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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (5 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Sacudió la cabeza y sonrió. Siempre pensaba demasiado. Ese había sido su gran problema. Tal vez la única razón por la que había venido hasta aquí esta noche había sido esa, y ni él mismo había querido darse cuenta hasta ahora. No era el cadáver de esa mañana, ni la nota de los alemanes que todavía se resistían a rendirse. Ni siquiera había venido porque todavía no le apetecía meterse en su casa hasta que mañana saliese de viaje a Francia para encontrarse con el pasado en el que no quería pensar. Cada uno tenía sus manías, y a Bishop no le gustaba ir dejando cuentas pendientes. Antes de marcharse dejó el cigarrillo a medio terminar en la acera, con cuidado, cerca del borde, donde era más difícil que alguien pudiera pisarlo. Sabía que lo que acababa de hacer tenía mucho de absurdo, de imposible, pero la vida era así, absurda, incomprensible, casi siempre.

Rubén

Apura el pitillo frente a la puerta del edificio donde ha estado esa tarde. Le arranca las últimas caladas despacio, mirando las brasas de la punta al consumirse, la tregua exigua que puede permitirse antes de subir y llamar a la puerta del piso cuya ventana ahora puede ver iluminada desde la calle, la luz encendida, una silueta que se deja entrever al otro lado de la cortina, como una sombra chinesca. Rubén sabe que esa ventana es la más grande del piso, la que da a la calle. Él mismo se ha sentado muchas veces junto a ella para leer tranquilamente mientras fumaba un cigarrillo o haciendo tiempo escuchando música mientras Anna regresaba de la academia.

Se dice que ya no puede esperar más, que tiene que subir, cuando trata de arrancar una calada al pitillo y no le queda más remedio que reconocer que se le han terminado las excusas, que el paquete de tabaco está vacío y que ya no puede demorarse más en la acera. Ha llamado al teléfono del piso varias veces, casi todas desde Austria, cuando lo liberaron. Pero nadie respondió jamás a ese número, y entonces se dijo que tal vez lo habían cambiado o que ahora quizá podría ser de otra persona, o que el mundo podría haber evolucionado en cinco años mucho más de lo que él podía sospechar, que tal vez los teléfonos ya no funcionaban como antes de que lo encerrasen, de que lo apartasen del mundo y de que le pusieran un uniforme con un triángulo azul en el pecho. Incluso había escrito Rubén una carta y la había enviado para anunciar su llegada. La dirección y el teléfono de su casa los recordaba muy bien, se los había repetido cada día en el campo, tumbado en un jergón estrecho junto a otros dos presos, como animales los tres. A pesar del cansancio y del frío se esforzaba cada noche en recordar su nombre, Rubén, Rubén Castro, su nombre y su número de teléfono y su dirección, una letanía a la que agarrarse para seguir considerándose a sí mismo una persona y no un animal. Pero el teléfono que había marcado cuando lo liberaron no había respondido nunca a sus llamadas, y quizá aquella carta que envió desde Austria antes de empezar el viaje de regreso a Francia no había llegado tampoco a su destino, o quizá sí llegó pero la persona a quien iba dirigida se había mudado. Anna podría ya no estar aquí, y tal vez alguien a quien no iba dirigida la carta que Rubén le había escrito a Anna cuando lo liberaron la había abierto con extrañeza o con curiosidad, alguien que ahora vivía allí y se había sentado a leerla, alguien que se había enterado de su vida, de sus penas y de sus anhelos y tal vez había llorado al terminar o se había reído o se había mostrado indiferente o había pensado que las cosas que contaba no eran más que los desvaríos de un desequilibrado, o no la habría leído siquiera y había hecho una bola con ella y la había arrojado a la papelera sin poder devolverla a quien la había enviado ya que Rubén Castro no había escrito ninguna dirección en el remite porque no la tenía.

Quien hubiera recibido aquella carta que él había mandado desde Austria, Anna u otra persona que ahora vivía en este piso a cuya puerta Rubén vuelve a llamar, está a punto de abrir. Se ha vuelto a ajustar el nudo de la corbata y se ha pasado la palma de la mano por el pelo prematuramente ralo y encanecido antes de encontrarse con nadie.

A pesar de estar convencido de lo contrario, hasta el último momento ha conservado Rubén un hilo de esperanza. Se ha imaginado a Anna abriéndole la puerta del piso, mirándolo extrañada durante unos segundos, como si no lo reconociese o ya hubiera dejado atrás, hacía mucho tiempo, el último resquicio de esperanza, una minúscula dosis de ilusión por volverlo a ver con vida. A Rubén le gustaría que ahora, al llamar a la puerta de su casa, solo hubieran pasado unas horas y no cinco años desde que se fue, mirar a Anna y pedirle disculpas por haber ido a dar un paseo y haber olvidado las llaves. Es eso lo que tiene pensado decir si es ella quien le abre la puerta, si es capaz de articular palabra después de verla llevarse la mano a la boca con sorpresa y luego ponerse a llorar antes de echarse en sus brazos. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo. Rubén se repite la frase para darse coraje antes de golpear la puerta con los nudillos por segunda vez en el mismo día. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo.

Pero no es Anna quien lo recibe en el piso, y Rubén siente incluso una especie de alivio secreto al ver el rostro del hombre mayor, casi un anciano, que lo mira con gesto hosco al otro lado del umbral. Inclina brevemente la cabeza para saludarlo. Desde que ha salido del campo no es capaz de acostumbrarse a mirar a nadie que no conoce directamente a los ojos. Demasiados fantasmas lo acompañan. Sostiene el sombrero en el pecho, por el ala, como si pudiera protegerse, girándolo despacio.

—Buenas noches —le dice—. Perdone que le moleste, pero estoy buscando a una mujer que se llama Anna Cavour. Vivía en este piso hace algunos años, antes de la guerra.

No es hasta entonces cuando mira a los ojos del hombre que lo observa desde la que había sido su casa con el ceño fruncido. Viste un batín de cuadros y unas pantuflas. Es muy mayor, y seguramente vive solo. Si no, no habría abierto la puerta él. Es probable que no oyese el timbre del teléfono o que hubiera dado de baja el número y por eso nadie contestaba a sus llamadas, las que hizo desde Austria y las otras dos que ha hecho esta tarde, desde una cabina, luego de salir de la academia adonde había ido para buscar a Anna. Puede que ese anciano haya leído la carta que mandó desde Austria. Lo mejor será ser sincero con él.

—Yo vivía con ella aquí, en este piso. Hace cinco años que no he vuelto a París. Los nazis me llevaron preso.

El viejo sigue mirándolo, como si calibrase la veracidad de sus palabras. Su piel pálida, el pelo casi blanco, la extrema delgadez, los ojos hundidos tras las gafas diminutas. Rubén podría tener cuarenta años menos que el hombre que ahora habita el piso donde había vivido con Anna, pero, a primera vista, para alguien que no fuera demasiado observador, podría parecer que tenían los dos la misma edad.

—¿Es usted español?

Rubén asiente. Han pasado más de ocho años desde que salió de España pero su acento todavía lo delata. Se permite alegrarse un instante por ello, por conservar un rasgo de sus orígenes.

—Vine a París antes de que terminase la guerra en España. Trabajé aquí durante tres años, pero luego vinieron los nazis y me detuvieron.

No espera Rubén ninguna clase de hospitalidad por parte de un anciano a cuya puerta acaba de llamar para preguntarle por una mujer que ha vivido allí antes que él. Pero al menos no le ha cerrado la puerta y lo está escuchando, y eso ya es bastante más de lo que está acostumbrado o espera de nadie.

Y cuando cruza el umbral es un extraño en una casa que habitó en otro tiempo, en otro mundo que ahora se le antoja tan lejano como si nunca le hubiera pertenecido. Los muebles no son los mismos, hay un sofá nuevo en el salón, y una mesa con dos sillas dispuestas de una forma diferente a como Anna y él las tenían. El sofá ahora está frente a la ventana: seguro que al anciano le gusta comer mientras ve la calle. Se pregunta cómo será ahora la habitación en la que Anna y él dormían, si ese hombre también utilizaría la misma cama grande y cómoda que ellos habían compartido durante poco más de un año, apenas un suspiro, qué poco tiempo, se ha lamentado Rubén cada vez que lo ha recordado cuando estaba preso.

Es su misma casa, pero al mismo tiempo tampoco lo es. El olor es distinto. Puede ser el de una persona mayor, pero desde luego no es el olor de la mujer a la que ha venido a buscar, ni el aroma que llega desde la cocina es el mismo de los platos ricos que Anna y él preparaban cuando vivían allí. Se le vienen demasiados recuerdos a la cabeza, pero respira hondo, cierra los ojos, para contenerlos. Ahora no, se dice. Ahora no es el momento de derrumbarse.

Se ha sentado Rubén a la mesa sin darse cuenta, y todavía no ha cogido el vaso de vino que ha aparecido de repente, como si hubiera brotado de la madera por arte de magia. El hombre que ahora ocupa la que antes había sido su casa arranca un pequeño sorbo a otro vaso de vino.

—Así que español —lo escucha decir.

Rubén asiente. Español, sí. Como si eso significase algo.

—Llegué aquí en el 37, pocos meses después de que empezase la guerra civil en España. Me instalé en París. Encontré un trabajo decente, enseñaba latín en un instituto y me enamoré de una mujer estupenda, pero luego los alemanes llegaron a París y se complicó todo.

Rubén no teme hablar mal de los alemanes. No es imposible, pero sí es bastante difícil encontrarse en París con alguien que a estas alturas simpatice con los nazis, o al menos que se atreva a reconocerlo. Le parece que el hombre que está sentado frente a él habría escupido de buena gana si se encontrase en la calle y no en su casa antes de hablar de la ocupación.

—Y ahora lleva unos cuantos años fuera y quiere encontrar a su mujer.

Rubén asiente.

—Así es. Vivíamos en París antes de la guerra, como le he dicho, y he venido hasta aquí sin muchas esperanzas de encontrarla, pero es el único sitio donde se me ocurre que pueda dar con ella. Pero ya veo que no vive aquí. ¿Lleva usted mucho tiempo en este piso?

—Apenas un año. Poco después de que liberasen París me mudé a este edificio. Para entonces el piso ya llevaba vacío algún tiempo, según me contaron. No había muebles, ni recuerdos, ni objetos personales de quien hubiera vivido antes aquí. De verdad que lamento no poder ayudarle más.

Rubén se encoge de hombros. Es cierto que no esperaba mucho más, pero tenía que venir e intentarlo. Se queda unos minutos más sentado a la mesa, sin embargo. Escucha al anciano hablar sobre la vida en París después de que se hayan ido los alemanes, los proyectos del general De Gaulle o la forma en que la gente joven se iba olvidando tan rápidamente de la guerra, a pesar de que apenas hace un año que los soldados de la Wehrmacht paseaban por París con la misma tranquilidad que si lo hicieran por Berlín.

Luego Rubén se levanta y le da la mano. Todavía queda más de la mitad de vino en el vaso, pero no es capaz de terminárselo. En realidad, ni siquiera le apetece tomar vino. No le preocupa, pero desde que el campo fue liberado se ha dado cuenta de que ha perdido el gusto por la comida y por la bebida, y la razón no puede ser otra que él, Rubén Castro, no es sino un muerto andante, un cadáver que se arrastra a duras penas en un mundo que ya dejó de pertenecerle hace mucho tiempo, el mundo de los vivos, un fantasma que no termina de marcharse porque quizá le queda una última misión que cumplir.

Le da las gracias al anciano y vuelve a estrechar su mano antes de marcharse. Antes de cruzar el umbral para salir, no puede evitar que sus ojos viajen un instante hacia el final del pasillo, allí donde se supone que debe de estar el dormitorio. Se alegra de que al final el hombre no le haya ofrecido su casa para quedarse a pasar la noche. Ya ha visto bastante.

Baja las escaleras despacio cuando la puerta se cierra tras él. Lo hace sin mirar atrás, pero con la certeza de que esta ha sido la última vez que visitará la que fue su casa. No sabe dónde está Anna, si aún sigue en París o si está viva siquiera, pero la puerta que se ha cerrado a su espalda es la prueba insoslayable, si es que no le había quedado claro ya, de que su vida, por mucho que lo intente, jamás volverá a ser como antes de que la Gestapo se lo llevara. Apenas le quedan opciones o lugares donde preguntar por Anna.

Vuelve a ajustarse el nudo de la corbata en el bajo y se coloca el sombrero antes de salir a la calle otra vez. Ya hace un buen rato que la noche le ha ganado la partida. Deja la maleta en el suelo para abrocharse un botón de la chaqueta. Está a punto de terminar el verano, pero ya hace fresco por la noche en París. Se acuerda de eso de repente. Desde que ha llegado a la ciudad, los recuerdos, los olores, las sensaciones que estaban enterradas o que él mismo se había esforzado en olvidar se agolpaban unos detrás de otros cuando menos se lo esperaba, en el momento más inoportuno. Ya no puede evitar contener las imágenes que ha conseguido mantener a raya a duras penas cuando ha estado en el piso: Anna recibiéndolo con un beso al volver de dar clases en el instituto, Anna mostrándole lo que había preparado de comer, Anna dormida en el sofá mientras él lee junto a la ventana, Anna sonriéndole desde el pasillo, camino de la habitación. Rubén ha perdido las ganas de vivir, pero es la vida la que se resiste a abandonarlo, lo golpea en el rostro como una ráfaga de aire fresco, una brisa que, sin embargo, resulta molesta para quien ha decidido hace mucho tiempo que no es sino un muerto en vida y que cuando la siente lo único que puede hacer es volver la cara, cerrar los ojos, y mirar para otro lado.

Enciende otro pitillo, le da una larga calada, paladea la nicotina y antes de poner los dos pies en la calle se detiene. Alguien lo llama. Lo llama por su nombre. ¿Rubén? Escucha que preguntan a su espalda. ¿Rubén Castro? Quienquiera que lo llame no parece estar seguro de que sea él. Han pasado cinco años desde la última vez que estuvo en el edificio, pero también pueden haber pasado veinte si uno se detiene lo suficiente a considerarlo. Han sucedido tantas cosas desde entonces que es como si fuera una vida entera. Por eso su nombre suena igual que una interrogación. ¿Rubén? ¿Rubén Castro? Para él también resulta extraño escucharlo. Rubén Castro. Un nombre y no un número cosido a un traje a rayas sobre un triángulo azul que lo identificaba como español republicano, y sus compañeros del campo rara vez se dirigían a él utilizando su nombre de pila y su apellido al mismo tiempo. Le decían Rubén, Rubén a secas, o solo su apellido, Castro. Y ahora es tan raro que alguien lo llame por su nombre completo que antes de volverse para ver quién se dirige a él piensa un momento que tal vez haya ingresado ya, por fin, en el mundo de las tinieblas, y que quien ahora quiere saludarlo no es sino uno de los muchos espectros que ha conocido cuando estaba vivo, pero que se marcharon de este mundo antes que él porque no tuvieron tanta suerte y ahora festejan su llegada, por fin, al lugar donde llevan esperándolo desde hace tanto tiempo.

BOOK: El violinista de Mauthausen
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