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Authors: Ian McEwan

Expiación (3 page)

BOOK: Expiación
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Compadecerse a sí misma reclamaba toda su atención, y únicamente a solas podría infundir vida a los detalles lacerantes, pero en el instante en que asintió —¡cómo una simple inclinación de cabeza podía cambiar una vida!—, Lola ya había recogido del suelo el bulto del manuscrito de Briony y los gemelos se habían deslizado de sus sillas para seguir a su hermana al espacio central del cuarto que Briony había despejado la víspera. ¿Se atrevería a marcharse ahora? Lola deambulaba por las tablas con una mano en la frente mientras hojeaba las primeras páginas de la obra, murmurando las líneas del prólogo. Anunció que nada se perdía empezando por el principio, y ahora estaba designando a sus hermanos para que encarnasen a los padres de Arabella y les estaba describiendo la escena inaugural como si lo supiese todo sobre ella. El progreso de la dominación de Lola era implacable y tornaba extemporánea la piedad de Briony por sí misma. ¿O sería tanto más aniquiladoramente deliciosa? Briony, en efecto, ni siquiera había sido elegida para el papel de madre de Arabella, y sin duda era el momento de escabullirse del cuarto para derrumbarse de bruces en la oscuridad de la cama. Pero fue el dinamismo de Lola, su indiferencia por todo lo que no fuese su propio interés, y la certeza de Briony de que sus propios sentimientos no serían siquiera advertidos, y de que tampoco provocarían uno de culpa, lo que le dio la fuerza para resistir.

Tras una vida protegida y, en general, placentera, hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse con nadie. Ahora lo veía: era como bucear en la piscina a principios de julio; simplemente tenías que incitarte a hacerlo. Cuando se bajó de la silla alta y estrecha y caminó hasta donde estaba su prima, el corazón le aporreaba engorrosamente el pecho y le robaba el aliento.

Le quitó de las manos la obra a Lola y, con un tono más cohibido y agudo que el habitual, dijo:

—Si tú eres Arabella, entonces yo soy la directora, muchísimas gracias, y leeré el prólogo.

Lola se tapó la boca con su mano pecosa.

—¡Per-dddón! —gritó—. Sólo quería empezar.

Como Briony no sabía muy bien qué responder, se volvió hacia Pierrot y le dijo:

—No te pareces mucho a la madre de Arabella.

La contraorden al reparto decidido por Lola y la risa que suscitó en los chicos establecieron un cambio en el equilibrio de poder. Lola alzó de un modo exagerado sus hombros huesudos y se fue a mirar por la ventana. Quizás ella también luchaba contra la tentación de huir del cuarto.

A pesar del combate de lucha libre que entablaron los gemelos, y de que su hermana presintió la aparición de una jaqueca, el ensayo dio comienzo. Fue un silencio tenso el que se hizo mientras Briony leía el prólogo.

He aquí la historia de la espontánea Arabella

que se fugó con un tipo extrínseco.

Afligió a los padres que su primogénita

desapareciera del hogar para irse rumbo a Eastbourne

sin su consentimiento…

El padre de Arabella, flanqueado por su esposa, de pie ante las puertas de hierro forjado de su heredad, primero suplica a su hija que reconsidere su decisión y luego, desesperado, le ordena que no se vaya. Frente a él tiene a la triste pero terca heroína, con el conde a su lado, y los caballos, amarrados a un roble, relinchaban y piafaban de impaciencia. Era de suponer que los más tiernos sentimientos del padre harían temblar su voz cuando decía:

Querida mía, eres joven y adorable

pero eres inexperta, y aunque pienses

que el mundo está a tus pies,

puede levantarse y pisotearte.

Briony colocó a los actores en sus sitios respectivos; ella se aferraba al brazo de Jackson, y Lola y Pierrot, cogidos de la mano, estaban a varios palmos de distancia. Cuando los chicos cruzaron las miradas les invadió un acceso de risa que las chicas silenciaron. Ya había habido bastantes problemas, pero Briony sólo empezó a entender la sima que media entre una idea y su ejecución cuando Jackson comenzó a leer su hoja con un afligido tono monocorde, como si cada palabra fuese un nombre en una lista de personas fallecidas, y era incapaz de pronunciar «inexperta» por muchas veces que le dijeran cómo se pronunciaba, y se dejó las dos últimas palabras de su parlamento: «puede levantarse y pisotearte». En cuanto a Lola, recitó sus líneas correcta pero negligentemente, y en ocasiones sonreía de un modo inoportuno como si pensara en algo suyo, resuelta a demostrar que su mente casi adulta estaba en todas partes.

Y así continuaron los primos del norte durante media hora, estropeando gradualmente la creación de Briony, y fue una bendición, por consiguiente, que su hermana mayor entrara para llevarse a los gemelos al baño.

2

En parte por su juventud y el esplendor del día, y en parte por su necesidad incipiente de fumar un cigarrillo, Cecilia Tallis recorrió casi a la carrera con sus flores el camino que orillaba el río, junto a la vieja piscina con su pared musgosa de ladrillo, antes de internarse en los robledales. La impulsaba también la acumulada inactividad de las semanas de verano después de los exámenes finales; desde el regreso a casa, su vida había estado estancada, y un hermoso día como aquél le insuflaba impaciencia y casi desespero.

La sombra alta y fresca del bosque era un alivio, y un hechizo las convulsiones esculpidas de los troncos de los árboles. Después de traspasar la verja de los besos, dejando atrás los rododendros debajo de la cerca, cruzó el parque descubierto —que había sido vendido a un granjero local como pastizal para sus vacas— y llegó detrás de la fuente, el muro que subsistía y la reproducción a media escala del
Tritón
de Bernini en la Piazza Barberini de Roma.

La figura musculosa, tan cómodamente acuclillada en su concha, sólo acertaba a lanzar por su caracola un chorro de cinco centímetros de alto, cuya presión era tan débil que el agua le caía sobre la cabeza, sobre sus bucles de piedra y la ranura de su columna poderosa, dejando una reluciente mancha verde oscura. En un ajeno clima septentrional, la deidad estaba muy lejos de su casa, pero era bella bajo el sol de la mañana, así como los cuatro delfines que sostenían la concha de bordes ondulados en que estaba encajada. Cecilia miró las escamas inverosímiles de los delfines, luego los muslos de Tritón y después la casa. El camino más corto hasta el salón era cruzar el césped y la terraza y entrar por las puertaventanas. Pero su amigo de la infancia y conocido de la universidad, Robbie Turner, estaba desherbando de rodillas un seto de rosas rugosas, y a ella no le apetecía trabar conversación con él. O, cuando menos, no ahora. Desde que se había licenciado, el paisajismo era su penúltima locura. Ahora se hablaba de la facultad de medicina, lo que después de una licenciatura en letras parecía bastante pretencioso. Y también impertinente, pues habría de ser el padre de ella quien le costeara estos estudios.

Remojó las flores sumergiéndolas en la pila de la fuente que, construida a escala natural, era profunda y fría, y evitó a Robbie doblando hacia la fachada de la casa; era un pretexto, pensó, para permanecer fuera algunos minutos más. Ni el sol matutino ni cualquier otra luz podía ocultar la fealdad de la casa Tallis, que apenas contaba cuarenta años y era achaparrada, de un ladrillo anaranjado vivo y de un estilo gótico baronial con cristales emplomados, y que había sido catalogada un día en un artículo de Pevsner, o alguno de su equipo, como una tragedia de posibilidades malgastadas, y por un escritor más joven de la escuela modernista como «sumamente desprovista de encanto». Allí se alzaba una casa de estilo Adam hasta que un incendio la destruyó a finales de 1880. Lo que subsistía era el lago artificial y la isla con sus dos puentes de piedra que sostenían el camino de entrada, y, a la orilla del agua, un templo de estuco en ruinas. El abuelo de Cecilia, que había medrado con una ferretería y labrado la fortuna familiar con una serie de patentes de candados, cerrojos, pestillos y picaportes, había impuesto a la nueva casa su gusto por las cosas sólidas, seguras y funcionales. Con todo, si uno daba la espalda a la entrada principal y contemplaba el camino, sin prestar atención a las frisonas que se congregaban a la sombra de árboles ampliamente espaciados, el panorama era muy bonito y producía una impresión de calma intemporal e inalterable que a Cecilia le infundía más que nunca la certeza de que tenía que irse pronto de allí.

Entró en la casa, cruzó rápidamente el vestíbulo de baldosas negras y blancas —qué familiar era el eco de sus pasos, qué molesto— e hizo una pausa en la puerta del salón para recuperar el aliento. El desaliñado ramo de iris y adelfillas castañas, con su fresco goteo sobre sus pies calzados con sandalias, le mejoró el ánimo. Contempló el jarrón que había sobre una mesa de madera de cerezo americano, junto a la puertaventana ligeramente entornada. Su orientación al sureste había permitido que unos paralelogramos de luz de sol matutina avanzasen a través de la alfombra de color azul pólvora. El ritmo respiratorio de Cecilia se redujo y creció su deseo de un cigarrillo, pero permaneció dubitativa junto a la puerta, momentáneamente retenida por la perfección del escenario: los tres chesterfields descoloridos, agrupados en torno a la chimenea casi de estilo nuevo gótico sobre la que había un despliegue de juncia invernal, el clavicémbalo desafinado que nadie tocaba y los insólitos atriles de palisandro, las pesadas cortinas de terciopelo, débilmente sujetas por un cordón con borlas anaranjado y azul, que enmarcaba una vista parcial del cielo sin nubes y de la terraza veteada de amarillo y gris donde camomila y crisantemos crecían entre las fisuras del suelo. Un tramo de escaleras conducía al césped, en cuyo lindero Robbie seguía trabajando, y que se extendía hasta la fuente del tritón, a cincuenta metros de distancia.

Todo aquello —el río, las flores y el acto de correr, algo que ella raras veces hacía en esa época, los hermosos surcos de los troncos de roble, la habitación de techo alto, la geometría de la luz, el latido en sus oídos que se iba silenciando—, todo aquello le agradaba como si lo familiar se transformase en una novedad deliciosa. Pero asimismo se sentía recriminada por el aburrimiento de su regreso a casa. Había vuelto de Cambridge con la vaga idea de que adeudaba a su familia un plazo ininterrumpido de compañía. Pero su padre seguía en la ciudad y su madre, cuando no estaba cultivando sus migrañas, parecía distante, incluso hostil. Cecilia había subido una bandeja de té al cuarto de su madre —tan espectacularmente sórdido como el suyo propio—, pensando que quizás entablasen una conversación íntima. Sin embargo, Emily Tallis quería compartir sólo nimias inquietudes domésticas, o bien yacía recostada en las almohadas, con una expresión indescifrable en la penumbra, vaciando su taza en lánguido silencio. Briony estaba enfrascada en sus fantasías literarias: lo que había parecido una afición pasajera se había convertido en una obsesión absorbente. Cecilia había visto aquella mañana a su hermana pequeña conduciendo a los primos, pobrecillos, que habían llegado la víspera, al cuarto de juegos para ensayar la obra que ella quería representar esa noche, en que se esperaba la llegada de Leon y sus amigos. Había muy poco tiempo, y Betty ya había encerrado a uno de los gemelos en la trascocina a causa de alguna fechoría. Cecilia no se sentía muy tentada de ayudar: hacía demasiado calor, e hiciera lo que hiciese el proyecto acabaría en una calamidad, pues Briony esperaba demasiado y nadie, y menos aún los primos, era capaz de estar a la altura de su visión frenética.

Cecilia sabía que no podía seguir malgastando los días en aquel estado de impaciencia en su habitación desordenada, tumbada en la cama y envuelta en una niebla de humo, con la barbilla apoyada en la mano y el hormigueo que se le esparcía por el brazo a medida que avanzaba en la lectura de
Clarissa
de Richardson. Había hecho una tentativa desganada de establecer un árbol genealógico, pero los antepasados del lado paterno, al menos hasta que su bisabuelo abrió su humilde ferretería, estaban irreparablemente hundidos en una ciénaga de labranza de tierras, con sospechosos y confusos cambios de apellidos por parte de los hombres, y concubinatos no consignados en los registros de la parroquia. No podía quedarse allí, sabía que debía hacer planes, pero no hacía nada. Había diversas posibilidades, ninguna de ellas apremiante. Disponía de algún dinero propio, el suficiente para subsistir modestamente durante cosa de un año. Leon le reiteraba invitaciones para que fuese a pasar una temporada con él en Londres. Amigos de la universidad le ofrecían ayuda para encontrarle un empleo, monótono, sin duda, pero que le daría independencia. Tenía tíos y tías interesantes por parte de madre que siempre se alegraban de verla, entre ellas la atolondrada Hermione, madre de Lola y de los gemelos, que en aquel mismo momento estaba en París con un amante que trabajaba en la radio.

Nadie retenía a Cecilia, a nadie le importaría mucho que se marchase. No era el sopor lo que la retenía: a menudo su inquietud alcanzaba un grado irritable. Simplemente le gustaba pensar que le impedían irse, que la necesitaban. De vez en cuando se convencía a sí misma de que se quedaba por Briony, o para ayudar a su madre, o porque aquélla era en verdad su última estancia prolongada en casa y tenía que aguantarla. De hecho, no la ilusionaba la idea de hacer las maletas y tomar el tren de la mañana. Irse por el hecho de irse. Languidecer allí, aburrida y confortable, era una forma de castigo que ella misma se infligía y que estaba teñido de placer, o de la expectativa del mismo; si se marchaba, algo malo podría suceder o, peor aún, algo bueno, algo que no se podía permitir de perderse. Y estaba Robbie, que la exasperaba con su afectación y su distancia, y los magnos proyectos que sólo condescendía a comunicar al padre de Cecilia. Ella y Robbie se conocían desde los siete años, y a ella le disgustaba que hablasen sin naturalidad. Con todo, ella creía que gran parte de la culpa era de Robbie —¿se le habría subido a la cabeza haber sido el primero de su promoción?—, sabía que era un asunto que debía aclarar antes de pensar en irse.

Por las ventanas abiertas entraba el tenue aroma correoso de boñiga de vaca, siempre presente salvo en los días más fríos, y perceptible sólo para quienes venían de fuera. Robbie había depositado su paleta y se levantó para liar un cigarrillo, un vestigio de su época de militante del Partido Comunista; otra veleidad abandonada, junto con sus ambiciones en materia de antropología y el proyecto de un viaje a pie desde Calais a Estambul. No obstante, el paquete de tabaco de Cecilia estaba dos rellanos más arriba, en uno de los varios bolsillos posibles.

BOOK: Expiación
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