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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (9 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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Pero Schultz siguió contándole casos de palizas y encarcelamientos caprichosos en los campos «salvajes», unas prisiones improvisadas que habían brotado por todo el país bajo el control de las fuerzas paramilitares nazis, y en prisiones más formales, conocidas por aquel entonces ya como campos de concentración. La palabra alemana era
Konzentrationslager
, o KZ. La inauguración de semejante campo había ocurrido el 22 de marzo de 1933,
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y su existencia fue revelada en una conferencia de prensa mantenida por un antiguo propietario de granjas de pollos convertido en comandante de la policía de Múnich, Heinrich Himmler, de treinta y dos años. El campo ocupaba una antigua fábrica de municiones a breve distancia en tren desde Munich, justo a las afuera de la encantadora villa de Dachau, y ahora albergaba a cientos de prisioneros, quizá miles, nadie lo sabía, la mayoría arrestados no por ninguna acusación específica, sino más bien por «custodia preventiva». No había judíos, todavía no, pero sí comunistas y miembros del liberal Partido Social Demócrata, todos ellos mantenidos en condiciones de estricta disciplina.

Martha se sintió bastante molesta por los intentos de Schultz de empañar su visión color de rosa, pero le gustaba Schultz, y veía que podía ser una amiga valiosa, dada su amplia gama de contactos entre periodistas y diplomáticos. Se separaron amistosamente, pero Martha seguía obcecada con su idea de que la revolución que se desarrollaba a su alrededor era un episodio heroico que produciría una Alemania nueva y saludable.

«No me creí todas esas historias», explicaba Martha más tarde. «Pensaba que ella exageraba y que estaba un poquito histérica.»
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Cuando Martha salía de su hotel no presenciaba violencia alguna, no veía a nadie acobardado por el miedo, no sentía ninguna opresión. La ciudad era encantadora. Lo que Goebbels condenaba, ella lo adoraba. A un corto paseo del hotel, hacia la derecha, lejos del frío verdor del Tiergarten, se llegaba a la Potsdamer Platz, una de las intersecciones más bulliciosas del mundo, con su famoso semáforo de cinco carriles que se creía que fue el primer semáforo instalado en toda Europa. Berlín tenía sólo 120.000 coches, pero en cualquier momento todos ellos parecían concentrarse allí, como abejas en una colmena. Se podía observar el torbellino de coches y personas desde una mesa exterior en el Café Josty. Allí también se encontraba Haus Vaterland, un club nocturno de cinco pisos capaz de servir seis mil cenas en doce restaurantes de distinta ambientación, incluyendo un bar del Salvaje Oeste con camareros que llevaban enormes sombreros vaqueros, y la Terraza de Vinos Renania, donde cada hora los comensales experimentaban una breve tormenta bajo techo con rayos, truenos y, para el disgusto de las mujeres que iban vestidas de seda natural, un chaparrón de lluvia. «¡Qué lugar más despreocupado, trasnochador, romántico y maravilloso!», escribió uno de sus visitantes. «Es el lugar más alegre de todo Berlín.»
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Para una mujer de veinticuatro años sin el fastidio de tener que trabajar y sin preocupaciones financieras, y que pronto se liberaría de un matrimonio muerto, Berlín era de un atractivo irresistible. Al cabo de unos días asistía a una cita por la tarde «a la hora del té» con un famoso corresponsal americano,
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H. R. Knickerbocker, «Knick» para los amigos, que escribía artículos para el
New York Evening Post
. La llevó al hotel Eden, el famoso Eden, donde la activista comunista Rosa Luxemburg recibió una paliza casi mortal en 1919, antes de ser llevada al adyacente Tiergarten, donde sería asesinada.

Entonces, en el salón de té del Eden, Martha y Knick bailaban. El era delgado y bajito, pelirrojo y con los ojos castaños, y la iba dirigiendo por la pista con habilidad y gracia. Inevitablemente la conversación se centró en Alemania. Como Sigrid Schultz, Knickerbocker intentó enseñar a Martha un poco de la política del país y el carácter de su nuevo líder. Martha no estaba interesada, y la conversación derivó a otros temas. Lo que a ella le fascinaban eran los hombres y mujeres alemanes que la rodeaban. Le encantaba «su forma de bailar tan rara y tiesa, escuchar su lengua gutural e incomprensible, y contemplar sus gestos sencillos, su conducta natural y su entusiasmo infantil por la vida».
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Le gustaban los alemanes que había conocido hasta el momento… desde luego, mucho más que los franceses que conoció durante sus estudios en París. A diferencia de los franceses, escribía, los alemanes «no eran ladrones, no eran egoístas, no eran impacientes, ni fríos, ni duros».
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* * *

La optimista visión de las cosas por parte de Martha era ampliamente compartida por los extranjeros que visitaban Alemania, y sobre todo Berlín. El hecho era que la mayoría de los días, en la mayoría de los barrios de la ciudad, la ciudad funcionaba como siempre y tenía el mismo aspecto de siempre. El vendedor de cigarros frente al hotel Adlon, en Unter den Linden 1, seguía vendiendo cigarros como siempre (y Hitler seguía evitando aquel hotel, prefiriendo en cambio el cercano Kaiserhof). Cada mañana los alemanes atestaban el Tiergarten, muchos a caballo, y otros miles de personas iban y venían al centro de la ciudad en trenes y tranvías desde vecindarios como Wedding y Onkel Toms Hütte. Hombres y mujeres bien vestidos se sentaban en el Romanisches Café, bebían café y vino y fumaban cigarrillos y puros, y ejercían el agudo ingenio que daba tanta fama a los berlineses, el
Berliner Schnauze
o «morro berlinés».
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En el cabaret Katakombe, Werner Finck seguía metiéndose y haciendo bromas con el nuevo régimen, a pesar del riesgo de arresto. Durante una actuación, un miembro del público le llamó «judío piojoso», a lo cual él respondió: «Yo no soy judío. Sólo parezco inteligente». El público se rió entusiasmado.
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Los días bonitos seguían siendo bonitos. «Brilla el sol», escribía Christopher Isherwood en sus
Historias de Berlín
, «y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla el sol y docenas de amigos míos… están presos, si es que no están muertos».
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La normalidad que prevalecía resultaba seductora. «Capto el reflejo de mi cara en la luna de un escaparate y me horroriza ver que estoy sonriendo», escribía Isherwood. «Imposible dejar de sonreír, con un tiempo tan hermoso.» Los tranvías circulaban como de costumbre, y también los viandantes que pasaban por la calle; todo a su alrededor tenía «un aire curiosamente familiar, un vivo parecido con algo recordado, habitual y placentero, como en una buena fotografía».

Por debajo de la superficie, sin embargo, Alemania había sufrido una revolución rápida y general que llegaba muy hondo, hasta el tejido de la vida diaria. Había ocurrido en silencio y en gran medida fuera del alcance de la vista. En su núcleo se encontraba una campaña del gobierno llamada
Gleichschaltung
, que significaba «coordinación»,
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para poner a los ciudadanos, ministerios gubernamentales, universidades e instituciones culturales y sociales en línea con las creencias y actitudes de los nacionalsocialistas.

La «coordinación» tuvo lugar con sorprendente rapidez, incluso en sectores de la vida que no eran objeto de unas leyes específicas, mientras los alemanes se ponían a sí mismos de buen grado bajo el influjo del gobierno nazi, un fenómeno que se llegó a conocer como
Selbstgleichschaltung
o «autocoordinación».
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El cambio llegó a Alemania con tanta velocidad y en un frente tan amplio que los ciudadanos alemanes que dejaban el país por negocios o por viaje regresaban y lo encontraban todo cambiado a su alrededor, como si fueran personajes en una película de horror que volvían y averiguaban que las personas que antes fueron sus amigos, clientes o pacientes se habían vuelto distintos, de una forma difícil de discernir. Gerda Laufer, socialista, escribió que se sentía «profundamente alterada al ver a gente a quien contemplaba como amigos, a quienes conocía desde hacía mucho tiempo, transformados de la noche a la mañana».
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Los vecinos se volvían hoscos. Pequeños celos iban convirtiéndose en denuncias a las SA (las Tropas de Asalto) o a la recién fundada Geheime Staatspolizei, que llegó a ser conocida por su acrónimo Gestapo (GEheime, STAatsPOlizei), acuñado por un administrativo de correos que buscaba una forma menos engorrosa de identificar a la agencia.
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La reputación de omnisciencia y malevolencia de la Gestapo surgió como confluencia de dos fenómenos: primero, un clima político en el que por el simple hecho de criticar al gobierno te podían arrestar, y segundo, la existencia de un populacho ansioso no sólo de que los pusieran en fila y los coordinaran, sino también de usar las suspicacias nazis para satisfacer necesidades individuales y acallar sus celos. Según un estudio de los registros nazis,
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de una muestra de 213 denuncias, un 37 por ciento surgía no de creencias políticas sinceras, sino de conflictos privados, cuyo desencadenante a menudo era una trivialidad. En octubre de 1933,
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por ejemplo, el dependiente de un almacén de comestibles denunció a un cliente maniático que insistía tozudamente en que le devolvieran sus tres peniques de cambio. El dependiente le acusó de no pagar los impuestos. Los alemanes se denunciaban unos a otros con tal entusiasmo que los funcionarios nazis de más alto rango instaban al pueblo a que discriminase más para ver qué circunstancias podían justificar un informe a la policía. Hitler mismo confesó, en una nota a su ministro de Justicia: «estamos viviendo ahora mismo en un mar de denuncias y mezquindades humanas».
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Un elemento fundamental de la coordinación fue la inserción en la ley civil de Alemania de la «cláusula aria», que prohibía a los judíos que ejercieran cargos gubernamentales. Regulaciones adicionales y animosidades locales restringían severamente a los judíos el ejercicio de la medicina y de la abogacía. Por muy onerosas y dramáticas que fueran esas restricciones para los judíos, a los turistas y observadores casuales les producían muy poca impresión, en parte debido al hecho de que en Alemania vivían pocos judíos. En enero de 1933 sólo un uno por ciento de los sesenta y cinco millones de personas que vivían en Alemania eran judíos,
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y la mayoría vivían en las ciudades importantes, arrojando una presencia insignificante en todo el resto del país. Casi un tercio (algo más de 160.000) vivían en Berlín, pero constituían menos de un 4 por ciento de la población total de la ciudad, que era de 4,2 millones, y muchos vivían en barrios muy poblados, no incluidos en los itinerarios de los visitantes.

Sin embargo, muchos de los residentes judíos no eran capaces de captar el verdadero sentido de lo que estaba ocurriendo. Cincuenta mil sí que lo vieron y abandonaron Alemania al cabo de unas semanas de la ascensión de Hitler a la cancillería,
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pero la mayoría se quedó. «Casi nadie pensaba que las amenazas contra los judíos fueran en serio»,
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decía Carl Zuckmayer, escritor judío. «Muchos judíos consideraban que las brutales peroratas antisemitas de los nazis no eran más que propaganda, una postura que los nazis dejarían en cuanto consiguieran el poder gubernamental y se les encomendaran responsabilidades públicas.» Aunque una canción popular entre las Tropas de Asalto llevaba el título de «Cuando brote la sangre judía de mi cuchillo», cuando llegaron los Dodd la violencia contra los judíos había empezado a disminuir. Los incidentes eran esporádicos, aislados. «Era fácil tranquilizarse», afirmaba el historiador John Dippel en un estudio que analizaba cuántos judíos decidieron quedarse en Alemania.
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«En la superficie, gran parte de la vida diaria seguía como antes de que llegase Hitler al poder. Los ataques nazis a los judíos eran como las tormentas de verano, que llegan rápidamente y se van dejando una calma sobrenatural.»

El índice más visible de la campaña de coordinación fue la súbita aparición del saludo hitleriano o
Hitlergruss
. Era suficientemente nuevo para el mundo exterior como para que el cónsul general Messersmith le dedicara un despacho entero al tema, fechado el 8 de agosto de 1933. El saludo, escribía, no tenía ningún precedente moderno,
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salvo el saludo que se exigía más restringidamente a los soldados en presencia de los oficiales superiores. Lo que hacía única esa práctica era que todo el mundo debía saludar, incluso en las ocasiones más triviales. Los tenderos saludaban a los clientes. Los niños debían saludar a sus profesores varias veces al día. Al acabar las representaciones teatrales, una costumbre nueva exigía que el público se pusiera de pie y saludase mientras cantaban primero el himno nacional alemán,
Deutschland über Alles
, y luego el de las Tropas de Asalto, el
Horst Wessel Lied
, o
Canción de Horst Wessel
, que recibía ese nombre por su compositor, un matón de las SA a quien mataron los comunistas, pero a quien la propaganda nazi posteriormente transformó en un héroe. El público alemán había adoptado con tanta avidez el saludo que el hecho de saludar incesantemente se volvía casi cómico, sobre todo en los pasillos de los edificios públicos, donde todos, desde el mensajero de menor categoría hasta el funcionario de mayor rango se saludaban y se gritaban
Heil
! unos a otros, convirtiendo un trayecto al lavabo de caballeros en un asunto realmente agotador.

Messersmith se negaba a saludar, y se limitaba a ponerse firme, pero comprendía que para los alemanes normales eso no bastaba. A veces incluso sentía una auténtica presión para cumplir con la norma. Al acabar una comida a la que había asistido en la ciudad portuaria de Kiel, todos los invitados se pusieron de pie y con el brazo derecho extendido cantaron el himno nacional y la canción de Horst Wessel. Messersmith se quedó de pie, respetuoso, como habría hecho en Estados Unidos con
Barras y Estrellas
. Muchos de los demás invitados, incluidos unos cuantos de las Tropas de Asalto, le fulminaron con la mirada y susurraron entre ellos como intentando adivinar su identidad. «Me sentí muy afortunado de que el incidente tuviese lugar en un salón interior y entre gente inteligente en conjunto»,
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escribía, «porque si hubiese sido en un acto en la calle o en una manifestación al aire libre, no se hubiesen preguntado quién era yo, y casi resulta incuestionable que me habrían maltratado». Messersmith recomendaba que todos los visitantes norteamericanos intentasen anticiparse al momento en que se requerían las canciones y los saludos y se fueran antes.

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