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Authors: Laura Gallego García

Fenris, El elfo (8 page)

BOOK: Fenris, El elfo
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La piel se le cubrió de espeso vello color castaño rojizo, los dientes se le alargaron, las manos se le convirtieron en garras y su rostro se transformó en un hocico.

Lo último que vio antes de perder el sentido fue su imagen en el agua, la imagen de un enorme lobo de ojos que brillaban como brasas, llenos de furia asesina.

V. CONSECUENCIAS

Aquella noche, el brujo regresó tarde a su cabaña. Solía salir después del anochecer para recoger las plantas que necesitaba para sus pócimas, brebajes y remedios. Algunas multiplicaban sus propiedades si las recogía bajo la luz de la luna.

Antes de entrar en casa supo que alguien lo aguardaba oculto entre la maleza. Por el rabillo del ojo descubrió un par de ojos rojizos que lo espiaban desde la oscuridad. No pudo evitar dirigir una rápida mirada al cielo, a pesar de que sabía que la luna no era completamente redonda aquella noche. Se volvió hacia el intruso con cautela.

—Ankris —lo llamó suavemente—. Sal.

El joven elfo abandonó su escondite. Bajo la luna, el brujo pudo ver el brillo, primario y brutal, de su mirada; y también descubrió en su rostro, más allá de su expresión desconcertada, una profunda huella de sufrimiento.

—¿Cómo has sabido que era yo?

—Te esperaba desde hace mucho tiempo. Pasa.

Entró en la cabaña. Ankris dudó, pero finalmente lo siguió.

Aguardó mientras el brujo encendía el fuego y preparaba una infusión. Cuando estuvieron los dos sentados junto a la lumbre, el brujo despegó los labios para decir:

—Ya ha empezado, ¿verdad?

—¿Tú lo sabías?

El brujo asintió.

—Desde antes de que nacieras.

Le habló de la noche en que los licántropos habían mordido a Eilai. Le contó la conversación que había mantenido con su padre, y cómo este había tomado finalmente la decisión de dejarlo vivir.

—Habría hecho mejor matándome —dijo Ankris con amargura tras un breve silencio.

El brujo lo miró.

—Sé que no piensas así en el fondo. Eres demasiado joven como para querer morir.

—No lo entiendes, brujo. Al principio, cuando todavía no me transformaba, era una sensación apasionante. No sé cómo explicarlo, pero me sentía lleno, libre e invencible. Pero ahora...

—La transformación es dolorosa, ¿verdad?

—Una agonía. Pero eso no es lo peor. Hay un momento, sabes, en que pierdes el sentido, en que tu consciencia es absorbida por la mente animal, y es... una impresión espantosa. Te sientes caer, como en un pozo sin fondo, y buscas desesperadamente algo a lo que agarrarte antes de sumirte en la oscuridad. Es verdaderamente aterrador. Es... como si te obligaran a dormir sin saber si vas a despertar. Es como si mi mente muriese cada vez, para resucitar al día siguiente. Y ese instante en que la bestia vence al elfo es mucho peor que el dolor de la transformación. Porque nunca sé si me ha derrotado para siempre.

—¿Cuánto hace que empezó?

Ankris vaciló.

—Llevo tiempo notando los síntomas, pero no sabía que se trataba de licantropía hasta que me transformé completamente por primera vez. De eso hace siete meses.

—¿Tus padres no te habían dicho nada?

—No.

—Imagino que hasta el último momento mantuvieron la esperanza de que no te hubiese afectado.

—Me narcotizaban las noches de luna llena —manifestó Ankris con cierto rencor.

El brujo rió suavemente.

—Sí, lo sé. Yo les proporcionaba la pócima que necesitaban. Pero en el fondo tú ya lo sabías, ¿verdad? Por eso has venido a verme.

—Y porque tú me dijiste que acudiera a ti.

—Entonces lo recuerdas... Pero no puedo hacer por ti nada que no haya hecho ya. Puedo seguir suministrándote el brebaje que te daban tus padres.

—¿Evitará que me transforme?

—Por supuesto que no. Pero te volverá inofensivo hasta que salga el sol.

Ankris titubeó.

—Ya has matado, ¿verdad? —musitó el brujo.

Ankris bajó la cabeza.

—No lo sé —confesó—. Nunca recuerdo lo que hago las noches de luna llena. Pero... he oído que un lobo de gran tamaño ha asesinado a un anciano en las colinas al norte de la ciudad. Es territorio de mi manada, y no tengo en el grupo a un ejemplar tan grande...

—... Excepto tú mismo, ¿no es cierto?

Ankris enterró la cara entre las manos.

—¿En qué me he convertido? —susurró—. ¿Por qué tuvo que pasarme a mí?

—No tengo respuesta a eso, Ankris. Pero sí sé que tienes una posibilidad de llevar una vida más o menos normal... si abandonas la ciudad y regresas aquí, al Anillo.

El muchacho alzó la cabeza rápidamente.

—Jamás —declaró.

—Piénsalo con calma, chico. En el bosque profundo estarás a salvo de la mirada de la gente. Tendrás más lugares donde ocultarte y nos tendrás cerca, a mí y a tus padres, para echarte una mano si hace falta y justificar tus desapariciones las noches de luna llena. Además, necesitarás que te proporcione la pócima periódicamente.

—No me importa venir desde la ciudad a recogerla cuando se me acabe —aseguró Ankris.

—Eres obstinado, ¿verdad? Si no quieres considerar lo que pasaría si te descubriesen, piensa al menos que viviendo en la ciudad pones en peligro a mucha más gente. Incluyéndola a ella.

Ankris alzó la cabeza rápidamente.

—¿Cómo sabes...?

El brujo rió por lo bajo.

—Muchacho, yo también he sido joven. ¿Qué otra cosa podría retenerte en un ambiente al que no perteneces? No voy a preguntarte por tu chica, porque no es de mi incumbencia. Lo único que quiero que me digas, con sinceridad... es si ella lo sabe o no.

—Todavía no —susurró Ankris en voz baja.

—¿Y se lo vas a decir?

Ankris no lo había decidido todavía. Desde la noche del beso en el balcón —la noche de su primera transformación, recordó el joven con un estremecimiento—, la relación entre él y Shi—Mae había avanzado sorprendentemente deprisa para tratarse de una pareja de elfos. Habían seguido viéndose, siempre a escondidas, y sí, había habido más besos y más caricias. Ankris le había dicho que la quería, pero ella no había contestado. El muchacho sabía cuál era el problema: ella y su dichosa sangre azul. Shi—Mae podía estar enamorada también, pero jamás lo confesaría, porque Ankris era un plebeyo y ella era demasiado orgullosa. Y, sin embargo, el chico todavía tenía la esperanza de que, algún día, todo eso no le importaría.

Pero ¿qué sucedería si Shi—Mae se enteraba de que, por si fuera poco, él era un licántropo?

—Comprendo —asintió el brujo, interpretando correctamente su silencio—. Pero verás, Ankris, si lo tuyo con esa joven sigue adelante, ella lo sabrá tarde o temprano. ¿Qué harás entonces?

—¿Cómo voy a saberlo?

Hubo un breve silencio. El brujo se levantó con un suspiro y se dirigió a uno de los estantes de la cabaña. Recogió de allí una redoma polvorienta, llena de un líquido espeso.

—Lo guardaba para cuando regresaras —dijo—. Toma. Llévatelo. Un sorbo antes de que salga la luna en la noche de plenilunio debería bastar. Calculo que con esto tienes para diez tomas, más o menos. Es decir, diez meses. Cuando se te acabe, vuelve por más.

Ankris cogió el frasco, aliviado.

—Volveré —prometió, y se levantó para marcharse.

—¿No vas a ir a ver a tus padres?

Ankris vaciló.

—Creo que no estoy preparado aún. Tal vez en otra ocasión. Ahora he de marcharme, brujo. Muchas gracias por todo.

—No lo hago por ti —gruñó el brujo—. En siete meses has matado a muchos elfos, y que tú no lo recuerdes no cambia el hecho de que están muertos.

Ankris se quedó mirándolo, horrorizado.

—Eso no es verdad —musitó.

—Sí lo es, y lo sabes. El lobo que hay en ti es un asesino. Y ya lo has dejado suelto siete noches. Acepta la realidad, muchacho: eres un licántropo, un monstruo. Has tardado demasiado en acudir a mí. Te he dado una oportunidad porque hay en ti una parte racional, y porque siento aprecio por tus padres. Pero no cometas ningún otro desliz, porque no volveré a protegerte. ¿Has entendido?

Ankris regresó a la ciudad muy confuso. El brujo tenía razón: había estado dando la espalda a la realidad, pensando que mientras se encontrase en el bosque no podía hacer daño a nadie; pero en cuanto tuvo una tarde libre hizo averiguaciones y descubrió que a lo largo de los últimos meses habían desaparecido varios elfos misteriosamente, siempre a las afueras de la capital; en la mayor parte de los casos se trataba de gente marginal, o bien elfos que estaban de paso, por lo que casi nadie los había echado de menos en la ciudad.

Pero ahora, Ankris estaba seriamente preocupado. Una noche salió al bosque a tratar de rastrear sus propias huellas, y llegó a una pequeña cueva semioculta tras unos matorrales.

Lo que vio en ella poblaría sus peores pesadillas durante el resto de su vida. En aquel momento comprendió exactamente lo que el brujo había querido decir, y deseó de todo corazón estar muerto, o simplemente no haber nacido.

No volvió a aquella cueva, pero jamás la olvidó.

Después de aquello, tomó una decisión. Habló con el Duque para abandonar su casa y dejar de estar a su servicio. El Duque lo lamentó, pero no logró hacerle cambiar de opinión. Ankris dejó de ser un soldado de su guardia personal y se instaló en una pequeña cabaña en el bosque, a las afueras de la ciudad. Sabía que eso no lo detendría si volvía a salir de caza una noche de luna llena, pero el bebedizo que le había dado el brujo seguía estando allí, en la alacena, a mano.

Una tarde, Shi—Mae se presentó en la cabaña, hecha una furia, exigiendo saber por qué había abandonado el palacio. Ankris le respondió con un par de vaguedades acerca de regresar a sus raíces, pero no se atrevió a mirarla a los ojos. ¿Qué podía decirle? ¿Que todas las noches tenía una pesadilla en la cual se transformaba en lobo cuando estaba con ella, y la mataba, y la devoraba, y después llevaba sus restos a aquella espantosa cueva del bosque donde había encontrado los cuerpos de los demás elfos desaparecidos?

—Tú estás con otra, ¿verdad?

—Eres la única chica a la que quiero, Shi—Mae. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Entonces, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué estás tan cambiado, Ankris? ¿Y por qué te fuiste de viaje sin decírmelo? ¿Adónde fuiste?

—Te comportas como una novia celosa, Shi—Mae, y no sé qué te da derecho a eso. Jamás has hablado de compromiso conmigo.

—¿Compromiso? —soltó ella, estupefacta—. ¿Contigo? ¡Pero si tú eres un...!

«Licántropo», pensó Ankris, aunque sabía que ella había querido decir «plebeyo».

—¿Lo ves? —le espetó—. Mi lugar está en una cabaña ruinosa y no en un elegante palacio. Con una muchacha humilde, y no con la hija de un duque.

No era esta la razón por la que se apartaba de Shi—Mae, pero tampoco era del todo mentira. Hacía años que aquel sentimiento de frustración lo torturaba por dentro.

Shi—Mae retrocedió, pálida, como si acabara de recibir una bofetada.

—¿Eso piensas? Bien —se mordió el labio inferior, pensativa—. Tal vez tengas razón.

Se marchó, y Ankris pensó que no volvería y que la había perdido para siempre. Su desesperación fue tal que muchas noches seguidas aulló a la luna, añorando a Shi—Mae, lamentando la desgracia que se había abatido sobre él.

Solo lo salvó la esperanza de poder controlar a la bestia las noches de luna llena. Cuando por fin llegó el plenilunio, el joven elfo, muy nervioso, se dispuso a hacer la prueba. Se encerró en su cabaña y aseguró la puerta y las ventanas para cerciorarse de que no sería capaz de salir de allí sin destrozarlas. Y poco antes de la puesta del sol, abrió el frasco con manos temblorosas y bebió un sorbo.

No pudo reprimir una amarga sonrisa. Sabía igual que el «jugo de bayas» que le preparaba su madre todas las noches cuando era niño.

Salió la luna, y, como todos los meses, Ankris se transformó. Era la octava vez que sufría aquella horrible tortura y sintió que nunca llegaría a acostumbrarse. Gritó de dolor y cerró los ojos mientras sentía que el lobo se apoderaba de su cuerpo y lo moldeaba a su imagen. Gritó cuando le crecieron los colmillos y las uñas, gritó cuando su rostro élfico se transformó en un bestial hocico peludo, gritó al sentir su columna doblegándose y obligándolo a ponerse a cuatro patas mientras el vello cubría todo su esbelto cuerpo. Gritó antes de perder el sentido, y se acordó de Shi—Mae, y la sintió lejana y fría como la estrella más distante del universo.

Se despertó al día siguiente con un fuerte dolor de cabeza y miró a su alrededor, algo aturdido. Vio los jirones de sus ropas en el suelo, pero, por lo demás, la cabaña estaba intacta. Las puertas y las ventanas estaban perfectamente aseguradas con tablas, y no presentaban un solo arañazo.

—Ha funcionado —murmuró Ankris—. Anoche no salí de caza. Me quedé dormido.

Se apresuró a quitar las tablas y a salir al exterior. Dejó que el sol acariciase su cuerpo de elfo y dijo en voz alta:

—Te he vencido, lobo. Podrás apropiarte de mi cuerpo las noches de luna llena, pero mi alma sigue siendo mía. No me obligarás a matar de nuevo.

Y sonrió, sintiéndose optimista por primera vez en muchos meses.

Para terminar de mejorar las cosas, Shi—Mae regresó. Le dijo que lo había pensado mejor y que era una buena idea que Ankris viviese en el bosque, puesto que así podrían verse en secreto sin temor a que su padre los descubriese. En otro tiempo, Ankris habría lamentado tener que ser el vergonzoso secreto de Shi—Mae pero, dadas las circunstancias, no le pareció tan grave. Él tenía un secreto mucho más terrible que ocultar.

Hicieron las paces, y la reconciliación fue dulce y apasionada a la vez. Cuando, al atardecer, Shi—Mae regresó a la ciudad, Ankris corrió al bosque a reunirse con su manada para celebrar que, aunque siguiera amando a los lobos, no volvería a ser uno de ellos.

Ankris tampoco salió de caza las siguientes noches de plenilunio. Las desapariciones cesaron, y él se sintió a salvo por un tiempo. Por otro lado, los encuentros entre él y Shi—Mae se hicieron cada vez más frecuentes. Su cabaña no quedaba lejos de la Escuela del Bosque Dorado, y a menudo iba allí a buscarla, oculto entre los árboles, porque su relación seguía siendo secreta.

Y así fue durante algunos años más. Ankris llegó a acostumbrarse a la transformación; el dolor seguía siendo insoportable, pero se entrenó para reprimir los gritos y sufrir los cambios en silencio. Cada diez meses regresaba al Anillo a ver al brujo y a recoger la pócima que él le preparaba. Algunas veces, sus pasos lo llevaban cerca de la casa de sus padres en lo alto del árbol, pero nunca se atrevió a presentarse ante ellos de nuevo. Cada vez que pretendía hacerlo acudía a su memoria la expresión horrorizada de su padre la noche en que había escapado de casa, y no podía evitar preguntarse cómo reaccionaría si lo viese completamente transformado.

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