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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (38 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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El periodista decía que Dodd era «una clavija académica cuadrada introducida en un agujero diplomático redondo», entorpecido por su relativa pobreza y su falta de aplomo diplomático. «Moralmente es una persona muy valiente, tan intelectual, tan divorciado de los seres humanos corrientes que habla en parábolas, como un caballero y un erudito a otro, de modo que los de las camisas pardas de sangre y acero no le entienden, y tampoco les importa, la verdad. De modo que Dodd se consume interiormente, y cuando intenta parecer duro, nadie le presta demasiada atención.»

Quedó claro inmediatamente a Dodd que uno o más funcionarios del Departamento de Estado e incluso de su propio despacho en Berlín habían revelado detalles minuciosos de su vida en Alemania. Dodd se quejó al subsecretario Phillips. El artículo, decía, «revela una actitud extraña, incluso antipatriótica, en lo referente a mi actuación y mis empresas.
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En mi carta de aceptación le dije al presidente que debía entenderse que iba a vivir de los ingresos procedentes de mi salario. ¿Por qué y para qué tanta discusión por ese hecho tan obvio y sencillo para mí?». Citaba a diplomáticos históricos que habían vivido modestamente. «¿Por qué tanta condena por seguir tales ejemplos?» Le decía a Phillips que sospechaba que había gente dentro de su propia embajada filtrando información, y citaba otras noticias que habían provocado comentarios distorsionados. «¿Cómo es que todas estas falsas historias no hacen referencia alguna a los auténticos servicios que he intentado prestar?»

Phillips esperó casi un mes para responder. «Con referencia a ese artículo del
Fortune
», decía,
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«no pienso dedicarle ni un solo pensamiento. No puedo imaginar de dónde viene la información a la que usted se refiere, igual que tampoco me imagino cómo se entera la prensa de los cotilleos (normalmente erróneos) sobre mí mismo y sobre otros colegas suyos». Y le decía a Dodd: «No deje que este tema en particular le preocupe lo más mínimo».

* * *

Dodd consiguió dedicar un poco de tiempo a investigar en la Biblioteca del Congreso para su
Viejo Sur
y también pasar dos semanas en su granja, donde escribió y se ocupó de los asuntos de la granja, y también pudo viajar a Chicago como había planeado, pero no fue el agradable reencuentro que había planeado. «Una vez allí», escribió a Martha, «todo el mundo quería verme: teléfono, cartas, visitas, comidas, cenas todo el tiempo».
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Respondió muchas preguntas sobre ella y su hermano, decía, «pero sólo una de tu problema en Nueva York», refiriéndose a su divorcio. Un amigo quería enseñarle «lo bien que han tratado este asunto los periódicos de Chicago», pero, añadía, «no me entretuve a leer los recortes». Pronunció conferencias y dirimió peleas de la facultad. En su diario anotó que también se reunió con dos líderes judíos con quienes había contactado previamente al cumplir la orden de Roosevelt de sofocar la protesta judía. Los dos hombres le dijeron «que ellos y sus amigos habían calmado a sus compañeros, y evitado cualquier manifestación violenta en Chicago, tal y como se planeaba».
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Se inmiscuyó una crisis personal. Mientras estaba en Chicago, Dodd recibió un telegrama que contenía un mensaje de su mujer. Después de sufrir el inevitable brote de ansiedad que suelen provocar los telegramas de los seres queridos, Dodd leyó que su viejo Chevy, icono de su embajada, había quedado totalmente destrozado por culpa del chófer. La guinda: «Por tanto esperamos que puedas traer un coche nuevo».
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De modo que a Dodd, mientras estaba de permiso supuestamente para recuperarse, le pedían en el lenguaje directo de los telegramas que comprase un coche nuevo y preparase su envío a Berlín.

Le escribió a Martha más tarde: «Me temo que Mueller conducía descuidadamente, como había observado muchas veces cuando yo me ausentaba».
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Dodd no lo entendía. El mismo había recorrido el camino entre su granja y Washington D.C. innumerables veces, y viajado por toda la ciudad también, sin tener nunca un accidente. «Aunque esto no demuestra nada, sí que indica algo. La gente que conduce un coche que no es suyo tiene mucho menos cuidado que los propietarios.» A la luz de lo que iba a ocurrir al cabo de unos pocos años, los alardes de Dodd sobre lo bien que conducía no pueden hacer otra cosa que provocar un escalofrío. Quería un Buick, pero consideraba que el precio, 1.350 dólares, era excesivo para gastarlo entonces, dado el tiempo limitado que la familia iba a pasar en Berlín. También le preocupaban los 100 dólares que tendría que pagar para enviar el coche a Alemania.

Al final tuvo su Buick. Dio instrucciones a su mujer de comprarlo en un concesionario de Berlín. El coche, decía, era un modelo básico que los expertos en protocolo de su embajada despreciaban por ser «ridículamente sencillo para un embajador».
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* * *

Dodd pudo hacer una visita más a su granja, que le animó mucho, pero también hizo mucho más dolorosa su partida final. «Era un día muy bonito», escribía en su diario el domingo 6 de mayo de 1934.
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«Los árboles con sus yemas y las flores del manzano resultaban muy atractivos, especialmente dado que tenía que irme.»

Tres días después, el barco de Dodd zarpó de Nueva York. Sentía que había obtenido una victoria al conseguir que los líderes judíos accedieran a disminuir la intensidad de sus protestas contra Alemania y esperaba que sus esfuerzos condujeran a una mayor moderación por parte del gobierno de Hitler. Esas esperanzas se vieron frustradas, sin embargo, cuando el sábado 12 de mayo, mientras estaba en medio del océano, oyó por la radio un discurso que acababa de pronunciar Goebbels en el cual el ministro de Propaganda llamaba a los judíos «la sífilis de todos los pueblos europeos».
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Dodd se sintió traicionado. A pesar de las promesas nazis de que habría órdenes de detención y se clausuraría la prisión de Columbia Haus, estaba claro que nada había cambiado. Ahora temía parecer un ingenuo. Escribió a Roosevelt hablándole de su consternación después de todo el trabajo que había hecho con los líderes judíos americanos. El discurso de Goebbels había revivido «todas las animosidades del invierno precedente»,
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afirmaba, «y me dio la sensación de haber sido embaucado, que fue lo que ocurrió en realidad».

Llegó a Berlín el jueves 17 de mayo a las 10:30 de la noche, y encontró una ciudad cambiada. Durante aquellos dos meses la sequía había vuelto todo el paisaje marrón, hasta un punto que jamás había visto antes, pero había algo más. «Me sentí encantado de volver a casa», dijo, «pero una vez más se revelaba una atmósfera tensa».
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SEXTA PARTE

BERLIN EN PENUMBRA

Dormitorio de Göring en Carinhall

Capítulo 39

UNA CENA PELIGROSA

La ciudad parecía vibrar con un trémolo de peligro al fondo, como si hubiesen tendido una inmensa línea eléctrica a través de todo su centro. Todo el mundo en el círculo de Dodd lo notaba. En parte, la tensión procedía de aquel clima tan poco habitual para mayo, y del temor concomitante a la pérdida de la cosecha, pero el principal motor de su ansiedad era la discordancia que se iba intensificando entre las Tropas de Asalto del capitán Röhm y el ejército regular. Una metáfora popular, que se usaba en aquel tiempo para describir la atmósfera de Berlín, era la de una tormenta que se aproximaba… la sensación de un aire cargado y suspendido.

Dodd tuvo pocas oportunidades de volver a instalarse en sus ritmos de trabajo. El día siguiente a su regreso de Estados Unidos se enfrentó a la perspectiva de dar un gigantesco banquete de despedida para Messersmith, que al final había conseguido un puesto seguro para él, un puesto más elevado, aunque no en Praga, que era su objetivo original. La competición por aquel puesto había sido importante, y aunque Messersmith presionó muchísimo y persuadió a aliados de todas las tendencias de que escribiesen cartas para apoyar su candidatura, al final el trabajo fue a parar a otra persona. Pero a cambio el subsecretario Phillips le ofreció a Messersmith otro puesto vacante: Uruguay. Si Messersmith se sintió decepcionado, no lo demostró. Se consideraba afortunado simplemente con dejar atrás el servicio consular. Pero luego su suerte fue mejorando. El puesto de embajador en Austria quedó vacante de improviso, y Messersmith era la elección más apropiada para aquel trabajo.
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Roosevelt estuvo de acuerdo. Y Messersmith entonces sí que se sintió realmente encantado. También lo estaba Dodd, simplemente por el hecho de su partida, aunque hubiese preferido que se fuese a la otra punta del mundo.

Hubo muchas fiestas para Messersmith (durante un tiempo, todas las comidas y cenas de Berlín parecía que eran en su honor) pero el banquete de la embajada de Estados Unidos del 18 de mayo fue el más grande y el más oficial. Mientras Dodd estaba en América,
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la señora Dodd, con la ayuda de los expertos en protocolo de la embajada, supervisó la creación de una lista de invitados de cuatro páginas a un espacio, en la que parecía estar incluido todo el mundo de importancia excepto Hitler. Para cualquiera que conociese la sociedad de Berlín, lo fascinante de verdad no era saber quién asistía, sino quién no asistía. Göring y Goebbels presentaron sus excusas, igual que el vicecanciller Papen y Rudolf Diels. El ministro de Defensa Blomberg sí que fue, pero no el jefe de las SA, Röhm.

También asistió Bella Fromm, al igual que Sigrid Schultz y diversos amigos de Martha, incluyendo a Putzi Hanfstaengl, Armand Berard y el príncipe Louis Ferdinand. Esa mezcla, ya en sí misma, añadía una cierta tensión a la sala, porque Berard todavía amaba a Martha, y el príncipe Louis se desvivía por ella, aunque la adoración de ella continuaba fija en Boris (ausente, cosa interesante, de la lista de invitados). También llegó el guapo y joven contacto de Martha y Hitler, Hans Thomsen o «Tommy», así como su frecuente compañera, la oscura y exuberantemente hermosa Elmina Rangabe, pero aquella noche había una complicación: Tommy había acudido con su mujer. Hubo acaloramiento, champán, pasión, celos y en el fondo esa sensación de que algo desagradable se estaba cociendo justo detrás del horizonte.

Bella Fromm charló brevemente con Hanfstaengl y registró el encuentro en su diario.

—Me pregunto por qué nos han hecho venir hoy —dijo Hanfstaengl—. Todo ese follón con los judíos. Messersmith lo es. Y también Roosevelt. El partido los detesta.
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—Doctor Hanfstaengl —le dijo Fromm—, ya hemos hablado antes de este tema. No tiene que fingir de esa manera conmigo.

—Está bien. Aunque sean arios, nadie lo diría por sus actos.

En aquel momento Fromm no se sentía especialmente preocupada por la buena voluntad nazi. Dos semanas antes su hija, Gonny, se había ido a Estados Unidos, con la ayuda de Messersmith, dejando a Fromm triste pero aliviada. Una semana antes, el periódico
Vossische Zeitung
(«tía Voss», donde trabajó durante años) había cerrado. Ella tenía la sensación cada vez más intensa de que la época en la que había medrado estaba llegando a su fin.

Le dijo a Hanfstaengl:

—Si vas a dejar de distinguir lo que está bien y lo que está mal, y lo vas a convertir todo en ario o no ario, la gente que resulta que tiene una idea bastante anticuada de lo que está bien y lo que está mal, lo que es decente y lo que es obsceno, se quedará sin mucho donde agarrarse.

Y devolvió la conversación al tema de Messersmith, de quien decía que sus colegas le reverenciaban tanto «que prácticamente consideran que tiene rango senatorial», una observación que habría irritado sobremanera a Dodd.

Hanfstaengl suavizó el tono.

—Está bien, está bien —dijo—. Yo tengo muchos amigos en Estados Unidos, y todos ellos se alinean también con los judíos. Pero como se insiste en ello en el programa del partido… —y se detuvo, dejando la frase en suspenso.

Buscó en su bolsillo y sacó una bolsita de caramelos de frutas.
Lutschbonbons
. A Bella le encantaban de pequeña.

—Toma uno —dijo Hanfstaengl—. Los hacen especialmente para el Führer.

Y ella cogió uno. Justo cuando se lo metía en la boca vio que llevaba grabada una esvástica. Hasta los caramelitos de frutas estaban «coordinados».

La conversación giró hacia la guerra política que estaba causando tanta inquietud. Hanfstaengl le dijo que Röhm ansiaba el control no sólo del ejército alemán, sino también de las fuerzas aéreas de Göring.

—¡Hermann está furioso! —aseguraba Hanfstaengl—. Le puedes hacer lo que quieras excepto tocarle la Luftwaffe. Podría matar a Röhm a sangre fría. —Preguntó—: ¿Lo sabe Himmler?

Fromm asintió.

Hanfstaengl dijo:

—Era un granjero que criaba pollos, cuando no estaba de servicio espiando para el Reichswehr. Echó a Diels de la Gestapo. Himmler no podía soportar a nadie, pero a Röhm menos que a nadie. Ahora todos están confabulados contra Röhm: Rosenberg, Goebbels y el de los pollos.

El Rosenberg al que mencionó era Alfred Rosenberg, ardiente antisemita y jefe de la oficina de Exteriores del Partido Nazi.

Después de recoger la conversación en su diario, Fromm añadía: «No hay nadie entre los dirigentes del Partido Nacionalsocialista que no cortase la garganta alegremente a cualquier otro dirigente para conseguir su propio ascenso».

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