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Authors: Carlos A. Paramio Danta

El Valor de los Recuerdos (2 page)

BOOK: El Valor de los Recuerdos
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El teléfono móvil de Jesús comenzó a interpretar un épico fragmento de "Así habló Zarathustra" de Strauss. Con agilidad, lo sacó del bolsillo interior de su chaqueta.

—Buenas noches, Margarita... Sí... Entiendo... Muy bien, diles que salgo mañana mismo de madrugada para allá. Aún tengo que zanjar un asunto... ¿Me preparaste lo que te pedí? Estupendo, muchas gracias, Margarita. ¡Ah! Oye, creo que nunca te había dicho lo eficiente que eres, te agradezco mucho que me hayas llamado incluso siendo tan tarde... Ya, pero aún así, te estoy muy agradecido. Bueno, hasta pronto.

—Estás realmente raro, me estás dando miedo.

—Mira, ya casi hemos llegado. Vamos a tomar asiento en nuestra mesa preferida y enseguida te saco de dudas.

Al bajar del taxi, con la cartera aún en la mano, Jesús se adelantó para asomarse a la puerta del restaurante. Tal y como esperaba, estaba completamente vacío. Aún era temprano, y eso era estupendo, pues así podrían elegir mesa. Se acercó al camarero, y pidió una mesa para dos al fondo del local, lejos de los aseos y de la salida de la cocina, lo suficientemente apartada como para poder mantener una conversación íntima. Sin tan siquiera sentarse ni mirar la carta de vinos, pidió un Ornellaia, un vino de crianza de la Toscana, y dos copas. Se quitó la chaqueta, y esperó pacientemente a que Gonzalo se acomodase en la mesa. Éste le clavó la mirada, sin mediar palabra, mientras cruzaba los dedos de las manos bajo su barbilla, en espera de que el misterio le fuese al fin desvelado. Jesús disfrutó de esos pequeños instantes de tensión. Atisbó por el rabillo del ojo que el camarero se aproximaba ya a la mesa con la botella, y aguardó un poco a que éste estuviera lo suficientemente cerca como para que, sin que llegase a escuchar lo que estaba a punto de decir, quedase tiempo alguno de reacción para Gonzalo.

—Tengo cáncer de páncreas con metástasis al hígado y al estómago. Me dan un par de meses, quizá menos.

A Gonzalo se le afloja la mandíbula, y nota cómo se le escurren los dedos de las manos. Enseguida tiene que colocarlas sobre la mesa para intentar mantener el equilibrio. El camarero ya se encuentra junto a ellos, muestra la botella a Jesús, y tras el gesto de aprobación de éste, sirve parte de su copa. Jesús levanta el cristal de manera que el líquido rubí oculte la cara de su amigo, la cual se vislumbra a trasluz algo deforme y teñida de rojo. Da un fuerte sorbo, degusta el astringente sabor de los taninos, y a continuación deja que acalore su garganta.

—Exquisito. Sírvalo, por favor.

El camarero llena las copas con calma, en lo que a Gonzalo le parecen años. En cuanto se marcha, éste levanta la suya y la bebe de una sola tacada. A Jesús se le escapa una sonrisa. Se seca la boca, y deja posar levemente la copa de nuevo sobre la mesa, encima del surco algo teñido por una mancha de tinto que ésta había dejado sobre el mantel.

—Pero... ¡pero cómo se te ocurre darme una noticia como esa así! Oh, madre mía, Jesús... ¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace poco más de tres meses.

—¿Y me lo cuentas ahora? ¿Por qué no me lo dijiste nada más saberlo?

—Ya te dije que estaba deprimido. Aún no me había recuperado de lo de Lucía, y de repente me llega esta noticia. Lo siento mucho, pero no tenía ganas de ver a nadie. Llevaba días con dolor en el abdomen, me hicieron una ecografía... Y lo encontraron.

—¿No tiene tratamiento?

De nuevo sonrió.

—Me temo que no, amigo mío. Se pueden contar con los dedos de una mano los casos en los que un cáncer de páncreas como éste es operable, y se torna imposible si además se ha extendido a otros órganos. No hay nada que hacer.

Durante unos segundos hubo un incómodo silencio. Gonzalo agachó la cabeza mientras apretaba los ojos, intentando contener los fuertes sentimientos que afloraban a su piel.

—¿Te duele? —dijo mientras se incorporaba.

—No demasiado, al menos por ahora. Aunque hay temporadas en que es bastante jodido.

—No lo comprendo... ¿Cómo estás sonriendo? ¿Cómo es que dices que ya no estás deprimido? Tú nunca has sido creyente, así que poco consuelo puedes tener pensando en que te vas a reunir con Lucía o algo parecido. Explícame, porque de verdad que no entiendo nada.

—Verás, Gonzalo. Estoy contento porque tengo esperanzas en poder curarme.

—¿Pero no dices que no es tratable?

—Y no lo es. Al menos no con la tecnología actual.

—Pues no entiendo nada —negó mientras se frotaba la cabeza con una mano.

—Verás, supongo que has oído hablar de la criogenización.

Gonzalo no pudo evitar que se le escapase una pequeña carcajada.

—Supongo que no estás hablando en serio.

—Totalmente. Existen ya varias empresas en el mundo que realizan este proceso. La mayoría de ellas se limita a congelar a temperaturas por debajo de los 5 grados Kelvin el cuerpo completo del sujeto, o sólo su cabeza, tras su muerte. Sin embargo, considero que esta acción es algo inútil, ya que para entonces seguramente la persona que piensan criogenizar ha dejado prácticamente de existir, pues la muerte de células cerebrales será tal que difícilmente podrá recuperarse algo útil. No, esto no sirve de mucho. Es mucho más efectivo efectuar el proceso cuando el sujeto aún está vivo, someterlo primero a una fase de hibernación severa y a continuación proceder a su criogenización rápida.

—¿En vida? ¡En vida! ¿Me estás diciendo que piensas convertirte en un cubito de hielo cuando ni tan siquiera has fallecido? ¡Eso ni siquiera puede ser legal!

—Tienes razón, no es legal... en España. Este proceso se puede considerar eutanasia, pues a fin de cuentas produce la muerte del sujeto, tal vez de forma permanente; y al menos en mi caso, estaría debidamente justificado. En Japón, sin ir más lejos, la eutanasia es legal, si bien apenas se ha practicado. Y en Holanda, Suiza, Irlanda...

—¿Pero cómo puedes querer apostar tus últimos días de vida en un futuro tan improbable? ¿Qué motivaciones podrían tener los hombres de los siglos venideros para recuperarte, si es que acaso fuera posible? Es más, tal y como están las cosas, no podemos estar seguros siquiera de que haya un futuro lejano y próspero para la humanidad. ¡Es demasiado arriesgado!

—Tienes razón. Y es más, el proceso no carece de dificultades técnicas, cuyas posibles soluciones no son por ahora imaginables. Por ejemplo, el agua del organismo, que constituye como sabes una buena parte del mismo, forma a esas temperaturas pequeños cristales de hielo que pueden perforar las membranas de las células que la contienen, con lo cual difícilmente sobrevivirían una vez comenzase el proceso de descriogenización. La entropía del cuerpo humano se incrementa durante el proceso, así que habría que poner todo luego en su sitio.

Gonzalo movía la cabeza de un lado a otro en señal de reprobación. No se podía creer lo que estaba oyendo. Su amigo debía ser extremadamente valiente, o extremadamente estúpido.

—Mira, voy a ser muy claro: No sé si estás esperando mi aprobación o qué para cometer semejante atrocidad. Pero desde luego no voy a dártela. No estoy dispuesto a perderte de esta forma, en lo que tal vez sean los últimos meses en que podamos gozar de nuestra mutua compañía. Ahora hasta me arrepiento de que haya pasado tanto tiempo desde que nos viésemos la última vez. Desde luego, si tu idea era venderme el asunto, no estás siendo nada convincente.

Jesús pareció mostrar indiferencia ante estas palabras, ignorando por un momento a su amigo mientras alargaba el brazo para agarrar la carta. La abrió impasible, e hizo como el que la estudiaba, pues tenía muy claro lo que iba a pedir. Y el tema le estaba, extrañamente, abriendo el apetito.

—¿Tienes idea de cuán dolorosa puede llegar a ser esta enfermedad, Gonzalo? —dijo sin apartar la mirada de la carta.

No recibió respuesta.

—Verás, la cosa es sencilla. No deseo pasar por ese amargo sufrimiento, ni vivir mis últimos días postrado en el hospital mientras me muero por dentro. Tampoco tengo familia con quien exprimir al máximo mis últimos días. Tan sólo te tengo a ti, pero no es mi intención complicarte la vida durante meses. Ante esta perspectiva, dime, ¿no apostarías a la posibilidad de alargar tu vida, por ínfima que ésta sea? Además, tengo una curiosidad tremenda por saber qué será de la humanidad en unos años. Si se dan las circunstancias y dan con una solución para traerme de vuelta a la vida, podré saciar esta curiosidad. No temo a la muerte, lo sabes de sobra. Jugaré mi última carta. Además, no te preocupes que no te estoy pidiendo permiso, mañana mismo viajo a Amsterdam para comenzar el procedimiento.

Una amalgama de sentimientos bañaba la mente de Gonzalo, con tal intensidad que apenas le permitía pensar claramente. Quería racionalizar el asunto, convertirlo en un mero juego matemático en el que sólo hay una única solución exacta fruto de la secuencia lógica de variables que Jesús había tratado de explicar. Pero le resultaba imposible lidiar con la empatía, rabia, comprensión, esperanza, desasosiego e impotencia que, al unísono, parecían luchar en la búsqueda de una justificación que contentase a su espíritu.

—Además, a ti te conviene que tome esa decisión, créeme, pues he ordenado a Margarita que prepare la documentación para la venta de prácticamente todas mis participaciones. Y tú serás el comprador de las mismas, a un precio simbólico de 1 euro por participación. Por menos de 1000 euros te convertirás en el socio mayoritario de mi empresa.

—¿Qué? —respondió casi gritando.

El camarero se aproxima a la mesa. Jesús pide rápidamente por ambos: Dos platos de fetuccini al roquefort, con queso parmesano y pan de ajo de la casa.

—Sí, le pedí a Margarita que redactara el contrato de transferencia de las participaciones, y hace un rato me ha confirmado que me lo ha enviado ya por correo electrónico. He hablado con un amigo notario en Madrid que nos atenderá esta misma noche para dar fe del acto. Sólo tenemos que pasarnos por su oficina, imprimirlo, y firmarlo. Ha de ser esta noche, pues mañana mismo podría ser demasiado tarde para mí, claro. —Rió a carcajadas.

Parte 2

Porque nosotros somos la encarnación local de Cosmos que ha crecido hasta tener consciencia de sí. Hemos empezado a contemplar nuestros orígenes: sustancia estelar que medita sobre las estrellas, conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que consideran la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la consciencia, por lo menos aquí. Nosotros hablamos en nombre de la Tierra. Debemos nuestra obligación de sobrevivir no sólo a nosotros sino también a este Cosmos, antiguo y vasto, del cual procedemos.

Carl Sagan, “Cosmos”

Danzas de colores parecían bailar al compás de un leve murmullo casi apagado de estructura semejante al ruido rosa. Es todo lo que captaban sus sentidos. La tensión aún se apoderaba de sus pensamientos, fruto de la sensación de miedo que no pudo evitar sentir en los últimos segundos. —¿Me dolerá? —pensó entonces fugazmente. —Espero que sea rápido. —El adormecimiento gobernaba su psique. Ya no sentía las manos ni los pies, ni podía siquiera abrir los ojos que poco antes uno de los operarios había cerrado.

Casi en forma de respuesta a su pregunta, sintió que un agudo e insoportable dolor cruzaba cada partícula de su ser. Por suerte, fue momentáneo, casi un suspiro. Durante un brevísimo instante, le pareció que todos sus sentidos se apagaran de repente. Deseó con todas sus fuerzas que no volviera a ocurrir algo semejante. Creía que caería inconsciente mucho antes. Diablos, en estos momentos prefería que abortasen la operación.

Recuperó la audición, o al menos parte de ella. Esta vez el ruido parecía seguir otro patrón. Lo que parecía un sonido a mayor volumen comenzaba a destacar sobre el resto, pero no le resultaba familiar. Sonaba a intervalos irregulares, y no se sentía capaz de ubicar su posición. De hecho, en estos momentos se sentía absolutamente desorientado, y todo intento de mover alguna parte de su cuerpo resultaba en fracaso. Ni siquiera lo sentía.

El sonido se acalló durante largo rato. Intentó ordenar sus pensamientos, pero todo era demasiado confuso. La tempestad se había desatado en su mente, y a cada instante se sorprendía recordando quién era él y dónde estaba en ese momento. Notó que, a pesar de la tremenda confusión, no percibía ningún dolor en su cabeza. No eran pocas las veces que había padecido migrañas en su vida, estaba seguro de poder distinguirlas en cuanto comenzaban. Pero esta vez, y salvo el tormentoso episodio reciente, ningún dolor se manifestó para quedarse. Todo le resultaba parecido a la desorientación que se sufre al despertarse de un sueño del que uno es incapaz de recordar nada.

De nuevo el rimbombante sonido. Esta vez lo oía con mayor claridad. —Parece la voz de alguien —, pensó. —Es como si emanara tras una gruesa pared de corcho.

—Jesús... —inaudible —¿... oyes?

Sin duda alguien le llamaba por su nombre. Intentó responder, pero no sentía la lengua, ni el aire en sus pulmones.

—...pera que ajusto la frec... —la mayor parte era ininteligible.

La nube de su mente parecía que se iba disipando, y dejaba paso poco a poco a la lucidez. ¿Habría habido algún problema durante la fase de criogenización? Sin duda había pasado muy poco tiempo. Aquella voz no le sonaba de nada, no parecía ser la de ninguna de las personas que le acompañaron a la sala. Era la voz de una mujer, probablemente joven. Su voz sonaba tremendamente sensual.

—¿Ahora mejor? ¿Me oyes, Jesús? —sonó casi con la claridad de poder escuchar a una persona que habla frente a ti. Tenía un extraño acento que no alcanzaba a determinar.

La ansiedad se apoderaba de él. ¿Cómo iba a responder, si no podía gesticular palabra o gesto alguno? Entonces se percató de algo que le había pasado desapercibido: No veía nada en absoluto. De hecho, no podía percibir siquiera el característico fondo negro cubierto de suaves luces que normalmente se vería con los ojos cerrados, debido a la sensibilización de los conos de nuestra retina al estimulárseles con la imagen del interior del párpado, por el que se debería filtrar la luz ambiental. No sabía explicarlo, pero no recibía estímulo visual alguno. No veía en ningún color concreto, simplemente había dejado de ver totalmente. Se preguntaba si era esto lo que sentiría una persona completamente ciega. Si alguien le pidiera ahora que lo describiera, se vería incapacitado para hacerlo. Lo único que se le ocurría era contestar a la demanda con otra pregunta. "¿De qué color es el infrarrojo? ¿Cómo describirías el ultravioleta?", se decía a sí mismo.

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