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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (3 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Desde la ventana del apartamento que le habían asignado a Bishop podía verse buena parte de la ciudad. Después de lavarse y vestirse, antes de bajar a la calle para que lo recogiera un chófer que lo llevaría a las oficinas de la OSS, se quedó un momento contemplando el panorama desigual de la capital del país que se había rendido. Algunos edificios habían quedado intactos, como si la guerra jamás hubiera pasado por la capital del Reich, pero en las mañanas despejadas como aquella era evidente el caos y la desolación de Berlín, la misma estampa que había contemplado en cada una de las ciudades que habían sufrido bombardeos durante la guerra. A veces se le antojaba Berlín a Robert Bishop como una boca enorme y desdentada, una boca con caries, con sangre y agujeros, o una escombrera descomunal en la que los franceses, los británicos, los norteamericanos y los rusos estuvieran excavando para encontrar un tesoro. Y, bien mirado, no eran sino tesoros lo que los hombres como él, cada uno en su bando, tenían la misión de encontrar.

Mientras esperaba el Jeep en la puerta del edificio reconvertido en apartamentos donde se alojaba, miró el cielo, plomizo, oscuro, una sombra triste que cubría una ciudad en ruinas, y respiró hondo. Su chófer llegó menos de dos minutos después. Al verlo esperando en la acera, como cada mañana, miró el reloj con disimulo, para asegurarse de que no había llegado tarde. Bishop no se había molestado en explicarle que se despertaba siempre muy temprano, que no soportaba quedarse demasiado tiempo encerrado en su habitación y prefería esperarlo en la calle.

—Buenos días, señor. En la oficina me han dado esto para usted.

Además de mirar el reloj esa mañana, el chófer le entregó un sobre.

Bishop lo abrió con desgana, y, antes de leer su contenido, se quedó un instante mirando al muchacho, que no parecía tener intención de mover el coche hasta que hubiera leído la nota.

Frunció el ceño antes de leer el documento. Era un sobre con el sello de la oficina de la OSS. Lo leyó y dejó escapar el aire, despacio, por la nariz. Arrojó el cigarrillo a la acera húmeda y se quedó mirando la colilla, como si pudiera encontrar una respuesta en la boquilla que se consumía. Al otro lado de la acera, un crío también miraba el pitillo a medio terminar. En tiempos de escasez, los cigarrillos americanos se pagaban a buen precio en el mercado negro. Bishop sabía que en cuanto el Jeep arrancase el chaval correría a cogerlo. Tal vez sería aquella su única ocupación durante la mañana: buscar las colillas que los soldados aliados tiraban al suelo sucio de Berlín. Todavía se quedó mirando Bishop un momento al niño antes de ordenar a su chófer que lo llevase a la dirección que le habían apuntado en la nota, y antes de que arrancase hurgó debajo de su chaqueta para buscar el paquete de tabaco, sin estar del todo seguro de la razón por la que lo hacía: le apetecía fumar otra vez, pero también quería regalarle los cigarrillos que le quedaban al mozalbete que seguía quieto en la acera esperando a que se fueran, y se alegró por ello. A veces, cuando pensaba que su vida ya no tenía arreglo, se descubría pensando cosas buenas para los demás, como en ese momento y, entonces, igual que ahora, le afectaba una mezcla de extrañeza y de alivio. Al menos quedaba dentro de él algo del ser humano que había sido, pero tampoco estaba seguro de que esa sensación o esos buenos sentimientos le sirvieran para salir adelante. El coche ya había arrancado cuando consiguió encontrar el paquete de tabaco, y todavía se quedó unos segundos mirando la colilla que había arrojado al suelo, pensativo, por el espejo retrovisor, hasta que alguien la aplastó con la suela del zapato y siguió su camino. Con la mano rebuscando en el interior de su chaqueta giró la cabeza para encontrar al chico, pero ya se había marchado. Se removió en el asiento, incómodo, y luego le leyó en voz alta al chófer la dirección que venía escrita en la nota, marcando cada sílaba para que no hubiera duda, inseguro todavía de su dominio de la lengua alemana. Antes de doblar la esquina, volvió a mirar por el espejo y vio al niño agachado en la acera, seguro que recogiendo otra colilla que alguien había tirado. No giró la cara para asegurarse de que el chaval se había cobrado una buena pieza ni le dijo al chófer que parase, pero de repente se vio a sí mismo con esa edad, se imaginó una vida paralela a la que había vivido, una vida en la que a los doce años él también hubiera tenido que recoger colillas durante todo el día para poder llevarse un plato caliente a la boca, y de lo único que le entraron ganas fue de estar muy lejos de allí.

Cuatro meses después de que acabase la guerra parecía imposible que algún día la capital de Alemania pudiera recuperarse. Junto a calles que hubieran sido la envidia de cualquier escombrera había otras por las que parecía que la guerra no había pasado, avenidas por las que circulaban tranvías que llevaban a la gente a trabajar, berlineses que trataban de rehacer sus vidas aferrándose a las rutinas cotidianas: levantarse temprano, tomar tal vez un café, quien pudiera, a pesar de las restricciones.

Ya no quedaban signos externos del Gobierno nazi. Las esvásticas y las águilas imperiales habían desaparecido igual que los uniformes o las botas lustrosas de los oficiales de las SS. Pero cuando Bishop miraba un poco más adentro se daba cuenta de que aún quedaba mucho trabajo por hacer. Casi todo. Él no era más que un oficial de inteligencia enemigo en la capital de un país ocupado, y su obligación era desconfiar de todo el mundo, por muy cerca que dijeran sentirse de los vencedores. La nota que le había entregado el chófer era una prueba perfecta de ello. Bishop se la había guardado en el bolsillo y sabía lo que se iba a encontrar cuando llegase a su destino. Todavía no había sentido ese agujero en la boca del estómago, eso sucedería después, pero la preocupación era algo que no podía separar de su trabajo, y mucho menos, por paradójico que pudiera parecer, en tiempos de paz.

Cuando llegaron había otros dos coches aparcados en la acera, uno de la policía berlinesa, y otro del ejército de los Estados Unidos, además de un puñado de curiosos arremolinados en la acera. Bishop no llevaba uniforme. Como en el París ocupado por los nazis, también había dejado de llevarlo desde que lo destinaron a Berlín, en julio. No llevar uniforme le resultaba más cómodo y menos intimidatorio para los demás, lo cual facilitaba su trabajo y le permitía moverse con más libertad por los sitios donde nadie lo conocía. A pesar de ir de paisano, los soldados se cuadraron al verlo llegar. Bishop respondió con un leve movimiento de cabeza y luego se quedó mirando al de mayor graduación, un teniente del ejército norteamericano que enseguida lo informó de la situación.

—La policía alemana se puso en contacto con nosotros esta mañana. Una llamada anónima los avisó de que habían encontrado el cadáver de un hombre abandonado en la acera. Cuando avisamos por radio para dar el nombre del muerto, me ordenaron que no tocásemos nada hasta que usted viniera.

No había reproche ni desdén en las palabras del teniente. Tan solo era la manera fría y escueta que un militar tenía de contar lo sucedido.

Bishop asintió antes de dirigirse a la acera. Todavía no se había encargado nadie de cubrir el cadáver con una sábana. Dedicó una especie de vago saludo al policía alemán que se interponía entre el cuerpo tendido en la acera y los curiosos que no se decidían a abandonar la escena del crimen. Después del horror de seis años de guerra, a Bishop le sorprendía que a la gente todavía le quedasen ganas de contemplar a un tipo muerto en la calle. El charco de sangre llegaba hasta el asfalto, como una alfombra roja y viscosa. El hombre estaba boca abajo y su espalda no presentaba ningún signo de violencia. Tanta sangre alrededor solo podía significar que lo habían degollado. Bishop se agachó y, procurando no mancharse el traje ni el abrigo, le dio la vuelta al difunto. Tenía los ojos cerrados, y estaba seguro de que no se debía al gesto piadoso de quien le había rebanado la garganta esa noche. La piel ya estaba fría. Bishop tragó saliva y a duras penas contuvo una arcada. Él tampoco se había acostumbrado a tocar a un muerto después de seis años de guerra. Hay ciertas cosas a las que uno no llega nunca a habituarse.

Por la forma y la trayectoria del tajo estaba claro que quien le había rebanado el cuello era diestro, más alto que el fallecido, y que lo había pillado por sorpresa. Pero eso no era lo que más le importaba. Su trabajo no era descubrir quién lo había matado, sino haber evitado que lo matasen. Y había fallado, otra vez. Conocía a ese hombre. No es que fuera famoso, pero había visto su foto muchas veces durante el último año, durante los últimos meses de guerra. Los últimos doce meses los había pasado siguiendo su pista y la de algunos de sus compañeros. Si hubiera venido a buscarnos a nosotros, se lamentó Bishop, más por no haber conseguido hacer bien su trabajo que por lástima hacia el muerto, ahora estaría vivo. Lo pensó antes incluso de darse cuenta del pico del papel que le asomaba en el bolsillo de la chaqueta, como si alguien lo hubiera metido allí de mala manera o porque quisiera que quien encontrase el cadáver no tuviera sino la curiosidad de sacarlo y mirarlo para ver lo que ponía, tal vez la lista de la compra, un secreto de estado, un poema de amor que ya no llegaría a su destino o la última voluntad de quien sabe que se está jugando la vida. Estaba seguro Bishop de que quien lo hubiera degollado quería que supieran su identidad, que no tuvieran que marearse o quebrarse la cabeza o hacer preguntas para averiguar su nombre. No era solo un mensaje para ellos, sino también una advertencia para los que quisieran intentar lo mismo que él. Pero estaba seguro Bishop de que faltaba una carpeta o un sobre con documentos, secretos que se habían convertido en una mercancía valiosa, más valiosa incluso que las joyas o el dinero porque había gente que estaría dispuesta a pagar mucho por ellos, matar incluso.

Hasta podría llegar a sentir compasión por aquel hombre. Era más que posible que su motivación para arriesgar el cuello no hubiera sido la avaricia, al menos no solo la avaricia o las ganas de enriquecerse, sino algo tan sencillo como sobrevivir. Abrió su cartera con la certeza de conocer su nombre, la fotografía que tal vez ya no se parecería demasiado al rostro azulado del cadáver. George, murmuró, antes de leer. Hans Albert George. Alguno de los compañeros de este tipo que ahora estaba tirado en el suelo merecerían que les hubieran puesto una soga al cuello y le hubieran dado una patada al taburete bajo sus pies. El mundo no iba a ser peor sin ellos. Seguro que tampoco mejor, pero eso tampoco tenía remedio ya.

La nota la dejó para el final. Se quedó mirándolo un instante antes de cogerla, como si sus actos fueran el resultado de un ritual que ni él mismo alcanzaba a entender, en lugar de la muestra del hastío o el cansancio que ya le provocaba todo esto. Tres muertos como ese iban ya desde que lo destinaron a Berlín. Los tres con la misma profesión, los tres degollados, los tres con sus documentos de identidad en la cartera, en la calle, y los tres con la misma nota en el bolsillo. La cogió con dos dedos, como si fuera posible encontrar unas huellas que sirvieran para encontrar al culpable. No era más que un papel arrugado que alguien había escrito apresuradamente y había guardado en el bolsillo de la gabardina de un hombre que agonizaba, el asesino tal vez mirando a un lado y a otro para asegurarse de que nadie lo estaba viendo y pudiera recordar su cara para contárselo a la policía de Berlín o a ellos, que eran quienes más interés tenían en encontrarlos. En encontrarlos a todos.

Desdobló la nota, despacio, todavía en cuclillas en el suelo. Decía lo mismo que las otras, a mano, en alemán. Bishop tradujo, mentalmente, sin decir nada. «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Quien hubiera sido el autor de estos versos tal vez no pasaría a la historia de la poesía ni le darían el premio Nobel de Literatura, pero el mensaje era bastante claro.

Se levantó y le entregó los documentos al policía berlinés que seguía haciendo las veces de barrera entre los curiosos y el cadáver. No era deferencia o cortesía profesional, sino que, simplemente, no los necesitaba. No era la primera nota con ese ripio que encontraba abandonada en un cadáver, y el nombre del muerto ya lo había memorizado mucho antes de que la guerra terminase y de que él pudiera imaginar que acabaría desangrado a un tiro de piedra de la Postdamerplatz, en el sector norteamericano. Había leído un dossier completo sobre su vida y su trabajo, el de él y el de muchos de los que trabajaban con él. A algunos pudieron localizarlos a tiempo. Otros se escaparon o no quisieron colaborar con ellos y, ahora, los que no habían demostrado de una forma lo bastante clara su patriotismo estaban terminando degollados en la calle. Peor para ellos. Para ser sincero, a Robert Bishop le daba lo mismo. No sentía apego por ninguno de estos tipos, es más, creía que si a alguno le rebanaban el cuello de oreja a oreja el asesino incluso le haría un favor al mundo. Pero sus jefes no opinaban lo mismo. Las órdenes eran encontrarlos a todos antes de que lo hicieran quienes los consideraban unos traidores y los matasen o que los localizasen los rusos y pudieran pasar al bando equivocado. Y la cuestión era que al final Robert Bishop solo cumplía órdenes.

El policía alemán le dio las gracias al recoger los documentos que le entregó y le sostuvo la mirada. Bishop acostumbraba a tratar a los alemanes con desconfianza, sobre todo si llevaban uniforme. Nadie podría asegurarle que ese hombre que ahora examinaba con detenimiento los documentos no se alegraba igual que él pero por otro motivo de que alguien hubiera degollado al tipo cuya sangre pisaban. Pero así estaban las cosas. Y no dejaba de parecerle bastante cínico pensar que estaban en tiempos de paz con las suelas de los zapatos manchado de sangre. Pero también eran tiempos extraños estos. Antes de subir al Jeep se fijó, incómodo, en las marcas rojas que sus pisadas habían dejado en la acera, como un rastro que lo persiguiera, huellas de las que no podía desprenderse, como si él fuera el último responsable de ese asesinato.

«Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Murmuró para sí Bishop el ripio de parvulario cuando se dirigieron a las oficinas de la OSS. Ya sabía lo que Marlowe le iba a decir, y tendría razón. Cada vez había más muertos y cada vez les quedaba menos tiempo.

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