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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo (25 page)

BOOK: Fenris, El elfo
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Sonriendo, Fenris acercó el documento al fuego y dejó que lo devoraran las llamas. Y, mientras aquel último vínculo con su pasado desaparecía entre el fuego, el elfo—lobo alzó la cabeza, miró a las estrellas y aulló.

No sabía si aullaba a la luna, a las estrellas o esperando que hubiese alguien en alguna parte que pudiese escucharlo y entenderlo, pero sí sabía que, si seguía vivo a pesar de todo, era porque todavía no había encontrado las respuestas que buscaba y su destino lo aguardaba en otra parte, tal vez muy lejos de allí, para, quizá, revelarle el secreto y la razón de su existencia.

EPÍLOGO

—NO ME HA VUELTO A PASAR —concluyó Fenris.

—¿El qué? —preguntó el hombre de la túnica gris, como si despertase de un sueño.

—Eso de poder despertar mi mente racional las noches de luna llena. No sé cómo lo logré la noche en que murió Fenlog, pero no ha vuelto a suceder. Han pasado dos años desde entonces y sigo siendo una bestia asesina. Rondo casi siempre por parajes deshabitados, pero no puedo evitar que la bestia aproveche las noches de luna llena para buscar presas humanas.

El desconocido se rió suavemente desde las profundidades de su capucha.

—¿Qué te hace tanta gracia? —gruñó el elfo, frunciendo el ceño.

—Tú, querido amigo.

—Ya te he dicho que no soy tu amigo. Ya conoces las razones por las que no confío en vosotros, los magos.

—Eso también tiene su gracia, Fenris. Porque... verás... resulta que tú eres uno de nosotros.

Fenris sacudió la cabeza.

—Qué tontería. He estado rodeado de magos casi toda mi vida. Me lo habrían dicho.

—Has dedicado casi todas tus energías a luchar contra la bestia que hay en ti y no has permitido que el don se desarrolle en tu interior. Pero lo tienes, no me cabe duda. Estoy convencido de que ese tal Novan se dio cuenta también. Si no te lo dijo fue porque quería tenerte controlado. Pero, si todo lo que me has contado es cierto, hubo alguien que te lo reveló indirectamente y tú no entendiste sus palabras.

Fenris reflexionó en silencio. Finalmente dijo, comprendiendo:

—La Señora de la Torre.

—La Señora de la Torre —asintió el mago, y su voz sonó como el amenazador siseo de una serpiente—. Te dijo que había dos razones por las cuales eras especial. Te invitó a acudir a su Escuela, donde sin duda te habrías convertido en aprendiz bajo su tutela.

—No. No, eso no es verdad. Yo no soy un mago. Si fuera capaz de obrar los prodigios que he visto hacer a los de tu clase, mi vida habría sido completamente diferente.

—¿Crees que no has obrado prodigios? Entraste en secreto en la Escuela del Bosque Dorado. Nadie que no tuviese un talento natural para la magia habría sobrevivido al hechizo que protege ese lugar. Por otro lado, la noche en que mataste al Cazador fuiste capaz de reproducir dos conjuros que habías oído pronunciar mucho tiempo atrás. Uno de ellos era el que mantenía despierta tu mente de elfo durante la transformación. El otro... un hechizo de curación muy avanzado que salvó tu vida y la de tu compañera. Y créeme, Fenris, cualquiera podría aprender las palabras de un hechizo, pero solo los auténticos magos serían capaces de hacerles cobrar vida.

—Me da igual —dijo el elfo finalmente—. No quiero ser un mago. Los magos no traen nada bueno.

—¿De veras? ¿No quieres aprender magia... y dejar de ser un licántropo?

—Eso no es posible. Sé que puedo despertar mi conciencia racional, pero seguiría sin poder controlar a la bestia.

—No hablo de tu mente, sino de tu cuerpo. De dejar de transformarte. Como bien sabes, porque te lo dijeron una vez, hay conjuros anti—licantropía, pero para que funcionen bien es necesario que se ejecuten en un lugar de mucho poder.

—Pero no existe ese sitio. El Archimago dijo que ni siquiera la Escuela del Bosque Dorado...

—Oh, sí que existe, querido amigo, solo que ya no es un lugar muy agradable y tampoco es sencillo llegar hasta él. Pero una vez fue una famosa Escuela de Alta Hechicería, y la magia que la alimentaba sigue allí todavía.

Fenris lo miró fijamente, empezando a comprender.

—¿Quieres decir...?

—La Torre —asintió el mago.

—Pero es un lugar maldito y abandonado. Tiene sus propios guardianes, guardianes poderosos cuya fuerza está alimentada por el odio de una maldición que los hace invulnerables. Lo sé porque los he visto y he oído su mensaje.

—Sí, pero esos guardianes encantados son lobos, y estoy convencido de que, con tu ayuda, sería posible llegar hasta allí. Este es el trato que te propongo: tú me llevas hasta la Torre y te comprometes a mantenerla a salvo de los lobos. Y yo, a cambio, te adiestraré en la magia y, con el poder de la Torre, fortaleceré el conjuro anti—licantropía para que no vuelvas a transformarte las noches de luna llena mientras estés allí.

—Suena demasiado perfecto —murmuró Fenris—. ¿Dónde está el truco?

—No lo hay. No voy a ocultártelo: hago todo esto únicamente porque me favorece. Pero también te favorece a ti, y eso es lo que hace que este tipo de pactos funcionen. Si yo te traicionase de alguna manera, tú, que tienes poder sobre los lobos, dejarías que ellos acabasen conmigo. Si tú me traicionases, yo retiraría el conjuro anti—licantropía y volverías a convertirte en un lobo las noches de luna llena.

—¿Qué pasará cuando yo mismo aprenda cómo hacer el conjuro?

El mago sonrió.

—¿Qué te hace pensar que te lo voy a enseñar?

—Comprendo. Me tendrías en tu poder.

—Pero yo también estaría a tu merced si realmente puedes controlar a esos lobos. También yo sé lo que es la traición y, créeme, no me gusta confiar mi suerte a cosas tan abstractas como la amistad, el honor o la misericordia. Prefiero saber que los dos cumpliremos lo pactado porque cada uno de nosotros sujeta la soga en torno al cuello del otro. Si uno tira, moriremos los dos.

—Estaría atrapado en la Torre.

—Pero no volverías a matar a nadie.

Fenris calló, confuso. Al cabo de unos momentos levantó la cabeza para mirar al hechicero:

—¿Por qué quieres ir a la Torre?

—Estudié allí hace mucho tiempo. Tras la muerte de Aonia, no queda ya nadie para recoger su legado. Me propongo recuperar todo lo que allí se guarda y convertir la Torre, de nuevo, en una Escuela de Alta Hechicería activa para acoger a los jóvenes dotados como tú, mi querido amigo.

—Ya te he dicho que no soy tu amigo.

—Lo sé. Es solo una manera de hablar.

—Pero ese lugar está maldito. Los lobos no permitirán que nadie se acerque.

—Por eso te necesito a ti. Y tú también me necesitas a mí. ¿Lo ves? Es lo que más me gusta de todo este asunto.

—¿Cómo voy a confiar en ti?

—¿Quién ha hablado de confianza? Te he propuesto un trato que nos beneficia a ambos. Si alguno de los dos lo rompe, se acabaron los beneficios... para ambos.

—Simple y brutal..., pero efectivo —murmuró Fenris—. Está bien: acepto.

El mago sonrió.

—No te arrepentirás.

—Bien, y... ahora que vamos a ser socios..., ¿cómo se supone que debo llamarte?

—Por supuesto, muchacho, debes llamarme Maestro y tratarme con el debido respeto —respondió el hechicero—. Tú, que has tenido una relación tan estrecha con una estudiante de hechicería, deberías saberlo.

—Oh. Sí —gruñó Fenris, recordando que, efectivamente, había una jerarquía muy rígida en la Escuela del Bosque Dorado—. Lo había olvidado.

El Maestro sonrió de nuevo.

—Bien. Tú me aceptas como Maestro, yo te acepto como aprendiz. El pacto está sellado. Ahora solo queda un pequeño detalle. Mírame.

Fenris obedeció casi mecánicamente. La mirada de los ojos grises del Maestro se clavó en los ojos color ámbar del elfo, que sintió inmediatamente como si algo hubiese invadido su conciencia.

—¿Qué estás haciendo? —jadeó, sin poder, no obstante, apartar los ojos de la mirada hipnótica del mago.

—Rastrear tus recuerdos. Créeme, será mejor para los dos. Para nuestra... alianza futura.

Fenris trató de resistirse, pero no lo logró. La conciencia del mago exploraba todos los rincones de su memoria, seleccionando y eliminando recuerdos. El elfo intentó gritar, pero no fue capaz.

Cuando, finalmente, el Maestro apartó su mirada de él, Fenris jadeó y cerró los ojos un momento. Los abrió casi enseguida, sacudió la cabeza y frunció el ceño, confuso.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Te has quedado dormido —respondió el mago amablemente—. Dime una cosa, Fenris..., ¿has oído alguna vez mencionar a alguien llamado Aonia?

—¿Aonia? —Fenris frunció el ceño de nuevo, tratando de pensar—. No. No me suena de nada. ¿Quién es?

El Maestro asintió.

—Eso pensaba. No te preocupes, no es importante.

Apenas dos días más tarde, los dos se adentraron por el camino que recorría el Valle de los Lobos. La maldición que pesaba sobre la Torre no permitía al mago teletransportarse a su interior, al menos no antes de que hubiese tomado posesión de ella, pero sí logró trasladarlos a ambos al pueblo que se abría a la entrada del valle. Los lugareños los miraron con temor y desconfianza, pero no se atrevieron a negarles nada. Cuando, al caer la tarde, los lobos comenzaron a aullar desde las montañas, los dos se pusieron de nuevo en camino hacia la Torre.

No hablaron durante todo el trayecto. No había nada que decir.

Finalmente, la Torre apareció ante sus ojos como una inmensa aguja que se elevaba hacia los cielos, pero cuyos cimientos estaban sólidamente asentados en la tierra de la que extraía su poder. Parecía oscura y siniestra a la luz de la luna, pero para Fenris fue, más que nunca, un símbolo de esperanza.

Un grupo de lobos les cerró el paso, gruñendo. El Maestro pronunció unas palabras en lenguaje arcano y una chispa brotó de su mano derecha para estrellarse contra los primeros lobos que, sin embargo, siguieron avanzando.

—¿Lo ves? —suspiró el mago—. No les afecta la magia. Ni siquiera podría detenerlos con un puñal de plata —añadió, sonriendo.

Fenris no le vio la gracia, pero no dijo nada. Avanzó hacia los lobos y los miró fijamente.

Uno de ellos gruñó, enseñando los dientes. Fenris le respondió, a su vez, con un gruñido, y sus ojos ambarinos brillaron amenazadoramente. El lobo retrocedió.

Fenris siguió avanzando, sereno y seguro, hacia la entrada de la Torre.

Los lobos se apartaron a su paso. Con una sonrisa de triunfo, el Maestro lo siguió.

Y, cuando los dos entraron en el edificio, Fenris sintió que la Torre lo acogía en su seno como una madre, y supo que sería su hogar durante mucho, mucho tiempo.

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