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Authors: Ian McEwan

Expiación (8 page)

BOOK: Expiación
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—¿Cómo voy a hacer eso?

—No me importa cómo. Invéntate una excusa.

—Algo ha habido entre vosotros.

—No, nada.

—¿Te está importunando?

—¡Por el amor de Dios!

Se levantó, irritada, y se alejó hacia la caseta de la piscina, una construcción abierta, sostenida por tres columnas estriadas. Se apoyó en la central, fumando y mirando a su hermano. Dos minutos antes eran aliados y ahora estaban enfadados; era, en verdad, la infancia recobrada. Paul Marshall, a mitad de camino entre ellos, volvía la cabeza hacia un lado y hacia el otro mientras ellos hablaban, como en un partido de tenis. Tenía un aire neutral, vagamente inquisitivo, y no parecía perturbado por la disputa fraterna. Aquello, al menos, pensó Cecilia, era un tanto a su favor. Leon dijo:

—Crees que no sabe utilizar los cubiertos.

—Leon, ya basta. No tenías por qué haberle invitado.

—¡Qué tontería!

El zumbido de la bomba depuradora mitigó parcialmente el silencio que siguió. Ella no podía hacer nada ni obligar a Leon a que hiciera algo, y de repente sintió la inutilidad de discutir. Repantigada contra la piedra caliente, apuró su cigarrillo indolentemente y contempló la escena que tenía delante: la losa en escorzo de agua clorada, la cámara negra de una rueda de tractor apoyada contra una tumbona, a los dos hombres con traje de lino de color crema y tonos infinitesimalmente distintos, el humo gris azulado que ascendía contra el verdor del bambú. Todo parecía esculpido, fijo, y lo sintió de nuevo: había sucedido hacía mucho tiempo, y todas las consecuencias, en todas las escalas —desde la más ínfima a la más colosal— estaban ya a la vista. Ocurriera lo que ocurriese en el futuro, por muy superficialmente extraño o escandaloso que fuera, poseería también un cariz familiar, conocido, que la induciría a decir, pero sólo para sus adentros: «Oh, sí, claro. Esto. Debiera haberlo sabido.» Dijo, con ligereza:

—¿Sabéis lo que pienso?

—¿Qué?

—Deberíamos entrar en casa y tú deberías prepararnos una bebida especial.

Paul Marshall dio una palmada y el sonido rebotó entre las columnas y la pared trasera de la caseta.

—Para eso sí tengo buena mano —exclamó—. Con hielo triturado, ron y chocolate negro derretido.

La sugerencia provocó un intercambio de miradas entre Cecilia y su hermano, y de este modo se zanjó su discordia. Leon ya se había puesto en marcha, y cuando Cecilia y Paul Marshall le seguían, convergiendo hacia la abertura del seto, ella le dijo:

—Preferiría algo amargo. O incluso agrio.

Él sonrió, y como había llegado antes al túnel, se detuvo para cederle el paso, como si fuera la puerta de una sala, y cuando ella pasó notó que él le tocaba levemente el antebrazo.

O quizás fuese una hoja.

5

Ni los gemelos ni Lola supieron exactamente qué había movido a Briony a abandonar los ensayos. En aquel momento ni siquiera sabían que lo había hecho. Estaban haciendo la escena en torno al lecho de enfermo, en la que Arabella, postrada en cama, recibe por primera vez en su buhardilla al príncipe disfrazado de buen médico, y la cosa iba bastante bien, o no peor de lo habitual, y los gemelos recitaban su texto no más torpemente que antes. En cuanto a Lola, no quiso ensuciarse su vestido de cachemira tumbándose en el suelo y optó por desplomarse sobre una silla, y la directora apenas pudo poner reparos al respecto. La prima había interiorizado tan plenamente el espíritu de su propia conformidad distante que se sentía inmune al reproche. Un momento antes, Briony estaba dando pacientes instrucciones a Jackson y luego se detuvo, frunció el ceño, como si fuera a corregirse, y se marchó. No hubo un momento culminante de diferencia creativa, ni un arranque de furia o una salida airada. Se dio media vuelta y simplemente salió de la habitación, como si se encaminara al cuarto de baño. Los demás aguardaron, sin saber que todo el proyecto se había acabado. Los gemelos creían haberse esforzado mucho, y Jackson, en particular, que todavía se sentía repudiado en la casa Tallis, pensaba que complacer a Briony podría ser un buen modo de rehabilitarse.

Mientras esperaban, los chicos jugaban al fútbol con un tarugo de madera y su hermana miraba por la ventana, tarareando en voz baja. Al cabo de un lapso incalculable, salió al pasillo y lo recorrió hasta el fondo, donde una puerta abierta daba a un dormitorio que no se utilizaba. Desde allí se divisaba el sendero de entrada y el lago surcado por una columna de fosforescencia reluciente, candente a causa del intenso calor vespertino. Recortada contra aquella columna, vislumbró a Briony más allá del templo de la isla, de pie al borde mismo del agua. De hecho, incluso era posible que estuviera dentro del agua: en aquel contraluz era difícil decirlo. No parecía que tuviese intención de volver. Cuando salía del cuarto, Lola vio junto a la cama una maleta que parecía de hombre, de cuero curtido y gruesas correas y descoloridas etiquetas de barco. Vagamente le recordó a su padre, y se paró junto a ella, y captó el tenue olor a hollín de un vagón de tren. Apretó con el pulgar uno de los cerrojos y lo desplazó hacia un lado. El metal pulido estaba frío, y el contacto de Lola dejó unas manchitas de condensación menguante. El cierre la sobresaltó al soltarse con una sonoridad maciza. Empujó la maleta y se precipitó fuera del cuarto.

Para los gemelos transcurrió un tiempo más informe. Lola les mandó a comprobar si la piscina estaba libre; se sentían incómodos allí si había adultos presentes. Los gemelos volvieron para informar de que en la piscina estaba Cecilia con otros dos adultos, pero para entonces Lola ya no estaba en el cuarto de juegos. Estaba en su dormitorio diminuto, arreglándose el pelo delante de un espejo de mano apoyado en el alféizar. Los gemelos se tumbaron en la cama estrecha y se hicieron cosquillas y lucharon y lanzaron ruidosos aullidos. Ella no podía mandarles a su propia habitación. Ahora ya no había ensayo, y la piscina no estaba disponible, y el tiempo sin organizar les oprimía. La añoranza les invadió cuando Pierrot dijo que tenía hambre; faltaban horas para la cena, y no sería correcto bajar ahora a pedir algo de comer. Además, los chicos no se atrevían a entrar en la cocina porque tenían pavor a Betty, a la que habían visto en la escalera, acarreando con expresión grave esterillas rojas hacia la habitación de los hermanos.

Poco después, los tres estaban de vuelta en el cuarto de juegos, el único en el que, aparte de los dormitorios, se creían con derecho a estar. El tarugo azul baqueteado estaba donde lo habían dejado, y todo estaba como antes. Jackson dijo:

—No me gusta estar aquí.

La simplicidad de su comentario desquició a su hermano, que fue hasta una pared y encontró en el zócalo algo de interés a lo que empujó con la puntera del zapato. Lola le ciñó el hombro con el brazo y dijo:

—Está bien. Pronto volveremos a casa.

El brazo de Lola era mucho más delgado y liviano que el de su madre, y Pierrot empezó a sollozar, pero en silencio, todavía consciente de que estaba en una casa extraña donde la urbanidad era primordial.

Jackson también estaba lloroso, pero todavía era capaz de hablar.

—No será pronto. Eso lo dices tú. De todos modos, no podemos volver a casa… —Hizo una pausa para armarse de valor—. ¡Es un divorcio!

Pierrot y Lola se quedaron petrificados. La palabra nunca había sido empleada delante de los niños, ni ellos la habían proferido nunca. Las consonantes débiles sugerían una obscenidad impensable, el final sibilante susurraba el deshonor de la familia. El propio Jackson pareció consternado cuando la palabra salió de sus labios, pero ahora ya no tenía remedio y, que él supiese, decirla en voz alta era un delito tan grande como el acto en sí, fuera lo que fuese. Ninguno de los tres, tampoco Lola, sabía lo que era. Ella avanzaba hacia Jackson, con sus ojos verdes entornados como los de un gato.

—Cómo te
atreves
a decir eso.

—Es verdad —dijo él entre dientes, y apartó la mirada. Sabía que estaba en un aprieto, que merecía estarlo, y estaba a punto de echar a correr cuando ella le agarró por una oreja y le acercó la cara a la suya.

—Si me pegas —dijo él, rápidamente—, se lo diré a «los padres».

Pero los había invocado en vano, un tótem derruido de una perdida era dorada.

—No volverás a decir
nunca
esa palabra. ¿Me oyes?

Él asintió, lleno de vergüenza, y ella le soltó.

La conmoción había enjugado las lágrimas de los gemelos, y Pierrot, tan ansioso como de costumbre por remediar una situación incómoda, dijo, alegremente:

—¿Qué hacemos ahora?

—Eso me pregunto yo siempre.

El hombre alto, de traje blanco, quizás llevaba muchos minutos parado en la puerta, el tiempo suficiente para haber oído a Jackson decir la palabra, y fue este pensamiento, más que el sobresalto de su presencia, lo que impidió reaccionar incluso a Lola. ¿Conocería él a su familia? Para saberlo no podían sino mirar y esperar. Él se acercó a ellos y extendió la mano.

—Paul Marshall.

Pierrot, el que estaba más cerca, tomó la mano en silencio, y lo mismo hizo su hermano. Cuando le tocó el turno a la chica, dijo:

—Lola Quincey. Éste es Jackson y éste es Pierrot.

—Qué nombres más bonitos tenéis todos. Pero ¿cómo puedo distinguiros a vosotros dos?

—En general, a mí me consideran más agradable —dijo Pierrot. Era una broma familiar, una respuesta concebida por su padre que solía hacer reír a los extraños cuando hacían la pregunta. Pero aquel hombre ni siquiera sonrió cuando dijo:

—Debéis de ser los primos del norte.

Aguardaron en tensión para saber qué más sabía de ellos, y le observaron mientras él recorría la longitud de las tablas desnudas del cuarto y se agachaba para recoger el tarugo que lanzó al aire y atrapó hábilmente con un chasquido de madera contra piel.

—Estoy en una habitación del pasillo.

—Ya sé —dijo Lola—. En la de tía Venus.

—Exactamente. En su antigua habitación.

Paul Marshall tomó asiento en la butaca que recientemente había ocupado la Arabella enferma. Tenía en verdad una cara curiosa, con todas las facciones apretujadas alrededor de las cejas, y una gran barbilla salida como la de Desperate Dan. Era una cara cruel, pero tenía modales agradables, y Lola consideró atractiva aquella combinación. Marshall se alisó los pliegues del pantalón mientras miraba primero a un Quincey y después al otro. A Lola le llamó la atención el cuero blanco y negro de sus zapatos, y él advirtió que ella los admiraba y mentalmente le imprimió un compás a un pie.

—Lamento lo de la obra.

Los gemelos se acercaron al unísono, instigados —por debajo del umbral de la consciencia— a cerrar filas por la reflexión de que si él sabía más que ellos sobre los ensayos, debía de saber otro montón de cosas. Jackson habló desde el fondo de la inquietud de los tres.

—¿Conoce a nuestros padres?

—¿Al señor y a la señora Quincey?

—¡Sí!

—He leído en el periódico algo sobre ellos.

Los chicos le miraron mientras asimilaban la respuesta y se quedaron sin habla, porque sabían que los asuntos de los que se hablaba en los periódicos eran trascendentales: terremotos y accidentes de tren, lo que hacían día tras día los gobiernos y los países, y si había que gastar más dinero en armas por si Hitler atacaba a Inglaterra. Estaban sobrecogidos, pero no del todo sorprendidos de que su propio desastre figurase al lado de aquellos temas sagrados. Aquello sonaba a confirmación de la verdad.

Para serenarse, Lola puso los brazos en jarras. Le dolían los fuertes latidos del corazón, y se sentía insegura para hablar, aunque sabía que debía hacerlo. Pensaba que estaban jugando a un juego que ella no entendía, pero tenía la certeza de que allí había habido una incorrección, o hasta un insulto. La voz se le quebró cuando empezaba, y se vio obligada a carraspear y empezar de nuevo.

—¿Qué ha leído de ellos?

Él enarcó las cejas, que eran tupidas y se le juntaban, y sus labios exhalaron un sonido desdeñoso y evasivo.

—Oh, no sé. Nada de nada. Tonterías.

—Entonces le agradeceré que no hable de ellas delante de los niños.

Era un modismo que ella debía de haber oído en alguna parte, y lo enunció con fe ciega, como un aprendiz que entona el conjuro de un mago.

Pareció surtir efecto. Marshall hizo una mueca, reconociendo su error, y se inclinó hacia los gemelos.

—Ahora escuchadme los dos con atención. Todo el mundo sabe que vuestros padres son personas absolutamente maravillosas que os quieren muchísimo y que piensan en vosotros continuamente.

Jackson y Pierrot asintieron, en solemne acuerdo. Cumplida la tarea, Marshall dirigió de nuevo su atención a Lola. Después de haber tomado en el salón, con Leon y Cecilia, dos cócteles cargados de ginebra, había subido a buscar su habitación, deshacer la maleta y cambiarse para la cena. Sin quitarse los zapatos, se había tumbado en la enorme cama de columnas y, calmado por el silencio del campo, las bebidas y el aire cálido del atardecer, se había sumido en un sueño ligero en el que aparecieron sus jóvenes hermanas, las cuatro que tenía, alrededor de la cama, cotorreando, tocándole y tirándole de la ropa. Despertó con el pecho y la garganta calientes, incómodamente excitado y fugazmente desorientado por el entorno. Mientras bebía agua, sentado en el borde de la cama, había oído las voces que debían de haber provocado aquel sueño. Recorrió el suelo crujiente del pasillo, entró en el cuarto de juegos y vio a los tres niños. Ahora veía que la chica era casi una mujer, desenvuelta e imperiosa, igual que una princesita prerrafaelita con sus pulseras y trenzas, sus uñas pintadas y su gargantilla de terciopelo. Le dijo:

—Tienes un gusto excelente para la ropa. Creo que esos pantalones te sientan especialmente bien.

Ella oyó esto más complacida que avergonzada, y sus dedos rozaron levemente los pliegues que se abrían a ambos lados de sus caderas estrechas.

—Los compramos en Liberty cuando mi madre me llevó a Londres para ir al teatro.

—¿Y qué visteis?


Hamlet
.

En realidad, habían visto una pantomima en la función de tarde del Pavilion de Londres, durante la cual Lola se había derramado sobre el vestido un refresco de fresa, y Liberty estaba justo en la acera de enfrente.

—Una de mis favoritas —dijo Paul. Fue una suerte para ella que él tampoco hubiese leído ni visto la obra, pues había estudiado química. Pero alcanzó a decir, pensativo—: Ser o no ser.

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