En el principio fue la línea de comandos (4 page)

BOOK: En el principio fue la línea de comandos
7.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mi propia historia de amor con el Macintosh comenzó en la primavera de 1984 en una tienda de ordenadores en Cedar Rapids, Iowa, cuando un amigo mío —por coincidencia, el hijo del dueño del descapotable— me mostró un Macintosh ejecutando MacPaint, el revolucionario programa de diseño. Terminó en julio de 1995, cuando traté de guardar un archivo grande e importante en mi Macintosh PowerBook y, en vez de eso, destruyó los datos de modo tan concienzudo que dos programas distintos de recuperación de datos fueron incapaces de hallar rastro alguno de que hubiera existido jamás. En aquellos diez años sentí una pasión por el MacOS que por entonces parecía virtuosa y razonable, pero que mirando atrás me parece el mismo tipo de enamoramiento engañoso que el padre de mi amigo tenía con su coche.

La introducción del Mac inició una especie de guerra santa en el mundo de la informática. ¿Eran las interfaces gráficas una brillante innovación tecnológica que convertía a los ordenadores en más accesibles para los humanos y por tanto para las masas, llevándonos a una revolución sin precedentes en la sociedad humana, o una insultante chorrada audiovisual diseñada por hackers zumbados de San Francisco, que despojaba a los ordenadores de su potencia y flexibilidad y convertía el serio y noble arte de la computación en un pueril videojuego?

De hecho, este debate me parece más interesante hoy en día que a mediados de los ochenta. Pero la gente más o menos dejó de debatir cuando Microsoft respaldó la idea de las interfaces gráficas al sacar el primer Windows. En aquel momento, los partidarios de la línea de comandos se vieron relegados al estatus de viejos carcamales, mientras se disparaba un nuevo conflicto entre usuarios de MacOS y de Windows.
14

Había mucho sobre lo que discutir. Los primeros Macintosh parecían distintos de otros PC incluso estando apagados: consistían en una caja que contenía tanto la CPU (la parte del ordenador que hace aritmética con los bits) como la pantalla del monitor. Esto suponía, en aquel momento, una especie de afirmación filosófica: Apple quería convertir el ordenador personal en un electrodoméstico, como la tostadora. Pero también reflejaba las exigencias puramente técnicas de ejecutar una interfaz gráfica de usuario. En una máquina con interfaz gráfica, los chips que dibujan las cosas en la pantalla tienen que ir integrados con la unidad de procesamiento central, o CPU, del ordenador, en un grado mucho mayor que en las interfaces de línea de comandos, que hasta hace poco ni siquiera sabían que no estaban hablando sólo con teletipos.

Esta distinción era de naturaleza técnica y abstracta, pero se hacía más clara cuando la máquina fallaba (como sucede frecuentemente con tecnologías cuyo funcionamiento se comprende mejor viéndolas fallar). Cuando todo se iba a la porra y la CPU empezaba a escupir bits aleatoriamente, el resultado, en una máquina de interfaz de línea de comandos, era líneas y líneas de caracteres perfectamente formados pero aleatorios en la pantalla —lo que los conocedores llamaban
ponerse cirílico
. Pero para el MacOS la pantalla no era un teletipo sino un lugar en el que poner gráficos; la imagen en pantalla era un mapa de bits, una representación literal de los contenidos de una parte dada de la memoria del ordenador. Cuando el ordenador fallaba y escribía tonterías en el mapa de bits, el resultado era algo que recordaba vagamente a la nieve en una televisión estropeada: un
snow crash
.
15

E incluso, tras la introducción de Windows, las diferencias subyacentes persistieron: cuando una máquina Windows tenía problemas, la vieja interfaz de línea de comandos caía sobre la interfaz gráfica como un telón de amianto, sellando el escenario de una ópera incendiada. Cuando un Macintosh tenía problemas, te presentaba el dibujito de una bomba, que resultaba gracioso la primera vez que lo veías.

Y estas no eran en absoluto diferencias superficiales. El retorno de Windows a una interfaz de línea de comandos cuando tenía problemas les demostraba a los partidarios del Mac que Windows no era más que una fachada barata, como una chillona manta afgana tendida sobre un sofá putrefacto. Les perturbaba y molestaba la sensación de que bajo la ostensiblemente amistosa interfaz de usuario de Windows había —literalmente— un subtexto.

Por su parte, los fans de Windows podrían haber observado agriamente que todos los ordenadores, incluso los Macintosh, estaban construidos sobre ese mismo subtexto, y que la negativa de los dueños de Macs a admitir ese hecho parecía apuntar a una voluntad, incluso un deseo, de dejarse engañar.

En cualquier caso, un Macintosh tenía que mover bits individuales en los chips de memoria en la tarjeta de vídeo, y tenía que hacerlo muy rápido, y en patrones arbitrariamente complicados. Hoy en día esto resulta barato y fácil, pero en el régimen tecnológico vigente a principios de los ochenta, el único modo realista de hacerlo era integrar la placa base (que contenía la CPU) y el sistema de vídeo (que contenía la memoria proyectada sobre la pantalla) como un todo —de ahí el único contenedor, herméticamente sellado, que hacía al Macintosh tan distintivo.

Cuando apareció Windows llamaba la atención por su fealdad, y sus actuales sucesores, Windows 95 y Windows NT, no son cosas que la gente pagaría por ver. La absoluta falta de atención de Microsoft por la estética nos proporcionaba muchas oportunidades a todos los amantes de Mac para mirarles por encima del hombro. El que Windows se pareciera un montón a un calco directo de MacOS nos daba además una fuerte sensación de ultraje moral.
16
Entre las personas que realmente conocían y apreciaban los ordenadores (los
hackers
, en el sentido no peyorativo que Steven Levy le da a la palabra
17
y unos pocos otros ámbitos como los músicos profesionales, los artistas gráficos y los maestros), el Macintosh, durante un tiempo, era simplemente
el ordenador
. No sólo se consideraba una obra soberbia de ingeniería, sino la encarnación de ciertos ideales acerca del uso de la tecnología para beneficiar a la humanidad, mientras que Windows se consideraba una imitación patéticamente torpe y una siniestra combinación para dominar el mundo, todo en uno. Ya entonces se había establecido un patrón que persiste hasta nuestros días: a la gente no le gusta Microsoft, lo cual es comprensible; pero no les gusta por razones poco reflexionadas y, en último término, contradictorias.

Lucha de clases en el escritorio

Ahora que ya hemos dejado claro el trasfondo, merece la pena revisar algunos hechos básicos: como cualquier compañía de accionariado público y con fines de lucro, Microsoft ha tomado prestado un montón de dinero de algunas personas (sus accionistas) para estar en el negocio del bit. Como ejecutivo de esa compañía, Bill Gates sólo tiene una responsabilidad, que es maximizar el rendimiento de las inversiones. Lo ha hecho increíblemente bien. Cualquier acción emprendida en el mundo por Microsoft —cualquier software que publiquen, por ejemplo— es básicamente un epifenómeno que no puede comprenderse ni entenderse salvo en la medida en que reflejan el desempeño por parte de Bill Gates de su única responsabilidad.

De ello se sigue que si Microsoft vende mercancías que son estéticamente desagradables, o que no funcionan demasiado bien, no significa que sean (respectivamente) filisteos o medio tontos. Se debe a que la excelente dirección de Microsoft ha llegado a la conclusión de que pueden ganar más dinero para sus accionistas publicando productos con imperfecciones obvias y conocidas del que ganarían haciéndolos hermosos o libres de errores. Esto es irritante, pero (al final) no tan irritante como contemplar cómo Apple se autodestruye inexplicable e implacablemente.

No resulta difícil encontrar en la Red una hostilidad hacia Microsoft que mezcla dos elementos: resentidos que sienten que Microsoft es demasiado poderosa y desdeñosos que creen que es chapucera. Esto recuerda mucho al periodo culminante del comunismo y del socialismo, cuando se odiaba a la burguesía desde ambos lados: los proletarios, porque la burguesía tenía todo el dinero, y los intelectuales, por su tendencia a gastárselo en adornos de jardín. Microsoft es la encarnación misma de la moderna prosperidad de alta tecnología —en una palabra, es burguesa— y atrae los mismos odios de todos.

La pantalla inicial de Microsoft Word 6.0 lo resumía todo bastante bien: cuando arrancabas el programa, te mostraba la imagen de un bolígrafo caro encima de un par de folios de papel de escritura hecho a mano. Obviamente, era un intento por hacer que el software pareciera pijo, y puede que valiera para algunos, pero no para mí, porque era un bolígrafo, y yo soy hombre de pluma estilográfica. Si lo hubiera hecho Apple, habrían usado una pluma Mont Blanc, o quizás un pincel caligráfico chino. Dudo que esto fuera accidental. Hace poco estuve reinstalando Windows NT en uno de los ordenadores de mi casa, y tuve que hacer doble click en el icono del Panel de Control muchas veces. Por razones que resulta difícil comprender, este icono consiste en el dibujito de un martillo y un escoplo o un destornillador encima de una carpeta de archivos.

Estas meteduras de pata estéticas le dan a uno unas ganas casi incontrolables de reírse de Microsoft, pero, de nuevo, esa no es la cuestión: si Microsoft hubiese hecho pruebas con grupos-diana sobre posibles gráficos alternativos, probablemente habrían hallado que el oficinista medio asociaba las estilográficas con los amanerados ejecutivos de rango más alto, y estaba más cómodo con los bolígrafos. De igual forma, los tipos normales, los papás con entradas del mundo que posiblemente cargan con la responsabilidad de montar y configurar el ordenador en casa, probablemente prefieren el dibujito de un martillo (quizás al tiempo que albergan fantasías de usar un martillo de verdad con sus ordenadores).

Es el único modo en que consigo explicar cierto hechos curiosos acerca del actual mercado de sistemas operativos, tales como el que el noventa por ciento de todos los clientes sigan comprando monovolúmenes de la tienda de Microsoft mientras que uno se puede llevar los tanques gratuitos sin más, al otro lado de la calle.

A Bill Gates no le resultó difícil distribuir una sarta de unos y ceros, una vez se le ocurrió la idea. Lo duro era venderla: asegurarles a los clientes que de hecho estaban obteniendo algo a cambio de su dinero.

Cualquiera que haya comprado software en una tienda alguna vez habrá tenido curiosamente la desalentadora experiencia de llevarse la caja envuelta en plástico a casa, abrirla, encontrarse con que el 95 % es aire, tirar todas las tarjetitas, propaganda y basura y meter el disco en el ordenador. El resultado final (después de haber perdido el disco) no es nada más que algunas imágenes en la pantalla del ordenador y algunas posibilidades de las que antes se carecía. A veces, ni siquiera eso —en vez de ello, uno se encuentra con una serie de mensajes de error—. Pero el dinero se ha ido definitivamente. Ahora casi estamos acostumbrados a esto pero hace veinte años era una proposición muy sospechosa. De todas formas, Bill Gates consiguió que funcionara. No hizo que funcionara vendiendo el mejor software ni ofreciendo el precio más barato. Pero de algún modo consiguió que la gente creyera que estaban recibiendo algo a cambio de su dinero.

Las calles de todas las ciudades del mundo están llenas de esos pesados, ruidosos monovolúmenes. Cualquiera que no tenga uno se siente un poco raro, y se pregunta, pese a sí mismo, si no será hora de dejar de resistirse y comprar uno; cualquiera que tenga uno se siente seguro de que ha adquirido una posesión significativa, incluso los días en que el vehículo está en el taller de reparación.

Todo esto es perfectamente congruente con la pertenencia a la burguesía, que es un estado tanto mental como material. Y explica por qué Microsoft se ve constantemente atacado en la Red desde ambos lados. Los que se siente pobres y oprimidos interpretan todo lo que hace Microsoft como parte de algún siniestro complot orwelliano. A los que les gusta considerarse usuarios inteligentes e informados, les desquicia lo chapucero que es Windows.

No hay nada que moleste más a las personas sofisticadas que ver cómo alguien que es lo bastante rico como para evitarlo es hortera —a menos que se den cuenta, un momento después, de que probablemente sabe que es hortera y sencillamente no le importa y va a seguir siendo hortera, y rico, y feliz, para siempre; Microsoft tiene la misma relación con la elite de Silicon Valley que la que mantenían los paletos de Beverly con su banquero, el señor Drysdale— a quien no le irrita tanto el hecho de que los Clampetts se mudaran a su barrio como el saber que, cuando Jethro tenga setenta años, seguirá hablando como un palurdo y llevando petos, y seguirá siendo mucho más rico que el señor Drysdale.

Incluso el hardware que empleaba Windows, comparado con las máquinas que sacaba Apple, parecía cosa de palurdos, y en su mayor parte sigue pareciéndolo. La razón es que Apple era y es una compañía de hardware, mientras que Microsoft era y es una compañía de software. Apple tenía así el monopolio del hardware que ejecutaba MacOS, mientras que el hardware compatible con Windows venía del mercado libre. El mercado libre parece haber decidido que la gente no va a pagar por ordenadores elegantes; los fabricantes de hardware para PC que contratan a diseñadores para hacer que sus productos tengan un aire distintivo acaban vapuleados por fabricantes taiwaneses de clones metidos en cajas que parecen los ladrillos que uno se encontraría delante de una caravana. Pero Apple podía hacer su software todo lo bonito que quisiera y simplemente pasarle la factura a sus encantados consumidores, como yo. La semana pasada (escribo esta frase a principios de enero de 1999), las secciones de tecnología de todos los periódicos estaban llenas de reportajes aduladores sobre el lanzamiento por parte de Apple del iMac en varios colores nuevos, como arándano y mandarina.

Apple siempre ha insistido en tener el monopolio de su hardware, salvo durante un breve periodo a mediados de los noventa, cuando permitieron que los fabricantes de clones compitieran con ella, antes de acabar con su negocio. El hardware de Macintosh, en consecuencia, era caro. No lo abrías ni enredabas en él porque hacerlo anulaba la garantía. De hecho, el primer Mac estaba específicamente diseñado para resultar difícil de abrir: necesitabas un juego de herramientas exóticas, que podías comprar mediante pequeños anuncios que empezaron a aparecer en las páginas finales de las revistas unos pocos meses después de que saliera al mercado el Mac. Estos anuncios siempre tenían un cierto aire sórdido, como si anunciaran ganzúas en la contraportada de sensacionalistas revistas de detectives.

BOOK: En el principio fue la línea de comandos
7.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shadow Tag by Khoury, Raymond, Berry, Steve
Eagle's Destiny by C. J. Corbin
Nothing but Gossip by Marne Davis Kellogg
Salt River by James Sallis
Midwinter Magic by Katie Spark
The Turning by Francine Prose
Completing the Pass by Jeanette Murray
Uncommon Enemy by Alan Judd