Fabulosas narraciones por historias (24 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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—¿Tiene usted un interés especial en que lo hagamos? —preguntó Martini con una cierta insolencia.

—No, por Dios; interés, ninguno. Es sólo que me divierte la idea y que me recuerdan ustedes a unos amigos míos que tengo en París. Ellos también odian todas las tertulias.

—Nosotros no odiamos todas las tertulias, pero nos divierte intimidar a los intelectuales, esa lacra social que se cree llamada a dirigir los destinos de España. Usted no sabe lo claro que se ven las cosas cuando se le pone a un intelectual una pistola en la boca —disertó Patricio.

—No sé si se da cuenta usted de lo interesante que son sus propias palabras —observó el barón, y Pátric se hinchó tanto que tuvo que sujetarse a la mesa para no salir volando.

—Les aseguro que Leo los admira a ustedes mucho —corroboró Joyce.

—Y si se lo hiciéramos a usted, ¿nos seguiría admirando? —preguntó Martini provocador.

—¡Martini: eres más burro que un arado! —le recriminó Santos sufriendo por el precario equilibrio de la escena, temiendo que el encantamiento desapareciera de un momento a otro y que el barón se convirtiera en rana o que simplemente se largara.

—Tranquilízate, Santos. Estoy haciéndole una pregunta al señor. Quiero saber cuánto se nos admira. Dígame, barón, con todos los respetos: si yo le metiera ahora mismo una pistola en el culo, ¿me admiraría?

Babenberg miró seriamente al único ojo del tuerto; esbozó media sonrisa y le contestó:

—Yo soy un personaje muy popular, ya lo sabe; y tengo que cuidar mi imagen. Si ahora mismo, con ese fotógrafo ahí, espiándonos, usted me metiera una pistola en el culo, pediría a mis hombres que lo machacaran, y mañana usted aparecería muerto en su habitación de la Residencia. Después, en mi fuero interno, sí, tal vez lo siguiera admirando tanto o más que antes; pero no creo que a usted le sirviera de nada. La sincera respuesta del barón los dejó momentáneamente silenciosos. Babenberg sostuvo la tensión hasta que no pudo más, y entonces soltó una carcajada a coro con Joyce. Los chicos, especialmente Santos y Patricio, estaban atónitos.

—Compruebo con agrado que mi respuesta los ha impresionado, lo cual, no sé si lo entienden, es para mí motivo de orgullo: acabo de vencer al terror de Madrid. Martini, perdone mi brusquedad; pero su provocación me ha estimulado formidablemente: en décimas de segundo he buscado en mi cabeza una respuesta brutal, y parece que la he encontrado. En confianza, y para que no me tenga aprensión, le diré que soy incapaz de matar una mosca y que me aterroriza la violencia física. Me gustan ustedes mucho. ¿Por qué no vienen este fin de semana a mi finca de Guadalajara? Estaba pensando organizar una montería. ¿Son cazadores?

Los chicos se miraron. No, no eran…

—Martiniano: aunque lo conozco poco, tengo la intuición de que la caza le fascinaría. ¿Por qué no me permiten que les envíe un auto el sábado? A mi esposa, María Luisa, le encantaría que vinieran. ¿Eh?, ¿qué dicen?

¿Era verdad lo que estaban oyendo sus oídos? ¿El barón Leo Babenberg les estaba invitando a La Moratilla, su villa alcarreña, y les iba a presentar a su esposa María Luisa? ¡Oh, Dios mío, cuando lo contara en su pueblo no lo iban a creer!

—¿Vendrán?

—Yo sí, desde luego —aseguró Santos.

—Encantado —respondió Pátric, y en ese preciso instante una potente luz le cegó. Por un momento pensó que era el tío José María, que se aparecía allí, delante de todos, a darle una charla; pero no. Era el fogonazo de una cámara de fotografías.

—¡Para
Mujer de Hoy!
—anunció un reportero menudo frente a ellos antes de abrirse paso hacia la salida.

—Les he dicho que nos estaba espiando —comentó Babenberg con gesto disgustado.

Ésa es la única foto que se conserva de los tres. Martini viste terno de paño oscuro con forro de casimir, camisa de seda natural Peter Hosemate y una divertida corbata de Gean Genet. Pátric tiene un aire desenvuelto con su traje de algodón tono pastel y camisa negro azabache, sobre la que resalta una corbata de estampados en crudo; los zapatos y el sombrero que tiene en el regazo son hechos a medida, en piel, por Inchausti. Santos viste más clásico, con terno beige, camisa de popelina y corbata de lazo en tonos verdes. Tras ellos sólo se perciben difusamente los rostros de Joyce y Babenberg. Joyce sale con los ojos cerrados; y Babenberg, con una extraña sonrisa que no le favorece nada.

«¡Ah! Se me olvidaba. También quisiera mencionar otra cosa que hacían. La cosa que hacían era anunciar en
El Sol
falsos actos culturales. Anunciaban por ejemplo: "El Dr. Alberto Einstein hablará hoy a las cinco de la tarde en la Residencia de Estudiantes sobre su teoría de la relatividad. Entrada gratuita". La Residencia se llenaba, lógicamente. Había que ver al Moreno disculpándose en frente de doscientas o trescientas personas, si no más. Ha sido una confusión, no sabemos quién ha podido hacer esto, se excusaba. La gente le insultaba y maldecía la Residencia. Como le ocurrió a Pedrito con el lobo, después de cinco o seis actos falsos, los madrileños dejaron de acudir a las convocatorias de la Residencia. ¡No iban ni siquiera a las auténticas, por si acaso! Me parece que no se me olvida nada más.»

Sebastián Casero,
Los olvidados,
Teruel, Editorial Cascabeles, 1971, pág. 535.

Las nubes desgarraban el cielo al despuntar el sol. El viento soplaba con fuerza, agitando violentamente las chaparras y las encinas, cuyo epiléptico vaivén tenía algo de monstruoso. A lo lejos, una hilera de automóviles, todavía con los faros encendidos, se acercaba con gran estruendo por el caminucho al viejo cortijo de La Moratilla. Cerraba la fila una camioneta en la que iban subidos, de pie, los secretarios y el resto de subalternos. Patricio, Santos y Martini viajaban dormidos en la caravana, en el interior del Packard Single Eight que Babenberg había puesto a su disposición, y que conducía un tipo llamado Hans, de acento irreconocible.

—¿De dónde eres? —le habían preguntado al principio del viaje.

—Fue nachido di Alemaña, mi crríe at la Frans por mío patre italiano y mi matre inglis. Mucho poblem para minha lingua, muitto, becauso me se pega toíto lo que oigo —había respondido y no había querido hablar más. Cerrada la ventanilla de discreción, los chicos habían ido cayendo poco a poco, uno a uno; y, dormidos, habían llegado a La Moratilla.

Cuando los autos alcanzaron la explanada que había frente a la puerta principal, el ruido de los motores fue cesando. Se oyó el sonido de las puertas al abrirse y al cerrarse; y entonces las voces, los gritos y los saludos sustituyeron al rugir de los automóviles. Por la puerta comenzaron a entrar hombres y mujeres con ropas que recorrían todas las tonalidades del verde. Babenberg, que vestía con naturalidad y elegancia unos atavíos de montero que en otro adulto hubieran resultado ridículos, daba la bienvenida a los recién llegados en compañía de su esposa. María Luisa, como se dice siempre, era mucho más guapa al natural que en las revistas ilustradas, y desde luego mucho más que la tía Carmen. Su pálida piel, sus ojos claros, sus dientes blancos, sus labios rojos, su pecho en el que se detuvieron los ojos de Santos y de Patricio, pero no los de Martini, su mano de largos dedos, que les tendía, y hasta aquellos lóbulos minúsculos y carnosos que asomaban graciosamente bajo el pelito corto, desprendían hacia el mundo una luz de mediodía que hacía parecer diáfanas todas las cosas. Pero había algo en esa cálida sonrisa de ojos rasgados que atenuaba la claridad o, quién sabe, igual hasta la hacía más cegadora; y era ese velo de lejanía con el que los acostumbrados al lujo y a las riquezas han aprendido, coquetos, a adornar todas sus cosas.

—Me alegro de que hayan podido venir. Tenía muchas ganas de conocerlos —les dijo antes de volverse hacia otros invitados.

Babenberg los invitó a pasar y les recomendó que comieran algo:

—La mañana va a ser larga. Dentro tienen café, huevos, tocino, dulces, mermeladas y zumos. Cuando se desayunen, vengan conmigo; tienen que elegir una escopeta. La escopeta es muy importante en esto de la caza —bromeó el barón.

El salón se llenó de cazadores en un abrir y cerrar de ojos. Había hombres y mujeres de todas las edades; se notaba que eran ricos porque los jóvenes tenían en sus ojos y en todas sus cosas la gravedad de los mayores; y éstos, un aire juvenil y despreocupado que parecían haber robado a sus hijos. Todos parecían frescos, como recién salidos de una ducha tonificante. Muchos de ellos, sin embargo, habían estado jugando al póquer hasta dos horas antes. Se apretaban las manos, se abrazaban, rompían en grandes carcajadas y sostenían en corro conversaciones banales o cinegéticas.

—Yo a Julio Sánchez de Benito, como cazador, le tengo el máximo respeto —aseguraba un hombre corpulento de rostro moreno y poblado bigote, que emitía todas sus frases con gran convicción y que repetía dos veces las palabras o las frases que juzgaba dignas de memoria o difíciles de entender—. El máximo respeto. Don Julio, en una montería de diez mil pesetas, tiene los huevos, porque hay que llamarlo así, los huevos de no disparar si el bicho no es de pavo. ¡Y eso, en una montería de diez mil pesetas, que se dice pronto! ¡De diez mil pesetas! Y yo ante eso, señores, me quito el sombrero. ¡Eso es un cazador! ¡Un cazador!

—¡Ah; pues yo no! —confesó una señora entradita en años, que conservaba peinado y maneras juveniles pese a tener voz de cazallera—. Yo disparo aunque sea un vareto, no te digo. Para eso he pagado. Y mucho.

—Mi querida marquesa de Hinojosa, eso es contraproducente hasta para su propio bolsillo —sentenció otro.

—¡Ya está usted con sus adivinanzas! —replicó la marquesa.

—No es ninguna adivinanza, señora; se trata de educar al cazador. Hay que hacerle comprender que el respeto a los varetos redunda en su beneficio año tras año. Para qué tirar a un bicho, debe preguntarse el cazador en el momento sublime, que no podré exhibir en ningún lugar. Hoy por hoy, para que una finca tenga buena caza, ésta debe ser cuidada; y el único modo de conseguirlo es no matándola.

—Ciriaco tiene razón —corroboró otro—. Cuando cogimos nuestra finca, hace ya diez o quince años, no tenía más de quinientos venados; y hoy tiene ya más de dos mil. Claro, eso cuesta el sacrificio de no cazarla en años.

Fuera de la casa esperaban los rehaleros, los secretarios, los carniceros y los portadores. Se calentaban alrededor de una hoguera, y desayunaban chorizo en aceite y un queso muy fuerte que cortaban con ayuda de una navajilla y el dedo pulgar.

—¿A cuánto salimos, maestro? preguntó uno.

—Dieciséis duros los secretarios. Diez duros los demás —contestó el montero mayor, un hombre alto y espigado, con aspecto muy juicioso.

—¿Será posible? —protestó un secretario joven—. ¿Qué menos que veinte, coño?

—Es lo que hay —le contestó el montero mayor, volviéndose hacia él, desafiante.

—No seas protestón, Paquita —le amonestó uno más viejo que se llamaba Quirino—. ¿Quién te ha tocado?

—El conde de Peñaprieta.

—Ése no sabe lo que hace. No sabe por dónde entra el venado, ni si es grande, ni si es chico. Si le pones uno grande y acierta, es capaz de darte mil duros —aseguró el Quirino.

Dentro, las conversaciones se habían apagado y los cazadores, cada vez más impacientes, habían empezado a salir. Pátric, Santos y Martini, con sus escopetas colgadas al hombro, seguían como cachorros silenciosos a Babenberg y a su esposa. Manuel, el secretario del barón, se acercó a él y se puso a sus órdenes. Cuando todos estuvieron fuera, el montero mayor gritó que se iba a cazar la zona de la mohedilla, y que cada puesto daba derecho a matar cinco venados y todos los jabalíes que se quisiera. Oídas las condiciones, cada cual buscó su grupo; cada grupo, su secretario; y todos se fueron echando al monte.

Manuel comenzó a caminar seguido de Babenberg, María Luisa y los chicos. Durante un buen trecho lo hicieron en silencio bajo un sol que cada vez apretaba más. Si no hubiera sido porque de vez en cuando oían disparos, habrían pensado que no había venados en la mohedilla. Excepto un par de varetas, ninguno de los seis vio nada durante dos horas de caminata. Pátric, Santos y Martini empezaban a aburrirse y a decepcionarse con la experiencia cinegética.

—La caza está muy sabia. Habrá que esperar a la suelta de las rehalas —había dictaminado Manuel sin aspavientos, pero con la seguridad de quien conocía el campo. Poco antes del mediodía hicieron un alto para tomar un bocado y echar unos cigarrillos. Sentados en el suelo, con el chorizo y el vino, se animó la charla, como era natural, y en un momento de la misma el barón dijo:

—Se preguntarán ustedes por qué los invito y los trato con tanta confianza. Los conozco porque, como les dije, empiezan a ser ustedes conocidos por todo el mundo; y los invito porque, aunque les parezca exagerado, siento por ustedes una gran simpatía personal e intelectual. No piensen que los estoy adulando o que exagero. Su comportamiento en las tertulias, esas preguntas impertinentes, esos gestos inesperados, aquello que me han dicho que hicieron ustedes en la tertulia de Ramón, todo eso me parece genial. Me atrae lo que sus actos tienen de turbador.

Vaya tío más pedante y más nefasto, pensó Martini, que no se mordió la lengua:

—Son simples gamberradas, y nosotros las hacemos por divertirnos y porque estamos hasta los cojones de tanta tertulia.

A Santos y a Pátric les pareció fuera de lugar el tono insolente que venía empleando el tuerto con el barón. Babenberg, sin embargo, no se inmutó. Babenberg no se inmutaba nunca.

—Eso piensa usted —le repuso a Martini—. En mi opinión, sus acciones tienen más transcendencia de lo que cree. Mire: yo tengo unos amigos en París que hacen exactamente lo mismo. Ellos son quizás un poco mayores que ustedes, y tal vez están más organizados. Tienen reuniones, deciden las acciones futuras y analizan las que han llevado a cabo. Se ven todas las semanas para planificar los escándalos. Los piensan mucho y no los hacen de cualquier manera. En su caso ellos tienen muy claro que no se trata de actos intrascendentes. ¿Han oído ustedes hablar de los surrealistas?

A Patricio le sonaba el nombre de Breton. Sólo Martini volvió a ser meridianamente claro:

—¿Qué es eso de pensar, hablar, reunirse y analizar? Me tiro pedos en la cara de Giménez y pongo pistolas en la boca de Ramón porque son unos hijos de puta y porque no quieren publicar la novela de mi amigo. Yo no le veo la trascendencia a
eso
por ningún sitio.

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