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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (4 page)

BOOK: El último merovingio
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—¿Kerry? —Él se había quedado sin habla—. ¿Kerry? ¿Dónde estás?

—¡Oye, Clem! Estoy…

—¿Dónde estás?

—De viaje. Es que me ha surgido un imprevisto de última hora.

—Oh, bueno, en ese caso… ¿Dónde estás?

Aquella chica era de ideas fijas.

—En Estados Unidos. En Nueva York. En el aeropuerto JFK. En la cabina dos del Ambassadors Club.

—¿Estás algo nervioso, no?

—Sí, bueno, ha sido un día bastante largo.

—Entonces… ¿cuándo vas a volver?

—Por eso precisamente te llamo. La verdad es que no lo sé. Podría tardar… una temporada.

—¡Nooo!

—Sí, pero… Escucha, no puedo hablar mucho por teléfono, tengo que coger otro avión. Lo que necesito saber es esto: ¿ha ido alguien a mi casa esta mañana?

—No, por lo menos mientras yo estaba allí. ¿Te encuentras bien?

—Sí, claro que sí. ¿Por qué?

—Porque la voz te suena rara.

—¿Por qué lo dices?

—Pues… por una parte, porque se te ha pegado el acento norteamericano —respondió Clem, riéndose.

Dunphy puso los ojos en blanco y volvió a adoptar el acento irlandés que tanto había practicado.

—No puedo evitarlo, cariño. Soy un imitador nato. Pero, mira, lo importante es que hagas lo que yo te diga, ya te lo explicaré todo más adelante.

—¡Joder!

Dunphy se quedó desconcertado.

—¿Por qué sueltas un taco ahora? Pero si todavía no he dicho nada.

—Porque «te lo explicaré todo más adelante» siempre significa que hay problemas.

—Sí, bueno, verás, lo que me gustaría que hicieras es que… bueno, que no te acercaras por mi piso.

—¿Qué?

—Que no vayas por mi apartamento hasta que yo regrese.

—¿Por qué?

—Tú no te acerques por allí, Clem. Es importante.

—¡Pero es que tengo muchas de mis cosas en tu casa! ¿Por qué no puedo ir? ¡El maquillaje, por ejemplo! ¿Es que hay otra mujer?

—No seas tonta.

—¿Entonces por qué demonios no puedo ir a tu apartamento?

—Pues… mira, por una parte, porque yo no estoy. Y por otra…

—¿Sí? ¿Qué? Dime.

—Porque es peligroso.

—¿Peligroso?

—Clem… confía en mí.

Y colgó. A continuación, Dunphy volvió a entrar en la sala del club, buscó un sillón y se dejó caer en él para contar las pérdidas y meditar. Estuvo observando cómo despegaban los aviones, y cómo otros tomaban tierra. Y cuando se acercó la camarera le pidió el segundo de lo que luego se convirtió en una serie dema­siado larga de whiskys irlandeses.

Nadie había dejado plantada a Clementine antes, de eso estaba seguro; había que estar chiflado para hacerlo.

5

Dunphy abandonó la autopista George Washington y tomó un desvío situado a la derecha a la altura del puente Chain; tras recorrer la curva de la rampa de salida, fue a dar al bulevar Dolley Madison. Después se dirigió hacia el oeste, continuó conduciendo durante un par de kilómetros, torció a la derecha y se metió en una larga avenida flanqueada de árboles que llevaba hasta la caseta de vigilancia situada a la entrada del complejo de la CÍA. Un guarda de seguridad, un negro enorme, salió de la garita con una tablilla sujetapapeles en la mano y le sonrió al dirigirse a él.

—Buenos días —lo saludó—. ¿Está usted citado con alguien? ¿Lo esperan?

—Soy John Dunphy. Llego un poco tarde.

El guarda consultó la tablilla, se dirigió a la parte trasera del coche, anotó el número de la matrícula y volvió a situarse junto a la ventanilla del conductor.

—Tendré que ver los papeles del alquiler del vehículo —le comentó, al tiempo que indicaba con un gesto de la cabeza la pegatina de Hertz que había en el parabrisas.

Dunphy le dio la documentación y se quedó mirando mientras el vigilante empezaba a copiar la información en el bloc con trazos meticulosos y concienzudos; era como si dibujase las letras, en lugar de escribirlas.

Dunphy no tenía prisa. El aire era transparente y frío y resultaba reconfortante, justo lo que le hacía falta. Le gustaba ir al cuartel general; en él tenía la impresión de encontrarse en un pequeño colegio del norte del estado de Nueva York. Se trataba de un complejo de edificios arquitectónicamente anodinos, más o menos modernos, construido de tal modo que resultaba invisible desde la carretera y situado en medio de cuarenta hectáreas de hierba y árboles, de cámaras ocultas y antenas parabólicas.

—Gracias —le dijo el guarda al devolverle los papeles—. ¿Sabe por dónde tiene que ir?

—No hay problema.

—Hoy puede aparcar casi en cualquier parte.

—Genial —comentó Dunphy, al tiempo que el coche se ponía lentamente en movimiento.

—Es que aquí no hay casi nadie los domingos.

Dunphy asintió fingiendo interés.

—Me pregunto por qué será.

Luego el guarda levantó la verja y Dunphy dejó que el T-bird continuase avanzando lentamente.

Mientras circulaba por el aparcamiento se maravilló, como le sucedía siempre, del alto porcentaje de Corvettes que había estacionados allí y de la extraña mezcla de pegatinas que se veían en los parachoques: «Reagan en el '84», «Bush en el '85», «Greenpeace», «¡Salvad las balas de paja!», «Libertad para O. J.»

Pasó junto a la estatua de Nathan Hale, aparcó el coche en la plaza de parking donde decía «Director» y se bajó delante del edificio del cuartel general.

Al entrar en el vestíbulo se encontró con que una frágil rubia lo esperaba en el vestíbulo con un pie a cada lado del águila (el logotipo de la CÍA) que se hallaba incrustada en el mármol del suelo.

—¿El señor Dunphy? —Él hizo una mueca de fastidio al oír que lo llamaba de aquel modo, lo que provocó en la rubia una mirada irónica—. ¿Jack Dunphy?

—Sí —respondió él—. A veces.

—Póngase esto en la solapa y le indicaré el camino —le informó la chica al tiempo que le entregaba una tarjeta de identificación amarilla.

Dunphy obedeció, pero aquello no le hizo ninguna gracia. Todo el mundo en el cuartel general, desde los porteros hasta el inspector general, tenía que llevar la tarjeta de identificación en un lugar bien visible. Las etiquetas poseían un código de color, al igual que los pasillos de cada uno de los edificios: una línea coloreada se extendía por todos los corredores para que los agentes de seguridad pudieran descubrir con sólo echar un vistazo si alguien se encontraba donde no debía.

Con la etiqueta azul se podía ir prácticamente a cualquier parte, pero con una etiqueta roja uno tenía limitada la entrada al edificio A, y la etiqueta verde restringía aún más: el portador sólo podía transitar por los pasillos del edificio A cuyo suelo estuviera marcado con la línea verde. La etiqueta amarilla era la más restrictiva de todas, porque indicaba que había que acompañar a todas partes a quien la llevara. Se reservaba para los visitantes y la prensa, para todas las personas ajenas al lugar, y lucir una de esas etiquetas era como tener la peste; la gente apartaba la mirada al verlo.

Pero la presencia de la rubia compensaba el insulto que implicaba tener que llevar colgada la identificación amarilla. Cuando la muchacha caminaba, la cola de caballo oscilaba como un metrónomo en perfecto contrapunto con el balanceo de las nalgas. A Dunphy, cuyo pensamiento se concentró en este tema, se le ocurrió que era muy acertado afirmar que aquel trasero parecía una tarjeta del día de San Valentín rodeada de tweed, de tan hermoso que era. Tenía un culo muy bonito, y resultaba evidente que no había sido casualidad que hubieran encomendado a la rubia el deber de acompañarlo. Si ella hubiese querido, Dunphy la habría seguido hasta el infierno, ida y vuelta, y sin quejarse.

Y eso era mucho decir, teniendo en cuenta cómo se sentía. En términos olímpicos, los jueces habrían calificado la resaca que sufría con un cinco o un seis, no mucho más. Pero aun así no se encontraba bien. Todavía llevaba puesta la misma sudadera y los mismos calcetines de deporte del día anterior. Las tiendas no abrían hasta las diez, y la maleta que le habían proporcionado se hallaba llena de camisetas con algún dibujo estampado, un par de botas Doc Martens usadas y unos vaqueros con agujeros en las rodillas. No era ropa apropiada para él, aquél no era su estilo. Pero, en cualquier caso, no se trataba tan sólo de que fuese mal vestido: tenía unas ojeras grandes y amoratadas, le hacía falta afeitarse y le daba la impresión de que la nuca le pesaba más que la parte delantera de la cabeza. Definitivamente, la calificación que merecía la resaca era un 5,9, casi un seis.

La acompañante de Dunphy lo guió por el laberinto de pasillos de color azul pálido del anexo B, hasta que finalmente llegaron a un pequeño mostrador de recepción. El guarda de seguridad, un joven con galones relucientes en las hombreras, se levantó y le señaló a Dunphy un libro de visitas forrado de tela que se hallaba sobre la mesa.

—Haga usted el favor de firmar… Sus amigos han llegado hace rato.

Dunphy se inclinó sobre el registro e hizo lo que se le pedía.

Los nombres que aparecían por encima del suyo eran los de Sam Esterhazy y Mike Rhinegold. A las 7.50 y…

El guarda de seguridad les dio la espalda y pulsó varios números en el teclado que se encontraba sobre la cerradura cifrada de la puerta. A continuación se oyó un suave chasquido y la puerta se abrió sin hacer el menor ruido.

En cuanto ésta se cerró a su espalda, Dunphy se sintió peor. Se encontraba en una cámara sin eco, en una «habitación muerta»: un cubo sin ventanas iluminado con luces fluorescentes. Resultaba imposible instalar micrófonos allí; consistía en una cámara recubierta de moqueta gruesa con deflectores cónicos de espuma dispuestos de tal manera que absorbían y neutralizaban cualquier sonido. Ninguna señal, ninguna resonancia ni eco salía de aquella zona, ya fueran los orígenes del sonido humanos, mecánicos o electrónicos.

Como la habitación carecía por completo de resonancia, todo lo que se decía en su interior sonaba vacío, hueco, falso, plano. Era un lugar donde hasta la madre Teresa habría dado la impresión de fingir. Dunphy no había estado nunca en una habitación así, pero había oído hablar de ellas. La mayoría de las embajadas tenían una, y en la de Moscú había tres. Le habían comentado que era imposible tocar música en una habitación de aquéllas. El Juilliard String Quartet lo intentó en cierta ocasión en una prueba realizada en el Departamento de Control de Calidad; al cabo de unos segundos, los músicos, muertos de risa, tocaban cada cual por su lado.

Pero Dunphy no tenía ganas de reír. En realidad, las náuseas se apoderaron de él mientras permanecía allí de pie, mirando a las personas que iban a interrogarlo.

Sentados a una larga mesa de conferencias, los dos hombres se parecían de un modo curioso y desagradable. Increíblemente altos e igualmente adustos, tenían el cutis del mismo color gris enfermizo, como si hubieran estado de acampada en el interior de una mina. Iban peinados hacia atrás, tenían el pelo muy corto en los lados y vestían traje negro y brillante, camisa blanca de poliéster, zapatos negros de punta y chalinas con unas bolas metálicas de color turquesa en los extremos. Ambos llevaban un gran maletín repleto de carpetas de color marrón. Aquellos tipos parecían la versión malvada de los Blues Brothers. El estómago se le revolvió y se sintió un poco mareado.

—Señor Dunphy —lo saludó uno de ellos.

—Señor Thornley —dijo el otro.

«A la mierda —pensó Dunphy—. Esta gente ya me tiene harto.»

Esterhazy y Rhinegold sacaron varios artículos de sus respectivas carteras y los colocaron meticulosamente sobre la mesa: dos blocs de notas, dos bolígrafos, un paquete de Virginia Slims y un encendedor Bic. Cada uno.

A pesar de lo mal que se sentía, Dunphy se echó a reír al ver toda aquella coreografía.

—Ustedes dos tienen mucho en común, ¿saben?

Ambos lo miraron sin comprender.

—¿Cómo dice? —le preguntó el hombre de más edad.

—¿A qué se refiere? —quiso saber el más joven.

Parecían perplejos, como si aquella idea nunca se les hubiera pasado por la cabeza.

Dunphy empezó a explicarse, pero la expresión que los dos hombres tenían en el rostro, carente de todo rastro de humor, lo hizo cambiar de idea.

—No importa —concluyó.

Le irritaba que aquellos tipos no se hubieran presentado, aunque por el monograma que el más joven llevaba en los gemelos de la camisa comprendió que era Rhinegold.

Daba por supuesto que lo sabían absolutamente todo de él: quién era, por quién se hacía pasar y muchas otras cosas. Eso era lo que contenían las carpetas, o al menos eso imaginó Dunphy. Aquellos hombres tenían la obligación de saber; él no. Ésas eran las normas.

Esterhazy se quitó el reloj y lo dejó encima de la mesa para poder mirarlo durante la entrevista. Después, su compañero y él encendieron sendos cigarrillos, exhalaron el humo con aire pensativo y se quedaron mirando a Dunphy con cierta expectación.

Éste suspiró. Después reflexionó y llegó a la conclusión de que estaba en presencia de dos payasos desalmados.

—Comencemos por su alias, señor Dunphy.

—¿Con cuál?

—La falsa identidad de irlandés. ¿Puede usted decirnos hasta qué punto la identidad del señor Thornley ha quedado a salvo? ¿La han descubierto?

Dunphy empezó a hablar; al hacerlo, se escuchó a sí mismo y notó el eco de sus palabras en aquella peculiar habitación. Le parecía que la voz se originaba en algún punto fuera de su cuerpo, que las palabras se formaban dos o tres centímetros por delante de sus labios. Las preguntas llegaban flotando hasta él desde el otro

lado de la mesa, curiosamente desprovistas de entonación e imposibles de interpretar.

Era un vals informativo bastante raro, y Dunphy se cansó enseguida de aquello.

—De modo que usted era el principal responsable del establecimiento de empresas falsas que sirviesen de tapadera… —le dijo Fulanito.

—Y de proporcionar servicios bancarios…

—… en el extranjero.

—Eso es.

—¿Y cómo lo hacía? —le preguntó Menganito.

—Bueno, cada situación era diferente, pero básicamente consistía en elegir el terreno dependiendo de las necesidades del cliente y luego…

—¿Qué quiere usted decir exactamente con eso de elegir el terreno?

—El lugar donde tendría lugar la constitución de la empresa. Siempre existen varias posibilidades, todas ellas diferentes. Algunos lugares son más respetables y caros que otros.

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