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Authors: Ian McEwan

Expiación (2 page)

BOOK: Expiación
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La obra que había escrito para el regreso de Leon a casa era su primera incursión en el teatro, y el cambio de género le había parecido muy fácil. Era un alivio no tener que escribir
eya dijo
, ni tener que describir el clima, el comienzo de la primavera o la cara de la heroína; había descubierto que la belleza ocupaba una franja estrecha. La fealdad, por el contrario, poseía una variación infinita. Un universo reducido a lo que se decía en él representaba el orden, en efecto, casi hasta el extremo de la inanidad, y, para compensar, cada frase se enunciaba enfatizando al máximo un sentimiento u otro, al servicio de lo cual era indispensable el signo de admiración. Puede que
Las tribulaciones de Arabella
fuera un melodrama, pero su autora no conocía aún ese vocablo. La obra no se proponía inspirar risa, sino terror, alivio e instrucción, por este orden, y la inocente intensidad con que Briony emprendió el proyecto —los carteles, las entradas, la taquilla— la hacía especialmente vulnerable al fracaso. Le habría sido fácil recibir a Leon con otro de sus relatos, pero fue la noticia de la llegada de sus primos del norte lo que la había empujado a dar el salto hacia un género nuevo.

A Briony debería haberle importado más que Lola, que tenía quince años, y los dos gemelos de nueve, Jackson y Pierrot, fuesen refugiados de una acerba guerra civil doméstica. Había oído a su madre criticar la conducta impulsiva de su hermana pequeña, Hermione, y lamentar la situación de los tres niños, y denunciar a su cuñado, Cecil, pusilánime y evasivo, que había huido a la seguridad de All Souls College, en Oxford. Briony había oído a su madre y a su hermana Cecilia analizar las últimas novedades y agravios, las acusaciones y las réplicas a éstas, y sabía que la visita de sus primos tendría una duración indefinida y que quizás se prolongase hasta el comienzo de las clases. Había oído decir que la casa podía absorber con facilidad a tres niños, y que los Quincey podrían quedarse tanto tiempo como quisieran, siempre que los padres, si les visitaban los dos al mismo tiempo, se abstuvieran de dirimir sus querellas en el hogar de los Tallis. Habían limpiado el polvo de dos habitaciones cercanas a la de Briony, habían colgado cortinas nuevas y trasladado muebles de otros cuartos. Normalmente, ella habría participado en estos preparativos, pero casualmente coincidieron con una racha de escritura de dos días y con la reconstrucción de la fachada. Vagamente sabía que el divorcio era una aflicción, pero no lo consideraba un tema apropiado, y no pensaba en ello. Era un desenlace mundano irreversible, y por lo tanto no ofrecía oportunidades a un narrador: pertenecía al reino del desorden. Lo bueno era el matrimonio o, mejor dicho, una boda, acompañada de la pureza formal de la virtud recompensada, de la emoción de la pompa y del banquete, y de la promesa de vértigo de una unión de por vida. Una buena boda era la representación inconfesada de lo que todavía era impensable: el gozo sexual. En las naves de iglesias rurales y de grandiosas catedrales urbanas, en presencia de una sociedad completa de familia y amigos que aprobaban el acto, las heroínas y los héroes de Briony alcanzaban sus climax inocentes sin necesidad de ir más lejos.

Si el divorcio se hubiera presentado como la antítesis ruin de todo esto, habría sido fácil arrojarlo al otro platillo de la balanza, junto con la perfidia, la enfermedad, el robo, las agresiones y las mentiras. Pero ofrecía una faz nada atractiva de complejidad insípida y discusión incesante. Al igual que el rearme, la cuestión de Abisinia y la jardinería, lisa y llanamente no era un tema, y cuando, después de una larga espera la mañana del sábado, Briony oyó por fin el sonido de ruedas sobre la grava que había debajo de la ventana de su cuarto, y agarró al vuelo sus páginas y bajó corriendo las escaleras, cruzó el vestíbulo y salió a la luz cegadora del mediodía, no fue tanto la insensibilidad como la reconcentrada ambición artística la que la impulsó a gritar a sus aturdidos y jóvenes visitantes, apretujados con su equipaje junto al carruaje: «Ya he escrito vuestros papeles. ¡Primera función, mañana! ¡Los ensayos empiezan dentro de cinco minutos!»

Inmediatamente aparecieron su madre y su hermana para decretar un horario más flexible. Los recién llegados —los tres, pelirrojos y pecosos— fueron conducidos a sus habitaciones, sus cajas fueron acarreadas por Danny, el hijo de Hardman, hubo un refresco en la cocina, un recorrido por la casa, un baño en la piscina y el almuerzo en el jardín del sur, a la sombra de las parras. Durante todo ese tiempo, Emily y Cecilia Tallis mantuvieron un ajetreo que sin duda privó a los huéspedes de la comodidad que supuestamente debía conferirles. Briony sabía que si hubiese viajado trescientos kilómetros para llegar a una casa extraña, las preguntas inteligentes y los comentarios jocosos, y el que le dijeran de cien maneras distintas que era libre de elegir, la habrían envarado. Nadie comprendía, en general, que lo que más querían los niños era que les dejasen en paz. Sin embargo, los Quincey se esforzaron mucho en fingir que el recibimiento les divertía y les liberaba, lo cual era un buen presagio para
Las tribulaciones de Arabella
: estaba claro que el trío poseía el don de ser lo que no era, aunque se parecían bien poco a los personajes que iban a representar. Antes del almuerzo, Briony se escabulló a la sala de ensayos vacía —el cuarto de juegos— y deambuló de un lado a otro de los tablones pintados, considerando las opciones referentes al reparto.

A la vista de aquello, era improbable que Arabella, que tenía el pelo tan moreno como Briony, descendiese de padres pecosos o se fugase con un pecoso conde extranjero, alquilase una buhardilla a un posadero con pecas, se enamorase de un príncipe pecoso y se casara ante un párroco con pecas ante una feligresía igualmente pecosa. Pero la cosa iba a ser así. La tez de sus primos era demasiado nítida —¡casi fluorescente!— para poder ocultarla. Lo mejor que se podía decir es que la cara sin pecas de Arabella era el signo —el jeroglífico, quizás Briony hubiese escrito— de su distinción. Su pureza de espíritu jamás se pondría en duda, aunque ella se moviese en un mundo mancillado. Había un problema adicional con los gemelos: nadie que no los conociese podía distinguirlos. ¿Estaba bien que el malvado conde se pareciese tanto al guapo príncipe, o que los dos se pareciesen al padre de Arabella y al párroco? ¿Y si Lola hacía de príncipe? Jackson y Pierrot tenían aspecto de ser los típicos niños afanosos que seguramente harían lo que les dijeran. ¿Pero su hermana interpretaría a un hombre? Tenía los ojos verdes, huesos prominentes en la cara y las mejillas hundidas, y en su reticencia había algo frágil que sugería una voluntad fuerte y un genio muy vivo. El mero ofrecimiento a Lola de aquel papel tal vez provocase un conflicto, y, a decir verdad, ¿podría Briony cogerle de la mano delante del altar mientras Jackson recitaba la fórmula solemne del rito anglicano?

Hasta las cinco de aquella tarde no pudo congregar a su elenco en el cuarto de juegos. Había colocado tres taburetes en fila, y ella acomodó el trasero en una antigua trona: un toque bohemio que le dio la ventaja de altura de un arbitro de tenis. Los gemelos acudieron a regañadientes desde la piscina, donde habían estado tres horas seguidas. Estaban descalzos y llevaban camisetas encima de los bañadores que goteaban sobre el suelo de madera. También les caía por el cuello agua procedente de su pelo enmarañado, y los dos tiritaban y sacudían las rodillas para entrar en calor. La larga inmersión les había arrugado y blanqueado la piel, por lo que sus pecas reaparecieron a la luz relativamente tenue del cuarto. Su hermana, que se sentó entre ellos dos, con la pierna izquierda en equilibrio sobre la rodilla derecha, guardaba, por contraste, una compostura perfecta tras haberse asperjado profusamente de perfume y puesto un vestido de cuadros verdes para compensar sus otros colores. Sus sandalias mostraban una pulsera en el tobillo y las uñas de los pies pintadas de bermellón. Ver aquellas uñas produjo en el esternón de Briony una sensación opresiva, y supo al instante que no podía pedirle a Lola que interpretara al príncipe.

Todo el mundo ocupaba su sitio y la dramaturga estaba a punto de empezar su pequeña alocución, resumiendo la trama y evocando la emoción de actuar ante un auditorio adulto la noche siguiente en la biblioteca. Pero fue Pierrot quien habló primero.

—Odio las obras de teatro y todas esas cosas.

—Yo también, y disfrazarme —dijo Jackson.

Durante el almuerzo habían explicado que a los gemelos se les distinguía porque a Pierrot le faltaba un triángulo de carne en el lóbulo de la oreja izquierda, por culpa de un perro al que había atormentado cuando tenía tres años.

Lola apartó la vista. Briony dijo, juiciosamente:

—¿Cómo puedes odiar el teatro?

—Sólo sirve para lucirse —dijo Pierrot, y se encogió de hombros mientras enunciaba esta evidencia.

Briony supo que tenía razón. Por eso precisamente ella adoraba las obras de teatro, o por lo menos la suya; todo el mundo la adoraría a ella. Al mirar a sus primos, debajo de cuyas sillas se estaba encharcando agua que luego se filtraba por las grietas entre las tablas, supo que nunca comprenderían su ambición. La indulgencia suavizó su tono.

—¿Tú crees que Shakespeare sólo quería lucirse?

Pierrot miró hacia Jackson por encima de las rodillas de su hermana. Aquel nombre bélico le era vagamente familiar, con su tufillo a escuela y a certeza adulta, pero los gemelos se infundían valor mutuamente.

—Todo el mundo sabe que sí.

—Segurísimo.

Cuando Lola hablaba, primero se dirigía a Pierrot y a mitad de la frase se volvía en redondo para terminarla dirigiéndose a Jackson. En la familia de Briony, la señora Tallis nunca tenía nada que comunicar que requiriese decírselo simultáneamente a las dos hermanas. Ahora Briony vio cómo se hacía.

—O actuáis en la obra u os lleváis un tortazo y después hablo con «los padres».

—Si nos das un tortazo, nosotros hablaremos con «los padres».

—O actuáis en esta obra o hablaré con «los padres».

Que la amenaza hubiese sido claramente rebajada no pareció disminuir su poder. Pierrot se chupó el labio inferior.

—¿Por qué tenemos que hacerlo?

La pregunta lo concedía todo, y Lola trató de revolverle el pelo pringoso.

—¿Te acuerdas de lo que han dicho «los padres»? Somos invitados en esta casa y debemos portarnos…, ¿cómo debemos portarnos? Venga. Dime cómo.

—Dócilmente —dijeron los gemelos a coro, compungidos, tropezándose apenas con la palabra rara.

Lola se volvió hacia Briony y sonrió.

—Por favor, cuéntanos tu obra.

«Los padres». Cualquier poder institucional que encerrase este plural, fuera la que fuese, estaba a punto de desmoronarse o ya lo había hecho, pero por ahora no podían saberlo, y exigía valor hasta de los más jóvenes. Briony se avergonzó súbitamente del egoísmo de su conducta, pues no se le había ocurrido pensar que sus primos no quisieran representar sus personajes en
Las tribulaciones de Arabella
. Pero tenían sus tribulaciones, una catástrofe propia, y ahora, en su calidad de huéspedes en su casa, se creían obligados. Lo que aún era peor, Lola había dejado claro que ella también actuaría a disgusto. Estaba coaccionando a los vulnerables Quincey. Y, sin embargo —Briony se esforzaba en captar el difícil pensamiento—, ¿no había una manipulación allí, no estaba Lola utilizando a los gemelos para expresar algo en su nombre, algo hostil y destructivo? Briony sintió la desventaja de ser dos años más joven que la otra chica, de tener dos años menos de refinamiento, y ahora su obra le parecía algo deprimente y bochornoso.

Evitando todo el rato la mirada de Lola, empezó a resumir la trama, pese a que la estulticia de la misma comenzaba a abrumarla. Ya no le quedaban ánimos para inventar para sus primos la emoción de la primera noche.

En cuanto hubo terminado, Pierrot dijo:

—Quiero ser el conde. Quiero ser un malvado.

Jackson se limitó a decir:

—Yo soy el príncipe. Siempre soy un príncipe.

Briony habría podido atraerles hacia ella y besarles la carita, pero dijo:

—De acuerdo, entonces.

Lola descruzó las piernas, se alisó el vestido y se levantó, como si fuera a irse. Habló con un suspiro de tristeza o resignación.

—Supongo que como tú has escrito la obra, serás Arabella…

—Oh, no —dijo Briony—. No. Nada de eso.

Decía que no, pero quería decir «sí». Por supuesto que ella interpretaba el papel de Arabella. A lo que objetaba era al «como tú» de Lola. No hacía de Arabella porque había escrito la obra, sino porque ninguna otra posibilidad se le había pasado por la cabeza, porque así era como Leon iba a verla, porque ella era Arabella.

Pero había dicho que no, y ahora Lola decía dulcemente:

—En ese caso, ¿no te importa que lo haga yo? Creo que lo haría muy bien. En realidad, de nosotras dos…

Dejó la frase en suspenso, y Briony la miró fijamente, incapaz de evitar una expresión de horror, incapaz de hablar. Sabía que le estaba arrebatando el papel, pero no se le ocurría nada que decir para recuperarlo. Lola aprovechó el silencio de Briony para apuntalar su ventaja.

—Tuve una larga enfermedad el año pasado, así que también puedo hacer muy bien esa parte.

¿También? Briony no acertaba a ponerse a la altura de la chica más mayor. La desdicha de lo inevitable le enturbiaba el pensamiento.

Uno de los gemelos dijo, con orgullo:

—Y actuaste en la obra del colegio.

¿Cómo decirles que Arabella no tenía pecas? Tenía la piel clara y el pelo negro, y sus pensamientos eran los de Briony. Pero ¿cómo iba a negárselo a una prima tan alejada de su hogar y cuya vida familiar había naufragado? Lola le leía la mente, pues entonces jugó su baza definitiva, el as irrecusable.

—Di que sí. Es lo único bueno que me ha sucedido en
meses
.

Sí. Incapaz de apretar la lengua contra esta palabra, Briony se limitó a asentir con la cabeza, y sintió al hacerlo un malhumorado escalofrío de aquiescencia autodestructiva que se le extendía por la piel y se expandía hacia fuera de ella, oscureciendo la habitación con sus pulsaciones. Tuvo ganas de marcharse, de tumbarse a solas, de bruces en su cama, para saborear el gusto repugnante del momento, y remontar las consecuencias ramificadas hasta el punto a partir del cual la destrucción había empezado. Necesitaba contemplar con los ojos cerrados toda la riqueza que había perdido, a la que había renunciado, y prever el nuevo régimen. No sólo había que tener en cuenta a Leon, sino ¿qué iba a pasar con el vestido antiguo de satén crema y melocotón que su madre tenía preparado para ella, para la boda de Arabella? No iban a dárselo a Lola. ¿Cómo iba su madre a negárselo a la hija que la había amado durante todos aquellos años? Al ver que el vestido se ajustaba perfectamente a los contornos de su prima y observar la sonrisa cruel de su madre, Briony supo que su única alternativa razonable sería en ese caso huir, vivir debajo de setos, comer bayas y no hablar con nadie hasta que un silvicultor la encontrase un amanecer de invierno, al pie de un roble gigantesco, hermosa y muerta y descalza, o tal vez con las zapatillas de ballet de cintas rosas…

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