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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (6 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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De pronto siente más frío. Como si a pesar de todas esas veces que ha pensado que ya no pertenece al mundo de los vivos no pudiera evitar cierta aprensión cuando parece inevitable ya su entrada en el mundo desconocido y tenebroso de los muertos, un lugar del que ya no podrá regresar nunca. Nadie puede.

Y el mismo Rubén Castro que podría estar vivo pero que también podría ser ya parte del mundo de los muertos se gira despacio, el pitillo recién encendido todavía en la boca del cadáver andante, el ceño fruncido de a quien le cuesta trabajo ver en la oscuridad o no acaba de comprender todavía en cuál de los dos mundos está, porque para él también es igual que encontrarse con un fantasma. La voz le suena. Lo transporta al pasado como una de esas máquinas del tiempo de las novelas. Se trata de una mujer que vive en el bajo y que también era su vecina antes de que se lo llevaran. Quizá ella ya es también un ectoplasma que como él se arrastra por el mundo, desorientado. Su nombre. ¿Cuál era su nombre? El ceño aún más apretado cuando trata de recordarlo.

—¿Rubén? —vuelve a preguntar ella—. ¿Rubén Castro? —lo pregunta y abre la puerta del piso un poco más, como si la posibilidad de que fuese él y no otro fantasma la tranquilizase—. ¿Rubén? —pregunta de nuevo la mujer, y entonces él asiente, se saca despacio el cigarrillo de la comisura de la boca, sin dejar de fruncir el ceño porque no puede ver todavía su rostro del todo en la oscuridad del zaguán. No relaja el gesto hasta estar más cerca y poder mirar su cara y que de pronto le venga a la memoria su nombre, igual que un fucilazo.

—Marlene —dice por fin, y no está seguro de tender su mano para estrechársela. De repente se ha dado cuenta de que aún sigue en el mundo de los vivos, y recuerda que a los que todavía están ahí les disgusta o les resulta incómodo tener que tratar con alguien cuyo mayor deseo es abandonarlo, decir adiós para siempre y no volver a ser molestados jamás—. Marlene —repite—. Soy Rubén. Rubén Castro, sí. He estado fuera mucho tiempo.

La mujer asiente. ¿Cuánto hace que alguien no le da un abrazo? No lo recuerda, pero Marlene acaba de hacerlo. ¿Cuánto hace que no siente el calor del cuerpo de una mujer pegado al suyo? Eso sí que lo recuerda. Fue hace demasiado tiempo, en este mismo edificio donde está ahora, al despedirse de Anna. Cómo podría olvidarlo. Estás vivo, le dice Marlene, y le pasa la mano por la cara, como si fuera ciega y la única forma que tuviese de estar segura de que el espectro al que acaba de dar un abrazo es de verdad Rubén Castro sea cartografiándole el rostro, la piel pegada de los pómulos, las púas ásperas de la barba que lleva tres días sin rasurar.

—Ven anda, entra en mi casa. Te prepararé algo de comer. Seguro que tienes hambre. Estás tan flaco que casi no te reconozco. Dios mío, pero qué te han hecho. Me he asomado a la puerta porque no estaba segura de quién eras. He pensado incluso que podías ser un ladrón. A punto he estado de ponerme a dar gritos para que viniese la policía o te asustaras y echases a correr. Y, fíjate, al final resulta que eres tú. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuatro?

—Cinco —responde Rubén, al que su antigua vecina ha sentado en el sofá como si fuera un niño obediente. Ya no es dueño de sus actos desde que ella lo ha reconocido en el portal. Desde la cocina llega un olor estupendo. Parece sopa.

—¿Cuándo has llegado? ¿Desde cuándo estás en París? Rubén no recuerda haber compartido jamás ninguna clase de intimidad con esa vecina que de repente se muestra tan amable con él. Solo retiene vagamente la imagen de haberle dado las buenas tardes, los buenos días, cosas así, alguna conversación banal de descansillo de escalera, algún comentario intrascendente sobre alguna bombilla que hay que arreglar o la conveniencia de sacar la basura a una hora determinada mejor que a otra. Marlene es una mujer soltera o viuda, Rubén no está seguro, quince años por lo menos mayor que Anna. Siempre fue amable con ellos cuando vivían allí, pero nunca tuvieron más confianza que la que mandaban las normas de comportamiento de los buenos vecinos que han de llevarse bien. Pero el olor de la sopa es tan rico que no puede sino quedarse. Los muertos, o los que están en la antesala de la muerte, también pueden tener hambre, piensa cuando ella va hacia la cocina.

Está de espaldas Marlene, apenas puede verla, pero se da cuenta de que está removiendo la sopa en la olla. Escucha el sonido de los platos cuando los saca de un mueble de la cocina y traga saliva. Platos de loza blanca. Le encanta cómo suenan. En su vida, en lo que le quede de vida, se ha prometido que jamás volverá a utilizar para comer un cuenco de madera. Por muy buena que sea la comida que contenga. Un cuenco de madera, no. Arcadas le dan solo de pensarlo. Mira por la ventana, al otro lado de la calle. Alguien camina con prisas, seguro que para volver a casa. En la esquina lo ve torcer a la izquierda, en dirección hacia la plaza de la Bastilla. La calle se queda otra vez vacía, tan en silencio que por un momento cierra los ojos y pierde la noción de donde está. Pero no tarda en volver a escuchar a Marlene trasteando en la cocina. El olor de la sopa, de nuevo, tan sabrosa. Abre los ojos Rubén. Es como si se hubiera quedado dormido. Tal vez sea eso lo único que ha aprendido en cinco años de cautiverio, la capacidad de dormirse en cualquier lado, aunque solo sea un momento. Dormirse y descansar, aprovechar cualquier receso para recuperar las fuerzas que eran tan escasas y tan necesarias para poder seguir a este lado de la línea, aunque solo fuera un día más, esa frontera desvaída que marcaba la frontera entre los vivos y los muertos.

Marlene aún está en la cocina. Enseguida va a traer la comida. Rubén tiene el sombrero en la mano. Se quita las gafas diminutas y se frota los párpados con las yemas de los dedos. Le escuecen los ojos. ¿Cuánto tiempo hace que no duerme a pierna suelta durante toda una noche?

—Estoy buscando a Anna —dice, por fin, como quien lanza una pregunta al viento o habla solo sin esperar respuesta—. Hasta ahora nadie ha podido darme noticias sobre ella, ni en la academia donde trabajaba, ni arriba, en el piso donde vivíamos.

Ya no sabe qué hacer. No está seguro de dónde puede preguntar. Lo piensa Rubén y de repente se da cuenta de que, después de haberla buscado en su trabajo y en su antigua casa, de algún modo ya no está seguro de querer conocer la respuesta. Piensa incluso que, de alguna forma, las personas a las que ha preguntado por Anna se han esforzado en esconder la verdad, en no decirle algo que a lo mejor le va a doler mucho escuchar, como un niño al que se le oculta una tragedia porque aún no tiene la capacidad de asimilarla.

En eso Marlene no es diferente a los demás. En cuanto le pregunta por Anna escucha cómo la sopa deja de removerse en la olla, apenas un instante, pero es suficiente para que Rubén se dé cuenta. La cuchara quieta, la respiración de Marlene suspendida durante un segundo que a Rubén no puede pasarle desapercibido. Se coloca de nuevo las gafas, despacio, y la mesa que tiene delante, la silla en la que está sentado o el trozo de calle que se ve al otro lado de la ventana del piso recuperan de pronto las formas nítidas.

Cuando el plato de sopa está en la mesa se le inunda la boca, es como un torrente, un dique que acaba de romperse. Vuelve a mirar por la ventana y se traga la saliva antes de que Marlene pueda darse cuenta del hambre que tiene, antes de que se percate del tiempo que hace que no prueba una comida como aquella. Se le hace eterno el tiempo que su antigua vecina tarda en sentarse para que los dos puedan empezar a cenar. Solo es el momento que tarda en traer dos piezas de pan, dos vasos y una botella de vino. Rubén coge la cuchara, acaricia con una sonrisa el borde del plato, tan blanco, tan limpio, como los amantes que prefieren cerrar los ojos para concentrarse en las caricias y en la ternura sin que los ojos estorben. Aprieta los párpados con suavidad mientras se lleva la primera cucharada de caldo rico y caliente a los labios. Repite el gesto tres, cuatro veces, muy despacio, pero ya con los ojos abiertos. Coge un trozo de pan y lo mastica lentamente, y luego arranca un largo sorbo al tercer vaso de vino de la noche. Ya no puede esperar más tiempo para preguntar otra vez. Al cabo, esa es la razón por la que ha vuelto a París. Mil quinientos kilómetros con la carta de repatriado como salvoconducto. Casi tres días en tren para llegar, porque las comunicaciones, después de la guerra no siempre funcionan, y lo único que necesita es una respuesta.

—¿Dónde está Anna, Marlene? Nadie puede decirme nada sobre ella. ¿Has estado viviendo aquí todo el tiempo desde que la Gestapo vino a buscarme? ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué no quiere nadie contármelo? ¿Acaso sabe todo el mundo algo que yo ignoro? ¿Algo que nadie puede decirme? ¿Tan terrible es?

Rubén Castro le ha formulado todas las preguntas despacio, sin levantar la voz, una detrás de otra, sin ansiedad, la cuchara sopera descansando en el plato de tacto agradable y caliente. Es Marlene la que parece nerviosa, incómoda.

—Me acuerdo de cuando vinieron por ti. No quise abrir la puerta. Tenía miedo. Perdóname.

Rubén se encoge de hombros. Jamás hubiera esperado que nadie abriese la puerta o hiciese nada por él. Ni aun queriendo hubiera podido ayudarlo.

—¿Qué pasó con Anna? —pregunta de nuevo.

Intenta sonreír, o al menos no parecer demasiado ansioso o enfadado.

—Anna siguió aquí después de que te detuvieran. Me consta que te quiso ayudar, que habló con mucha gente, que fue hasta el cuartel general de la Gestapo todos los días durante mucho tiempo para preguntar por ti, pero que nunca la dejaron verte ni le dieron noticias sobre ti. Pero a ella no le gustaba hablar de eso, de lo que te había pasado. Se había vuelto muy desconfiada desde que te detuvieron. Es lo normal, supongo. No la culpo. Como pudo, siguió adelante con su vida, con su trabajo en la academia. Con el tiempo parecía que los alemanes se habían instalado en París definitivamente. Había banderas con cruces esvásticas por todos lados, hasta en el ayuntamiento —Marlene no puede evitar una mueca de asco al contárselo a Rubén—. Los oficiales de la Wehrmacht paseaban por la ciudad vestidos de uniforme y con sus guías bajo el brazo, como si fueran turistas. Visitaban el Louvre, Notre Dame, el barrio Latino, subían a Montmartre a comer pastelillos o a fotografiarse junto al Sacré Coeur o se acercaban a Versalles de excursión. La gente acabó acostumbrarse. Yo no, pero sí hubo quien terminó por habituarse. Supongo que es lo normal: la vida sigue, y nadie puede quedarse estancado, como si el tiempo se hubiera detenido.

Se para Marlene un instante, parece estar pensando con cuidado lo siguiente que va a decir. Ahora es ella la que mira la calle. Es como si de pronto hubiera perdido el apetito. De la sopa se levanta un hilillo de humo agradable, pero la mujer ha dejado la cuchara en el plato y a Rubén le da la sensación de que no la va a volver a coger. A él le pasa lo mismo. Debería comer, tiene mucha hambre, pero tampoco se siente capaz ahora mismo de seguir haciéndolo.

—¿Se acostumbró Anna? ¿Qué quieres decir con eso? Marlene deja de mirar por la ventana, lentamente, y se lo queda mirando. Es como si de pronto hubiera regresado al pasado, un viaje rápido a un tiempo que ha quedado atrás no hace tanto.

—Supongo que tienes derecho a saberlo todo.

—Para eso he venido desde Austria hasta París. Para encontrar a Anna, para saber qué ha pasado durante todos estos años. Cinco años —concluye, bajando la voz, como si hablase para sí—. Cinco.

—¿Qué quieres que te diga? —Marlene le sostiene la mirada.

—Es lo único que quiero. Saber la verdad. Saber por qué nadie quiere hablarme de Anna, por qué la gente a la que he preguntado por ella ha evitado decirme algo. ¿Acaso piensan que no lo podré soportar? ¿Tan duro es lo que ocultan? ¿Tan trágico? No te puedes imaginar cómo es el lugar de donde vengo. Nadie que no haya estado allí puede imaginarlo siquiera.

Ahora Marlene baja los ojos y asiente, como si comprendiera. Parece buscar en la sopa que se enfría la respuesta o el valor necesario para contarle a Rubén lo que sabe, o peor, lo que se imagina o es un secreto a voces entre quienes tuvieron algún trato con Anna cuando los alemanes ocupaban París.

—Es posible que Anna cambiase después de que te detuvieran —va a intentar decírselo con el mayor tacto posible, pero está segura de que al hombre al que ha invitado a cenar en su casa le va a resultar igual de doloroso—. La gente cambia, como te digo. Ha de adaptarse a los tiempos si quiere sobrevivir, y Anna tal vez hizo lo que tenía que hacer, porque no le quedó más remedio. Quién sabe. Yo no lo comparto. No puedo compartirlo. Y la mayoría de quienes la conocían o te habían conocido a ti o habían sido amigos tuyos tampoco. Es algo imposible de aceptar. Sobre todo después de que te hubieran detenido. No fue al principio, desde luego, si es que se puede decir esto en su descargo, si es que cabe alguna clase de disculpa en lo que hizo. Creo que no fue hasta finales del 42 por lo menos, o quizá ya estábamos en el 43.

Rubén ya ha dejado definitivamente la sopa. Ha vuelto a quitarse las gafas y a frotarse los ojos. Después de haber llegado hasta aquí y de haber pedido que le contaran lo que había pasado le gustaría taparse los oídos y echar a correr. Correr hasta que le fallasen las fuerzas y le reventasen los pulmones. Correr, sí. Marcharse tan lejos como sus débiles piernas fueran capaces de llevarlo. Pero Marlene se lo va a contar todo.

—A mí, cuando me lo contaron, no me lo creí. Te lo juro.

La había visto con algún hombre antes, Rubén. Lo siento. No me gusta ser yo quien te lo diga, pero es la verdad. Había pasado mucho tiempo desde que te detuvieron, más de un año, y es posible que creyese que estabas muerto, o a lo mejor le habían dicho que ya no volverías nunca. Fuera lo que fuese, ella jamás se lo contó a nadie. Pero fue a finales del 42, o en el 43, como te decía, cuando se la empezó a ver con un alemán. Decían que era un ingeniero, sin embargo otros aseguraban que era militar, pero cuando él venía por aquí lo hacía de paisano, sin ningún coche oficial, como si fuera un parisino más que se pone un traje y viene a recoger a su novia para ir a cenar.

Marlene se queda callada un instante después de decir novia pero luego se encoge de hombros. ¿Qué gesto puede hacer delante de un hombre al que le está contando que la mujer de la que está enamorado lo ha traicionado?

—Al principio fue discreta, pero luego, a medida que pasó el tiempo, dejó de importarle que la vieran con ese hombre por la calle, pasear cogida de su brazo por el bulevar Beaumarchais, cuentan que algunas veces él vestido de uniforme incluso, con la gorra de plato, las botas lustrosas y los pantalones bombachos, pero eso no te lo puedo asegurar. La gente es muy exagerada con los chismes. Un día recogió sus cosas del piso, sin que la viera nadie, desde luego, y ya no volvió nunca por aquí. Sus amigos habían dejado de hablarle. Yo también, Rubén. Lo siento, pero yo también le retiré el saludo. Es lo que cualquier persona decente hubiera hecho. Dejar de hablarle. Podía haber sido peor. Hubo quien aseguró que la mataría en cuanto tuviera una oportunidad. Se había convertido en una traidora. A ella, que vivía con un republicano español antes de que los alemanes ocupasen París, la sangre que había heredado de su madre le había jugado una mala pasada y la había convertido en una traidora. Fíjate. Anna. La misma Anna que tú habías conocido, con sus ideas, con sus convicciones de izquierda, sentada en una terraza del bulevar Beaumarchais con un científico alemán y sus amigos nazis.

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