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Authors: Ian McEwan

Expiación (5 page)

BOOK: Expiación
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—¡Idiota! Mira lo que has hecho.

El miró dentro del agua, luego la miró a ella y se limitó a menear la cabeza mientras alzaba una mano para taparse la boca. Con este gesto asumía la plena responsabilidad, pero ella le odió por la insuficiencia de su reacción. Robbie lanzó una mirada hacia el pilón y suspiró. Por un momento pensó que ella iba a retroceder y a pisar el jarrón, y levantó la mano y lo señaló, pero no dijo nada. Empezó a desabrocharse la camisa. Ella supo de inmediato lo que se proponía. Intolerable. El había ido a la casa y se había quitado los zapatos y los calcetines… pues bien, ahora vería. Agitando los pies se despojó de las sandalias, se desabotonó la blusa y se la quitó, se desabrochó la falda, se la bajó y se encaminó hacia el muro de la pileta. El permaneció con las manos en jarras y la observó mientras ella se introducía en el agua en ropa interior. Rechazar su ayuda, toda posibilidad de que se redimiera, era el castigo de Robbie. Contuvo la respiración, se sumergió y sus cabellos quedaron desparramados sobre la superficie. Ahogarse sería la punición de Robbie.

Cuando ella emergió unos segundos más tarde, con un pedazo de porcelana en cada mano, él se abstuvo de ofrecerle ayuda para salir del agua. La frágil ninfa blanca, de la que el agua caía en cascada con mucha más fluidez que del fornido tritón, depositó los fragmentos con cuidado al lado del jarrón. Se vistió rápidamente, introduciendo con dificultad los brazos mojados a través de las mangas de seda y metiendo dentro de la falda la blusa desabrochada. Recogió las sandalias y se las encajó debajo del brazo, guardó los añicos en el bolsillo de la falda y recogió el jarrón. Sus movimientos eran silvestres, y procuró evitar los ojos de Robbie. Él no existía, estaba abolido, y eso también era un castigo. Permaneció callado mientras ella se alejaba descalza por el césped, y observó el pesado cimbreo de su pelo negro sobre los hombros que le empapaba la blusa. Luego se volvió y miró dentro del agua por si quedaba algún trozo que a ella se le hubiese escapado. Era difícil ver porque la superficie enturbiada aún debía recobrar la calma, y la turbulencia era impulsada por el ímpetu residual de la ira de Cecilia. Puso la mano plana sobre el agua, como para apaciguarla. Ella, entretanto, había desaparecido dentro de la casa.

3

Según el letrero que había en el vestíbulo, la fecha de la primera función de
Las tribulaciones de Arabella
era sólo un día después del primer ensayo. Sin embargo, a la autora y directora no le resultó fácil encontrar tiempo libre para un trabajo intensivo. Como en la tarde anterior, el problema residía en reunir al elenco. Durante la noche, el reprobador padre de Arabella, Jackson, había mojado la cama, como suelen hacer los niños compungidos que están lejos de su casa, y fue obligado por la teoría en uso a bajar sus sábanas y su pijama a la lavandería y a lavarlos él mismo, a mano, bajo la supervisión de Betty, que había recibido instrucciones de comportarse de un modo distante y firme. Al chico no se le impuso esta labor como un castigo, ya que la idea consistía en inculcarle que sus futuros deslices inconscientes acarrearían contratiempos y un trabajo penoso; pero él no pudo por menos de considerarlo una reprensión al encontrarse ante el espacioso fregadero de piedra que se alzaba hasta la misma altura que su pecho, con el jabón trepando hasta sus brazos desnudos y empapándole las mangas remangadas de la camisa, y las sábanas mojadas tan pesadas como un perro muerto, mientras una sensación general de calamidad paralizaba su voluntad. Briony bajaba a intervalos a comprobar sus progresos. Le habían prohibido ayudarle, y Jackson, por supuesto, no había lavado nada en su vida; los dos lavados, incontables escurridos y la sostenida manipulación con las dos manos del rodillo de escurrir, así como los quince temblorosos minutos que pasó después en la mesa de la cocina, tomando pan con mantequilla y un vaso de agua, robaron dos horas del tiempo de ensayo.

Betty le dijo a Hardman, cuando éste llegó para tomar su pinta matutina de cerveza, que ya tenía bastante con tener que preparar un asado especial para la cena con un clima semejante, y que personalmente consideraba que el castigo era demasiado severo, y que en su lugar ella le habría administrado al chico varios azotes fuertes en las posaderas y habría lavado las sábanas ella misma. Lo cual hubiera convenido a Briony, pues la mañana iba avanzando. Cuando su madre bajó a comprobar en persona que la tarea había sido realizada, fue inevitable que se instaurase un sentimiento de liberación en los participantes, y en la mente de la señora Tallis un cierto grado de culpa reconocida, gracias a la cual, cuando Jackson preguntó con una vocecita si ahora, por favor, le daban permiso para bañarse en la piscina y si su hermano podía acompañarle, su deseo fue de inmediato atendido y las objeciones de Briony generosamente desoídas, como si fuese ella la que impusiera pruebas desagradables al niño indefenso. Así que hubo baño, y a continuación se serviría el almuerzo.

Los ensayos habían continuado sin Jackson, pero fue una remora no haber podido perfeccionar la importante primera escena, la despedida de Arabella, y Pierrot estaba demasiado nervioso por la suerte de su hermano en los intestinos de la casa para interponerse en el camino de un ruin conde extranjero; lo que le ocurriese a Jackson sería también el destino de Pierrot. Hizo frecuentes visitas al retrete situado al fondo del pasillo.

Cuando Briony regresó de una de sus incursiones a la lavandería, Pierrot le preguntó:

—¿Le han dado unos azotes?

—Todavía no.

Al igual que su hermano, Pierrot poseía la habilidad de privar a su texto de todo sentido. Entonó una lista de palabras: «Crees-que-puedes-escapar-de-mis-garras.» Completo y correcto.

—Es una pregunta —intervino Briony—. ¿No lo ves? Sube de tono al final.

—¿Qué quieres decir?

—Eso es. Acabas de hacerlo. Empiezas bajo y terminas alto. Es una
pregunta
.

Él tragó fuerte, tomó aire e hizo otra tentativa que esta vez fue como si pasara lista con una escala cromática ascendente.

—Al final. ¡Sube de tono al final!

Ahora Pierrot pasó lista con el tono monocorde de antes, un cambio de registro, un falsete, en la última sílaba.

Lola había ido al cuarto de juegos esa mañana disfrazada de la adulta que en el fondo consideraba que era. Vestía unos pantalones plisados de franela, amplios en las caderas y acampanados en el tobillo, y un suéter de manga corta de cachemira. Otros emblemas de madurez eran una gargantilla de terciopelo con perlas diminutas, las trenzas anaranjadas recogidas en la nuca y sujetas con un broche de esmeraldas, tres pulseras holgadas de plata alrededor de una muñeca pecosa, y el hecho de que, cada vez que se movía, el aire en su derredor olía a agua de rosas. Su condescendencia, al ser totalmente contenida, resultaba tanto más intensa. Respondía fríamente a las sugerencias de Briony, recitaba sus líneas, que parecía haber aprendido esa noche, con suficiente expresión, y alentaba con suavidad a su hermano sin mermar en nada la autoridad de la directora. Era como si Cecilia, o incluso su madre, hubiera accedido a dedicar algún tiempo a los pequeños asumiendo un papel en la obra, y estuviese resuelta a no mostrar la menor traza de aburrimiento. Lo que faltaba era toda muestra de entusiasmo desigual, infantil. Cuando Briony, la noche anterior, había enseñado a sus primos la taquilla de entradas y la caja de recaudación, los gemelos se habían peleado por los mejores papeles ante el público, pero Lola se había cruzado de brazos y formulado cumplidos decorosos y adultos mediante una sonrisa tan opaca que en ella no se detectaba ironía.

—Qué maravilla. Qué inteligente por tu parte, Briony, haber pensado en eso. ¿De verdad que lo has hecho todo tú sola?

Briony sospechaba que detrás de los modales perfectos de su prima mayor había una intención destructiva. Quizás Lola contase con los gemelos para echar al traste la obra con la mayor inocencia, y le bastara con apartarse y observar.

Estas sospechas indemostrables, la detención de Jackson en la lavandería, la actuación deplorable de Pierrot y el calor tórrido de la mañana oprimían a Briony. También le molestó descubrir a Danny Hardman fisgando desde la entrada. Tuvo que pedirle que se fuera. No lograba penetrar en el desapego de Lola ni arrancar de Pierrot las inflexiones comunes del habla cotidiana. Qué alivio, pues, encontrarse de repente sola en el cuarto. Lola había dicho que tenía que recomponer su peinado, y su hermano se había ido por el pasillo al retrete o más allá.

Briony se sentó en el suelo, recostada en uno de los altos armarios empotrados, llenos de juguetes, y se abanicó la cara con las páginas de su obra. El silencio en la casa era absoluto: no se oían voces ni pisadas abajo ni murmullos de las cañerías; en el espacio entre una de las ventanas de guillotina, una mosca atrapada había cesado de debatirse y, fuera, los gorjeos líquidos de pájaros se habían evaporado en el calor. Enderezó las rodillas ante ella y dejó que los pliegues de la falda de muselina blanca y el fruncido familiar, grato, de la piel en torno a las rodillas ocupasen plenamente su campo de visión. Podría haberse cambiado de vestido esa mañana. Pensó en que debería cuidar más su apariencia, como Lola. Era pueril no hacerlo. Pero qué esfuerzo representaba. El silencio silbaba en sus oídos y su visión estaba un poco distorsionada; sus manos en el regazo parecían insólitamente grandes y al mismo tiempo lejanas, como vistas desde una gran distancia. Levantó una mano, flexionó los dedos y se preguntó, como había hecho algunas veces, cómo era posible que aquella cosa, aquella maquinaria para asir, aquella araña carnosa en el extremo del brazo, pudiese ser suya y estuviese totalmente a sus órdenes. ¿O poseía una pequeña vida propia? Dobló el dedo y lo enderezó. El misterio estaba en el instante antes de que se moviese, en la línea divisoria entre el no moverse y moverse, cuando su intención surtía efecto. Si pudiera estar en la cima, pensó, quizás descubriese el secreto de sí misma, aquella parte de sí que mandaba en realidad. Acercó el índice a la cara y lo miró fijamente, instándole a moverse. Permaneció inmóvil porque ella estaba simulando, no lo hacía del todo en serio, y porque querer que se moviese, o estar a punto de moverlo, no era lo mismo que moverlo de verdad. Y cuando finalmente dobló el dedo, pareció que la acción empezaba en el propio dedo, no en alguna parte de la mente de Briony. ¿Cuándo sabía el dedo que se movía, cuándo ella sabía que lo movía? No podía sorprenderse en plena acción. Era una cosa o la otra. No había puntadas, no había costura, y sin embargo ella sabía que, detrás del terso tejido ininterrumpido, era el yo real —¿era su alma?— el que tomaba la decisión de cesar el simulacro e impartir la orden definitiva.

Estos pensamientos eran tan familiares para ella, y tan reconfortantes, como la precisa configuración de sus rodillas, su aspecto emparejado pero rival, simétrico y reversible. Un segundo pensamiento seguía siempre al primero, un misterio engendraba otro: todas las demás personas, ¿estaban realmente tan vivas como ella? Por ejemplo, ¿era su hermana tan importante, tan valiosa para sí misma como Briony era para Briony? ¿Ser Cecilia era algo tan vivido como ser Briony? ¿Tenía también su hermana un yo real escondido detrás de una ola que rompe, y dedicaba tiempo a pensar en ello, con un dedo alzado ante la cara? ¿Lo tenía todo el mundo, incluso su padre, y Betty, y Hardman? Si la respuesta era sí, entonces el mundo, el mundo social, era insoportablemente complicado, con dos mil millones de voces, y los pensamientos de cada cual luchando por poseer igual importancia, y todo el mundo reclamando intensamente el mismo derecho a la vida, y todos pensando que eran seres únicos, cuando nadie lo era. Uno podía ahogarse en la intrascendencia. Pero si la respuesta era no, entonces Briony estaba rodeada de máquinas, inteligentes y agradables por fuera, pero desprovistas de la viva y privada sensación interior que ella tenía. Aquello era algo siniestro y solitario, además de increíble. Pues aunque ofendiese a su sentido del orden, sabía que era abrumadoramente probable que todo el mundo tuviera pensamientos como los suyos. Lo sabía, pero sólo en términos de estéril teoría; en realidad no lo sentía.

Los ensayos también ofendían su sentido del orden. El mundo independiente que ella había dibujado con líneas claras y perfectas había sido desfigurado por los garabatos de otras mentes, otras necesidades; y el tiempo mismo, tan fácilmente dividido sobre el papel en actos y escenas, ahora se escabullía de una forma incontrolable. Quizás Jackson no volviese hasta después del almuerzo. Leon y su amigo llegaban a última hora de la tarde, o quizás más temprano, y la función estaba prevista para las siete. Y todavía no había habido un ensayo propiamente dicho, y los gemelos no sabían actuar, y ni siquiera hablar, y Lola le había birlado el papel que le correspondía, y todo se había desmandado, y hacía calor, un calor absurdo. Atenazada por la opresión, la niña se levantó. El polvo del zócalo le había ensuciado las manos y la espalda del vestido. Enfrascada en sus pensamientos, se limpió las palmas con la tela de la falda y se dirigió a la ventana. La manera más sencilla de impresionar a Leon habría sido escribirle una historia, ponérsela en las manos y observarle mientras la leía. Las letras del título, la portada ilustrada, las páginas encuadernadas: en esta sola palabra residía la atracción de la forma limpia, limitada y controlable que había dejado atrás cuando decidió escribir una obra de teatro. Un relato era simple y directo, no permitía que nada se interpusiese entre ella y el lector: no había intermediarios, con sus ambiciones privadas o su incompetencia, no había presiones de tiempo ni recursos limitados. En un relato sólo había que desear, bastaba con escribirlo y tenías el mundo; en una obra de teatro debías apañártelas con lo disponible: no había caballos, ni calles de un pueblo, ni costa. No había telón. Parecía evidentísimo ahora que era demasiado tarde: un relato era una forma de telepatía. Mediante el proceso de trazar símbolos de tinta en una página, enviaba ideas y sentimientos desde su mente a la del lector. Era un proceso mágico, tan ordinario que nadie se detenía a pensarlo. Leer una frase y entenderla era lo mismo; como en el caso de doblar un dedo, nada mediaba entre las dos cosas. No había una pausa durante la cual los símbolos se desenredaban. Veías la palabra
castillo
y allí estaba, a lo lejos, con bosques que se extienden ante él en pleno verano, con el aire azulado y suave del humo que asciende de la forja de un herrero y un camino empedrado que serpentea hacia la verde sombra…

BOOK: Expiación
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