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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (3 page)

BOOK: Fuego Errante
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Y el señor de los Lobos contestó:

-Para eso he venido, aunque además mataré a la muchacha cuando tú ya estés muerto. Recuerda quién soy: los hijos de los dioses se han arrodillado para lavarme los pies. Tú ya no eres nada, Pwyll el Dos Veces Nacido, y serás muerto dos veces antes de que yo permita que entres en posesión de tu poder.

Paul sacudió la cabeza. Su sangre fluía y subía como la marca. Se oyó a sí mismo decir con una voz que parecía venir de muy lejos:

-Tu padre se inclinó ante mí, Galadan. ¿Por qué no ibas a hacerlo tú, hijo de Cernan?

Y sintió una oleada de poder al ver que el otro vacilaba.

Pero fue sólo un momento. Luego, el señor de los Lobos, que había sido una fuerza de poder y un señor del poder durante mil años, soltó una sonora carcajada y, levantando de nuevo la mano, sumió a la sala en la mas completa oscuridad.

-¿Es que has conocido alguna vez a un hijo que siga los pasos de su padre? -dijo-. Ahora no tienes ningún perro que te proteja, y yo puedo ver en la oscuridad.

En el interior de Paul cesó la afluencia de poder.

Pero en su lugar sobrevino algo más: una apacible tranquilidad semejante a la de un estanque en el corazón de un bosque; y supo, instintivamente, que aquello era el verdadero acceso a lo que él era ahora y debería ser. Con aquella calma en su interior, retrocedió hasta donde estaba Jennifer y le dijo:

-Conserva la calma, pero agárrate bien a mí.

Cuando notó que ella asía con fuerza su mano y se colocaba de pie a su lado, habló una vez más al señor de los Lobos; su voz había cambiado:

-¡Esclavo de Maugrim! -dijo-. No puedo vencerte todavía; ni siquiera puedo verte en la oscuridad. Pero nos encontraremos otra vez, y a la tercera va la vencida, como bien sabes. Ahora no puedo perder más tiempo contigo en este lugar.

Y, al tiempo que profería estas palabras, sintió que iba sumergiéndose en aquel apacible y profundo lugar, aquel estanque interior que había logrado encontrar en la más extrema necesidad. Se deslizó más y más y, sin soltar a Jennifer, a través de un frío ya familiar, a través de los entresijos del tiempo, a través del espacio entre los mundos del Tejedor, logró regresar a Fionavar.

Capítulo 2

Vae oyó que llamaban a la puerta. Desde que Shahar había sido enviado al norte, a menudo durante la noche oía ruidos en la casa, que por lo general había aprendido a ignorar.

Pero aquel martilleo en la puerta de entrada no podía ser atribuido a la soledad del invierno o a los temores propios de los tiempos de guerra. Era un ruido real, e insistente, pero no sentía el menor deseo de saber a qué se debía.

Sin embargo, su hijo ya había aparecido en el umbral de la puerta de su habitación; se había puesto los pantalones y la abrigada casaca que ella le había hecho cuando empezaron las nieves. Parecía semidormido y muy joven; pero, en realidad, a ella siempre le parecía muy joven.

-¿Quieres que vaya a ver quién es? -preguntó con decisión.

-Espera -dijo Vae.

Ella misma se levantó y se puso una túnica de lana sobre el camisón. Hacía frío en la casa y era más de medianoche. Su marido estaba muy lejos y ella estaba sola en el frío del invierno con la única compañía de un niño de catorce años y aquel insistente golpeteo en la puerta.

Vae encendió una vela y siguió a Finn escaleras abajo.

-Espera -dijo de nuevo cuando ya se encontraban en la tienda, y encendió dos velas más a pesar del gasto que eso suponía.

Nadie podía abrir la puerta en invierno sin disponer de una buena luz que permitiera ver quién llamaba. Cuando las velas hubieron prendido, vio que Finn había cogido de la chimenea del piso de arriba el atizador. Aprobó con la cabeza y abrió la puerta.

De pie en la nieve estaban dos extranjeros, un hombre y una esbelta mujer a quien aquél sostenía por los hombros. Finn dejó caer el atizador, pues los extranjeros estaban desarmados. Al aproximarse a ellos con la vela en alto, Vae vio dos cosas: que la mujer no le resultaba del todo desconocida y que además estaba embarazada.

-¿Del ta’kiena? -preguntó Vae-. La tercera vez.

La mujer asintió con la cabeza. Sus ojos se fijaron en Finn y luego de nuevo en su madre.

-El está todavía aquí -dijo-. Me alegro.

Finn no dijo nada; su juventud rompía en pedazos el corazón de Vae.

El hombre en la puerta se agitó.

-Necesitamos ayuda -dijo-. Venimos huyendo del señor de los Lobos desde nuestro mundo. Me llamo Pwyll, y ella Jennifer. La primavera pasada hicimos la travesía con Loren.

Vae asintió, deseando que Shahar estuviera allí con ella en lugar de encontrarse en la Fortaleza del Norte armado con la lanza de su abuelo. Era un tejedor de alfombras, no un soldado; ¿qué sabía él de guerras?

-Adelante -les dijo, franqueándoles el paso. Finn corrió los cerrojos de la puerta tras ellos.

-Me llamo Vae. Mi marido está fuera. ¿Cómo puedo ayudaros?

-La travesía me ha precipitado el parto -dijo la mujer llamada Jennifer, y Vae leyó en su cara síntomas evidentes.

-Enciende el fuego; arriba, en mi habitación –dijo dirigiéndose a Finn.

Luego le dijo al hombre:

-Ayúdalo. Hervid agua. Finn te enseñará dónde guardamos la ropa blanca. Daos prisa, los dos.

Se marcharon subiendo las escaleras de dos en dos. Solas, a la luz de las velas, entre la lana sin hilar y las alfombras ya tejidas que llenaban la tienda, las dos mujeres se miraron una a otra.

-¿Por qué yo? -preguntó Vae.

Los ojos de la otra estaban velados por el dolor.

-Porque necesito una madre que sepa cómo amar a un hijo.

Vae había estado durmiendo hasta poco antes; la mujer que ahora estaba con ella era tan hermosa que podría haber sido una criatura del mundo de los sueños, excepto por los ojos.

-No lo entiendo -dijo Vae.

-Tendré que abandonarlo -dijo la mujer-. ¿Podrás darle tu corazón a otro hijo cuando Finn emprenda el Camino Más Largo?

A la luz del día, hubiera podido estrangular y maldecir a cualquiera que hubiera mencionado tan llanamente aquello que traspasaba su corazón como una espada. Pero era de noche, todo parecía un sueño, y además la otra mujer estaba llorando.

Vae era una mujer sencilla; trabajaba y tejía la lana con su marido. Tenía un hijo que por razones que ella no podía alcanzar había sido llamado al Camino por tres veces en el juego infantil de la profecía, el ta’kiena, y luego por cuarta vez antes de que la Montaña estallara en señal de guerra. Y ahora eso.

-Si -contestó Vae con sencillez-. Podría amar a otro niño. ¿Tu hijo?

Jennifer se enjugó las lágrimas.

-Si -dijo-. Pero aún hay más. Será un andain, y no sé lo que eso significa.

Vae se dio cuenta de que sus manos temblaban. Un hijo de un dios y una mortal. Eso significaba muchas cosas, la mayoría de ellas olvidadas. Exhaló un profundo suspiro.

-Muy bien -dijo.

-Otra cosa más -añadió la muchacha rubia.

-Dime -dijo Vae cerrando los ojos.

Los mantuvo cerrados mucho tiempo después de que el nombre del padre fuera pronunciado. Luego, con más coraje del que nunca hubiera imaginado, abrió los ojos y dijo:

-Necesitará que lo amen profundamente. Trataré de hacerlo.

Al ver que la otra mujer rompía en sollozos ante su respuesta, se sintió invadida por una inmensa piedad.

Poco después, Jennifer recuperaba la calma, pero era sacudida por un doloroso espasmo.

-Es mejor que subamos -dijo Vae-. No será fácil. ¿Podrás subir las escaleras?

Jennifer asintió. Vae la rodeó con su brazo y subieron juntas. De pronto, Jennifer se detuvo.

-Si hubieras tenido otro hijo -susurró-, ¿cómo lo habrías llamado?

Era, en efecto, el mundo de los sueños.

-Darien -contestó Vae-. Por mi padre.

No fue fácil, pero por lo menos fue rápido. Naturalmente, era pequeño, puesto que había nacido dos meses antes, pero no tanto como ella había temido. Al mirarlo por primera vez, Jennifer se echó a llorar, llena de amor y compasión hacia todos los mundos y hacia todos los campos de batalla, pues el niño era muy hermoso.

Cegada por las lágrimas, cerró los ojos. Luego, y sólo por una vez, con toda solemnidad, tal como debería hacerse y es tradición que se hace, dijo:

-Su nombre es Darien. Así es como lo ha llamado su madre.

Después se recostó en las almohadas y entregó su hijo a Vae.

Al cogerlo entre sus brazos, Vae se asombró de cuán fácilmente la embargaba de nuevo el amor. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras lo mecía. Y atribuyó a sus lágrimas y a la oscilante luz de las velas el que por un instante -tan sólo un instante- los ojos azules del niño le parecieron rojos.

Era todavía de noche cuando Paul salió a la calle; la nieve seguía cayendo y se iba acumulando en las aveni- das de Paras Derval contra los muros de las casas. Pasó junto al reclamo de El Jabalí Negro. La taberna estaba a oscuras y cerrada y el reclamo se balanceaba con el viento que anunciaba el alba. No había nadie en las blancas calles.

Continuó su marcha hacia el este, hacia los confines de la ciudad, y luego, en marcha más lenta, hacia el norte, ascendiendo por la colina donde se levantaba el palacio. Se veían luces en el castillo; eran como faros de calor en medio del viento y la nieve que caía.

Paul Schafer sintió un apremiante deseo de ir hacia esas luces, sentarse junto a los amigos -Loren, Matt, Diarmuid, Kell, incluso Aileron, el severo y barbado soberano rey- y oír sus nuevas en tanto él compartía con ellos la carga de lo que acababa de presenciar.

Resistió la tentación. El niño era un hilo de Jennifer en ese telar, y estaba en deuda con ella: no podía en modo alguno arrancar ese hilo anunciando a diestra y siniestra que aquel día había nacido el hijo de Rakoth Maugrim.

Lo había llaniado Darien. Paul se acordó de Kim cuando dijo «Conozco su nombre». Sacudió la cabeza. Ese niño era .algo tan impredecible, tan azaroso, que paralizaba la razón: ¿cuáles serían los poderes de este último vástago de los andains, y al lado de quién, ¡oh!, al lado de quién estaría su lealtad? ¿Había dado a luz Jennifer aquel día no sólo a un lugarteniente sino al heredero mismo de la Oscuridad?

Las dos mujeres habían llorado, la que lo había parido y la que lo había cogido entre sus brazos. Las dos mujeres, pero no el niño, no aquel hermoso niño de ojos azules hijo de dos mundos.

¿Acaso lloraban los andains? Paul buscó la respuesta en el apacible lugar, en la fuente de poder que los había llevado hasta allí, pero no se sorprendió al no encontrar allí nada.

Salvando el último montón de nieve arremolinada, llegó a su destino, respiró profundamente para tranquilizarse y tiró de la cadena que pendía de la arcada de la puerta.

Oyó que sonaba un timbre en el interior del Templo abovedado de la Madre; luego se hizo de nuevo el silencio. Permaneció inmóvil en la oscuridad hasta que las enormes puertas se abrieron y el resplandor de una vela trazó un pequeño camino en la noche envuelta por la nieve. Dio un paso adelante para ver y ser visto.

-No des un paso más -dijo una voz de mujer- Llevo una espada.

El conservó la calma.

-No lo dudo -dijo-. Pero seguro que también tienes ojos, espero, y deberías saber quién soy, porque ya he estado aquí antes.

Había dos mujeres, una muchacha que llevaba la vela y junto a ella una mujer madura. Se acercaban otras también con luces.

La muchacha se aproximó a él, levantando la vela para poder ver su rostro.

-¡Por Dana de la Luna! -exclamó la mujer madura.

-Sí -dijo Paul-. Ahora, por favor, ve deprisa a llamar a tu sacerdotisa. No puedo perder tiempo y he de hablar con ella.

Hizo ademán de entrar en el vestíbulo.

-¡Alto! -dijo de nuevo la mujer-. Todos los hombres deben pagar un precio de sangre por entrar aquí.

Ante esto, Paul perdió los estribos.

Avanzó unos pasos, la cogió por la muñeca y se la retorció. El cuchillo sonó al caer sobre el suelo de mármol. Sin soltar a la mujer de túnica gris, Paul dijo con brusquedad:

-¡Ve a buscar a la sacerdotisa, ahora mismo!

Nadie se movió; detrás de él el viento silbaba a través de la puerta abierta.

-¡Suéltala! -dijo la muchacha con calma.

Se volvió a mirarla; no parecía tener más de trece años.

-No va a hacerte ningún daño -continuó diciendo-. Simplemente no sabe que ya derramaste tu sangre la última vez que estuviste aquí, Dos Veces Nacido.

Lo había olvidado: las uñas de Jaelle le habían arañado la mejilla mientras él yacía indefenso. Sus ojos escrutaron a aquella criatura tan segura de sí misma. Soltó a la otra sacerdotisa.

-Shiel -dijo la muchacha con la misma calma-, deberíamos llamar a la suma sacerdotisa.

-No hace falta -dijo una fría voz y, avanzando entre las antorchas, vestida como siempre de blanco, apareció Jaelle y se detuvo ante él. Paul vio que iba descalza y que sus largos cabellos rojos caían como una cascada sobre su espalda.

-Siento haberte despertado -dijo él.

-Habla -le replicó ella-, Y ten mucho cuidado. Has maltratado a una de mis sacerdotisas.

Él no podía permitirse el lujo de perder la calma. Iba a resultar bastante difícil tal como estaban las cosas.

-Lo siento -mintió-. He venido para hablar contigo. Me gustaría hacerlo a solas.

Ella lo miró de hito en hito. Luego se dio la vuelta.

-Llevadlo a mis habitaciones -dijo.

-¡Sacerdotisa! La sangre, él debe…

-¡Shiel,cállate aunque sea por una vez! -dijo con rudeza Jaelle, revelando de forma totalmente inusual en ella una cierta tensión.

-Ya se lo he dicho yo -dijo con suavidad la muchacha-. El derramó su sangre la última vez que estuvo aquí.

Jaelle hubiera preferido que no se lo recordaran. Tomó el camino más largo, de modo que él tuvo que pasar por la sala abovedada y ver el hacha.

Se acordaba del lecho. Se había despertado en él una mañana lluviosa. Estaba pulcramente hecho. Convencionalismos, pensó él con ironía, y criados bien enseñados.

-Te escucho -dijo ella.

-Por favor, primero dame noticias. ¿Ha estallado la guerra? -preguntó él.

Ella caminó hacia la mesa; luego se dio la vuelta y lo miró de frente, apoyando sus manos en la pulida superficie.

-No. El invierno llegó muy pronto y es muy crudo. Ni siquiera los svarts alfar caminan bien sobre la nieve. Los lobos han sido un problema, y tenemos escasez de comida, pero todavía no se ha librado ninguna batalla.

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