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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

Encuentros (El lado B del amor) (5 page)

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Siempre habrá algo que no podamos saber
(¿es la pareja un llamado de la
especie
?)

Siendo que estar en pareja es una experiencia que le ocurre a la mayoría de las personas en algún momento de sus vidas, incluso de un modo recurrente, alguien podría preguntar entonces, si no habrá un llamado de la especie que nos impulsa a relacionarnos de ese modo con otro.

En una de las escenas de la película
El lado oscuro del corazón
, la actriz que encarna el papel de la muerte, le dice al protagonista: «Pero ¿no te has dado cuenta aún de que el amor es sólo una trampa de la naturaleza para perpetuar la especie?»

Si esto fuera así, diríamos que el amor es un invento cultural para viabilizar un condicionamiento natural. Pero eso sería como decir que el amor es una necesidad instintiva y me apresuro a decir que el ser humano tiene una diferencia crucial con los animales, y esa diferencia es justamente que carece de instinto.

Cierta vez dije esto en una conferencia y una mujer me preguntó qué pasaba entonces con el instinto materno. Le respondí que tampoco existía y me dijo que no estaba de acuerdo; que no me lo podía explicar porque era una sensación intransferible y que, como yo soy hombre, probablemente no pudiera entenderlo. Pero que ella era madre y me aseguró que el instinto materno es algo que se siente.

Parado en esta encrucijada, me permito dar una rápida definición del instinto, y decir que es una fuerza que conlleva un saber natural y que impulsa a todos los miembros de una misma especie a tener las mismas actitudes frente a iguales circunstancias, sin posibilidad de apartarse de ellas.

Miren los elefantes, por ejemplo, que cuando llega el momento de su muerte, caminan hacia un determinado lugar porque es allí donde deben quedar sus huesos para siempre. No lo deciden, no dudan al respecto, no se lo cuestionan, simplemente saben que deben hacerlo y no lo pueden evitar. Pues bien, nunca he visto una fila de hombres y mujeres agonizantes caminando por la Avenida Corrientes hacia la Chacarita. ¿Ustedes sí?

Pero no quiero esquivarle a la cuestión del instinto materno. Piensen en las noticias. ¿Nunca leyeron o escucharon que una madre abandonó a su bebé recién nacido en un basural? Bueno, esa actitud a la que calificamos de inhumana es justamente todo lo contrario, ya que nos demuestra que en esa hembra perteneciente a nuestra especie, no hubo ninguna información instintiva que le dijera que no debía hacer eso que hizo. Todos sabemos esto y hay quienes dicen que «los chicos no vienen al mundo con un manual que les enseñe a los padres cómo actuar». Ese manual sería el instinto, pero como carecemos de éste, debemos admitir que, incluso algo tan importante como la maternidad, debe construirse y que los orígenes de esa construcción se encuentran generalmente, allá lejos y hace tiempo, cuando la mamá, aún niña, jugaba a las muñecas e iba desarrollando un ideal cultural de lo que es ser madre.

Por supuesto que, en oposición a esto, hay muchísimas mujeres que pelean por la vida de sus hijos de un modo increíble. Increíble sobre todo para el instinto. Y digo esto porque sabemos que la mayoría de los animales, cuando tienen una cría enferma y con pocas posibilidades de vida, la apartan para ocuparse de los otros. Porque eso les indica el instinto que deben hacer, cuidar a las crías más fuertes que tienen más posibilidades de subsistencia y, por ende, de perpetuar la especie. En cambio nosotros, hemos elaborado medicamentos, métodos quirúrgicos intrauterinos, respiradores artificiales y un sinfín de alternativas para contrariar ese mandato de la naturaleza en pos de una actitud cultural y humana.

La maternidad es una forma más de relacionarse con alguien, en este caso un hijo. La pareja o la amistad son otras formas, pero ninguna de ellas es natural porque en el hombre todas las relaciones se construyen sin un saber instintivo. Y tal vez la sexualidad sea el terreno en el que es más fácil demostrar que el instinto no existe para nosotros como sí para los animales.

Una sexualidad muy particular
(o nada
natural
)

La primera y principal de las diferencias entre la sexualidad animal y la humana es justamente que, mientras la primera se encuentra bajo el dominio del instinto, éste no existe en lo más mínimo en el hombre. Tenemos, eso sí, algo parecido, una fuerza, una energía que nos empuja permanentemente a la realización de ciertos actos en busca de la satisfacción, pero cuyas características son sustancialmente otras que las del instinto. A esta energía la llamamos Pulsión.

Y aclaro que no se trata sólo de una cuestión terminológica, sino de diferenciación mucho más profunda. Porque el instinto, como ya dijimos, implica la existencia de un saber prefijado para los miembros de una especie que los lleva a tener ciertos comportamientos de los que no pueden apartarse. En el caso preciso de la sexualidad, el instinto le indica al animal que debe unirse a otro de la misma especie y diferente género para posibilitar entre ellos una unión genital con un fin reproductivo. Es decir que el instinto impulsa, por ejemplo, al perro a ir en busca de una perra (no cualquiera, sino una que debe estar en celo) para poder tener un encuentro genital con la finalidad de procrear.

Recuerdo una escena de una novela que leí hace ya mucho tiempo y cuyo nombre he tenido la precaución de olvidar. En ella, la protagonista era una condesa que se sentía profundamente atraída por un joven que estaba encargado del cuidado de sus caballos. Un cierto día en el que su esposo se había ausentado, desde la ventana de su cuarto, la condesa vio al joven y sintió el impulso de ir a su encuentro. Salió entonces de su castillo, se dirigió a la caballeriza e ingresó a ésta en el preciso instante en el que el muchacho estaba soltando al caballo padrillo para que sirviera a las yeguas. Una vez libre, el animal se dirigió directamente a una de ellas y la montó de inmediato. La condesa miró extrañada al joven y le dijo:

—Qué caballo más estúpido, ha elegido a la más fea de todas las yeguas.

El muchacho sonrió y pasó a explicarle:

—Lo que ocurre, señora, es que es la única que está en celo. Y el animal tiene la capacidad de darse cuenta inmediatamente cuando una hembra está esperando ser montada.

La condesa lo miró directamente a los ojos y replicó:

—Ya me parecía a mí que algo le faltaba a ustedes los hombres.

Y tenía razón la condesa. Obviamente, lo que nos falta a los hombres, y a las mujeres, es el instinto.

Pero continuemos. En la descripción que hicimos anteriormente acerca del comportamiento sexual instintivo del animal, entran en juego tres elementos: el objeto sexual, la zona erógena de contacto y la finalidad. Analicemos cada una de ellas y notaremos las diferencias existentes entre el instinto animal y la pulsión humana. Y empecemos por la más fácil de diferenciar, la finalidad.

Dijimos que el fin del encuentro sexual instintivo es la reproducción. Yo les propongo que, en un pequeño ejercicio de no más de cinco segundos, el lector cierre los ojos e intente repasar cuántas de las veces que tuvo relaciones sexuales lo ha hecho para procrear.

Seguramente, la respuesta será que todavía nunca, o que en dos o tres ocasiones, o veinte si quieren. Pero no cabe duda de que la mayoría de las veces la finalidad ha sido otra. ¿Cuál? El placer.

Y ésta es una diferencia enorme. El ser humano, generalmente, tiene relaciones sexuales porque le gusta, porque lo disfruta, porque es placentero. Queda en claro, entonces, que la finalidad no tiene que ver con la que indica el instinto sino con esa fuerza que nos empuja, ya no a la procreación, sino a la satisfacción de un deseo y la búsqueda del placer. De allí el desarrollo de la enorme cantidad de métodos anticonceptivos que se han desarrollado a lo largo de la historia y de las medicaciones que van apareciendo para prolongar la vida erótica, aun cuando la naturaleza ya no nos necesite como reproductores de la especie.

Tomemos ahora otro de los elementos: el objeto.

Decíamos que el objeto sexual de un animal es otro de la misma especie pero de diferente género. Pues bien, tampoco esto es igual en las personas, ya que no siempre el objeto erótico de un hombre es una mujer. Muchas veces un hombre encuentra el motor de su pasión en otro hombre y una mujer en otra mujer. Pero vayamos más allá de esto. A veces la pulsión ni siquiera exige la presencia de otro ser humano y se contenta con una parte de él. El exhibicionista es un claro ejemplo. El no busca siquiera tocar al otro, se contenta y se erotiza con su sola mirada. Por eso se exhibe, para atraer hacia sí la mirada del otro que es el real objeto de su excitación. Y avancemos aún un paso más y digamos que, en muchas ocasiones, el objeto generador de la excitación ni siquiera debe tener «forma humana», como ocurre en el caso del Fetichismo, donde aquello que erotiza puede ser la presencia de un pañuelo en el cuello o un par de botas, sin lo cual la mujer carece de todo atractivo y pierde su interés erótico para el fetichista. En capítulos posteriores desarrollaremos mejor este tema, pero quería al menos instalar la idea de que el objeto del erotismo humano puede ser cualquiera y variar según cada miembro de nuestra especie.

Por último, abordemos el tema de las zonas erógenas comprometidas en el juego sexual y veremos que en la unión de dos personas, los genitales juegan un papel importante pero de ninguna manera único y determinante. Prueba de ello es el más común de los intercambios físicos entre dos personas: el beso, en el cual son los labios los que se instalan como la zona erógena capaz de dar placer y despertar la excitación. Otras veces, ni siquiera es necesario que los cuerpos se rocen, basta con la mirada o la palabra para erotizar. Si no, piensen en esas llamadas nocturnas que los novios se realizan, que avanzan en intensidad y se ponen cada vez más fuertes hasta que alguno dice: «basta o me voy para allá». Aunque también podría darse que encontraran la satisfacción en este juego mismo, sin necesidad de más.

Claro, me imagino que a esta altura muchos se estarán preguntando si estos ejemplos no pertenecen al territorio de las perversiones y no al de la normalidad. Y lo cierto es que no es una mala pregunta y lo que sugiere no está del todo equivocado. Pero ocurre que, en su ruptura con lo natural, toda sexualidad humana es perversa por definición. Y me veo en la obligación de aclarar rápidamente que, como psicoanalista, cuando utilizo el término «perversión» no estoy pensando en algo malo o inmoral, como suele ocurrir en el uso corriente de esta palabra, sino en una manera particular de relacionarse que tiene sus propias características y que no tiene por qué unirse necesariamente al concepto de algo dañino. Pero de esto también hablaremos más adelante.

La idea de Sexualidad cambió a partir del Psicoanálisis

El Psicoanálisis ha tenido mucho que ver en esta ruptura con el modelo de la sexualidad natural. Otra gran revolución que generó la teoría freudiana tiene su origen con un escrito fundante que se llama
Tres ensayos para una Teoría Sexual
. Allí, Freud expone que el erotismo ha sido entendido de diversas maneras según los tiempos. Pero, hasta su llegada, se pensaba aún que la sexualidad era algo que no existía en la infancia, que empezaba a aparecer con la pubertad y que duraba, según cada persona, hasta los sesenta o setenta años más o menos.

Los analistas sabemos que esto es falso. La sexualidad nace con nosotros y nos acompaña hasta el último momento de nuestra vida.

Basta con mirar a un bebé para darse cuenta. Ese instante tan hermoso para la madre en el cual su hijo se ha quedado dormido después de ser amamantado y, sin embargo, sigue succionando de su pecho, ya no para alimentarse, sino simplemente porque eso lo calma y le da placer, es un momento de contacto erótico entre el chico y la mamá. Obviamente que es, desde el adulto, despojado de su contenido sexual y sublimado bajo la forma de la ternura, pero no otra cosa que la búsqueda del placer erótico mueve al bebé a seguir prendido del pezón materno cuando su hambre ya ha sido saciada.

¿Y qué es lo que ocurre cuando un chico de tres o cuatro años dice con total naturalidad: «cuando yo sea grande me voy a casar con mamá»? Los adultos sonreímos y nos parece un comentario lleno de ternura, pero lo que el hijo está manifestando es que su madre es el objeto de su amor y su deseo. Y no podría hacerlo más claramente que diciendo lo que dice, que cuando sea mayor él quiere ser el hombre de esa mujer. Pero bueno, quién quiera oír, que oiga.

Como vemos, la sexualidad humana es compleja y no es de extrañar, entonces, que sea tan problemática y causa habitual de muchos de los trastornos afectivos que sufrimos de adultos.

Pero lejos de asustarnos por esta manera tan única de relacionarnos con el erotismo que tenemos, podemos entenderla más bien como una característica maravillosa que nos brinda la potencialidad de crecer, mejorar, disfrutar e incluso derivar esos impulsos en la consecución de causas nobles y creativas. A ese proceso lo llamamos sublimación.

Una paciente a la que le costaba mucho relacionarse sexualmente, me dijo que había observado un programa de
Animal Planet
y que había llegado a la conclusión de que para nosotros, la sexualidad era mucho más difícil que para los animales.

Por supuesto que es así, pensé yo. Porque mientras que el animal no duda porque el instinto le confiere un conocimiento natural sobre qué hacer, cuándo, cómo y con quién, para nosotros no hay saber posible acerca de la sexualidad.

Sabemos, eso sí, que allí está la pulsión con su fuerza de empuje, y que cada sujeto tiene la oportunidad de aprovechar ese impulso, esa energía, para llevar adelante el difícil pero maravilloso desafío de construir con ella un entorno de placer y respeto, para él y para los demás.

Claro que la sexualidad animal es mucho más natural, pero eso no quiere decir que sea mejor, porque la carencia del instinto le da al sujeto humano la posibilidad de elegir. Y entre esas elecciones, estar en pareja es una opción más, aunque durante muchísimo tiempo haya sido un mandato tan fuerte que estábamos todos casi condenados a estar en pareja a cualquier costo. Porque si no era así, si alguien llegaba a adulto y permanecía solo, aparecía esa cosa de: ¿Y a éste qué le pasa? ¿Será medio rarito? O, «Pobrecita la tía Marta; se quedó solterona»…

Sospecho que, a la luz de lo que estamos planteando y teniendo en cuenta además los conflictos que las relaciones de pareja suelen generar, alguno podría dudar incluso si no es más inteligente el comportamiento instintivo que lleva a los animales a juntarse sólo para procrear y perpetuar la especie sin involucrar sentimientos que puedan lastimarlos. Y lo cierto es que no hay inteligencia en el saber que da el instinto. Porque inteligencia viene de inteligir, e inteligir es la capacidad de diferenciar y discriminar para después tomar una elección. El animal no elige, sólo responde, por lo cual debo decir que aunque a veces, sobre todo con algunas personas, no se note mucho, disfrutamos y padecemos la inteligencia más que ellos.

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