. ¿Tienes algún recado para mí?

Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea y luego le llegó la contestación:

—Sí, señor. Debe acudir a una reunión que se celebrará en el cuartel general a las ocho de la mañana.

—¿El… lunes?

—No, señor. Mañana. —Al oír esto, a Dunphy se le escapó un gemido—. Supongo que debe de haber alguien ansioso por verlo —comentó el joven.

—Es que acabo de llegar ahora mismo —protestó Dunphy—. No tengo ropa, y además sufro jet lag, y ni siquiera sé dónde alojarme.

—Yo puedo recomendarle un par de…

—Y mañana es domingo, por el amor de Dios. No habrá nadie en la oficina. Todos estarán… —Dunphy titubeó, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Estarán en la iglesia. Yo también tengo que ir a la iglesia; de hecho, me pasaré allí todo el día.

—Aquí dice que la reunión se celebra el domingo, señor. A las ocho de la mañana. Tal vez le sea posible a usted ir a la iglesia más tarde.

—No me jodas, muchacho.

—Yo sólo me limito a transmitir los mensajes, señor.

Dunphy colgó el teléfono y a continuación marcó el número de la cadena de hoteles Marriott. Reservó una habitación para el fin de semana en el hotel que se encontraba cerca de Tyssons Córner y luego llamó a Hertz. Una vez hecho esto, se puso en contacto con la operadora internacional y le dio el número del apartamento de Clementine en Bolton Gardens.

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