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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (9 page)

BOOK: Fuera de la ley
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El silencio se hizo entre nosotras, pero era un silencio cómodo, que llené rellenándome la boca de arenques. El gustillo ácido del vinagre me recordó a mi padre (fue él quien hizo que me enganchara a aquel sabor) y me recosté sobre el respaldo con una galleta salada y mi portapapeles.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Ivy intentado cambiar de tema.

—De momento he apuntado a los sospechosos habituales —respondí qui­tándome el lápiz de la oreja—. El señor Ray. El señor Sarong. Trent. El cabrón de Trent. Uno de los personajes más amados de la ciudad y, al mismo tiempo, un insoportable playboy más escurridizo que una rana bajo una tormenta. No obstante, dudaba mucho que fuera él. Después de haberse topado con él en una ocasión y de haber terminado con un brazo roto, Trent odiaba a Al incluso más que yo y, probablemente, todavía tenía pesadillas. Además, contaba con maneras más rastreras de acabar conmigo aunque, si lo hacía, sus laboratorios biológicos acabarían en la primera página de los periódicos.

En aquel momento descubrí que Jenks se había puesto a introducir la punta de su espada en los agujeros de las galletas saladas para romperlas en pedazos adecuados para un pixie.

—¿Y qué me dices de los Withon? Echaste a perder sus planes de casar a su hija.

—Noooo —dije, incapaz de pensar que alguien pudiera guardarme rencor por algo así. Además, eran elfos. Nunca utilizarían a un demonio para matarme. Odiaban a los demonios incluso más de lo que me odiaban a mí. ¿
O no
?

Jenks agitó con fuerza las alas haciendo desaparecer todas las migas que había dejado. Con las cejas levantadas ante mis dudas, empezó a colocar diminutos trozos de arenque en los pedacitos de galleta, cada uno de ellos del tamaño de un grano de pimienta.

—¿Y por qué no Lee? —sugirió—. Minias dijo que no se fiaba de él.

—Por eso mismo lo he descartado —respondí apoyando los arcos de los pies en el borde de la mesa. Yo le había liberado de las garras de Al, y lo normal sería pensar que este hecho había merecido la pena, especialmente cuando, tras la muerte de Piscary, Lee se había apoderado de los juegos de azar de Cincy—. Tal vez debería hablar con él.

Ivy levantó la vista de la revista y me miró con el ceño fruncido.

—Yo creo que se trata de la SI. Les encantaría verte muerta.

—La seguridad del inframundo —dije sintiendo una punzada de miedo mientras deslizaba el lápiz por encima del portapapeles para añadirlos a la lista. Mierda. Si realmente era la SI, tenía un problema muy gordo.

Las alas de Jenks emitieron un zumbido mientras intercambiaba una mirada con Ivy.

—Y luego está Nick —dijo.

Yo relajé la mandíbula casi con la misma velocidad que la apreté.

—Sabes perfectamente que es él —dijo el pixie con los brazos en jarras mientras Ivy me miraba por encima de la revista con las pupilas cada vez más dilatadas—. ¿Por qué no se lo dijiste a Minias? Lo tenías allí mismo. Él se habría ocupado de todo, y tú preferiste mantener la boca cerrada.

Con los labios apretados, calculé las posibilidades que tenía de dar en el blanco si le tiraba el lápiz.

—No tengo la seguridad de que sea Nick y, aunque así fuera, no se lo entre­garía a los demonios. Me ocuparía yo misma —respondí amargamente. Piensa con la cabeza, Rachel, no con el corazón—. Aunque tal vez le haga una llamada.

Ivy emitió un suave sonido.

—Nick no es tan listo. Si hubiera sido él, a estas alturas ya sería pasto de los demonios.

En realidad sí que era tan listo, pero no iba a empezar una caza de brujas. O, mejor dicho, una caza de humanos. No obstante, mi presión sanguínea había vuelto a bajar al escuchar la mala opinión que tenía de él y, a regañadientes, incluí su nombre en la lista.

—No es Nick —dije—. No es su estilo. La invocación de demonios deja indicios, ya sea durante la recogida de los materiales necesarios, los daños ocasionados mientras está presente, o por el incremento de muertes naturales entre jóvenes brujos. Consultaré con la AF1 por si han encontrado algo extraño en los últimos días.

Ivy se inclinó hacia delante con las piernas cruzadas y cogió una galleta salada.

—Y no te olvides de la prensa sensacionalista —sugirió.

—¡Ah, sí! Gracias —respondí añadiéndola a la lista. Las historias del tipo «Un demonio raptó a mi bebé» podían ser perfectamente ciertas.

Apoyando la punta de su espada de metal en la mesa, Jenks se inclinó sobre la empuñadura de madera y empezó a frotarse las alas emitiendo un chirrido penetrante que hizo que sus hijos se colocaran junto a la puerta en medio de un gran alboroto. Yo contuve la respiración temiendo que todos ellos se aba­lanzasen sobre nosotros, pero solo tres de ellos se acercaron como un remolino y se detuvieron en el aire batiendo sus alas con sus caras sonrientes y su cau­tivadora inocencia. Eran perfectamente capaces de matar. Todos y cada uno de ellos, empezando por el mayor y terminando por la pequeña.

—Aquí tienes —dijo Jenks entregando un trozo de galleta a uno de ellos—. Llévaselo a tu madre.

—De acuerdo, papá —respondió. A continuación se marchó volando sin ha­ber puesto el pie en la mesa. Los otros dos transportaron las demás porciones de forma muy bien organizada, dando buenas muestras de la eficiencia de los pixies. Ivy parpadeó anonadada al ver a aquellos seres diminutos, cuyo princi­pal alimento era el néctar, abalanzarse sobre los arenques en vinagre como si fuera sirope de arce. El año anterior se habían comido un pescado entero para obtener un aporte extra de proteínas antes de la hibernación y, aunque aquel año no iban a hibernar, todavía sentían el impulso.

Contemplando amargamente mi nueva y mejorada lista, destapé la botella que me había traído Ivy. En ese momento pensé en acercarme a la cocina y pre­pararme una copa de vino, pero después de mirar a Ivy, decidí contentarme con lo que tenía. Las feromonas que despedía eran suficientes para relajarme como un buen trago de whisky, y si lo añadía, probablemente me quedaría dormida antes de las dos de la mañana. Tal cual estaba, me sentía genial, y no tenía ni la más mínima intención de sentirme culpable por el hecho de que fuera ella la que me hacía sentir así. Habían sido necesarios mil años de evolución para facilitar el encontrar una presa, pero sentí que me lo merecía por soportar toda la mierda que conllevaba compartir casa con una vampiresa. Con ello no quería decir que la convivencia conmigo fuera fácil.

Apoyé la goma de borrar sobre los dientes y estudié la lista. Probablemente debería descartar a los hombres lobo, y también a Lee. Tampoco podía imagi­narme a los Withon tan cabreados, a pesar de que hubiera echado a perder su boda con Trent. Trent, sin embargo, sí que podía estar enfadado, puesto que había hecho que lo arrestaran durante tres horas. En ese momento dejé escapar un suspiro. Había conseguido ganarme la enemistad de un montón de gente influyente en un periodo de tiempo sorprendentemente corto. Desde luego, tenía un talento especial. En lugar de investigar a la gente que podía estar resentida conmigo, debía concentrarme en encontrar pistas de invocaciones de demonios y empezar por ahí.

La campana de la cena que Ivy y yo utilizábamos como timbre empezó a sonar, sobresaltándonos. Sentí que una sacudida de adrenalina invadía todo mi cuerpo, y los ojos de Ivy se dilataron hasta que solo se podía ver un delgado cerco marrón.

—Ya voy yo —dijo Jenks despegando de la mesa de centro, aunque su voz apenas se oyó por culpa del jaleo que armaban sus hijos desde la esquina frontal del santuario, cuyo suelo estaba cubierto de hojas de periódico.

Mientras Ivy se dirigía a la habitación de atrás a bajar la música, yo me limpié la boca de migas de galleta y le di una limpieza de pasada a la mesa. Era posible que Ivy aceptara un trabajo dos días antes de Halloween pero, si me estaban buscando a mí, se iban a llevar una decepción.

Jenks puso en marcha el complicado sistema de poleas que habíamos ins­talado para él y, en cuanto la puerta crujió, un gato anaranjado entró como una flecha.

—¡Gaaatooo! —gritó el pixie cuando vio que el felino atigrado se dirigía directamente hacia sus hijos.

Yo me incorporé de golpe y contuve la respiración mientras todos los pixies que había en el santuario se elevaban repentinamente unos dos metros y medio. El ambiente se llenó de chillidos y gritos y, de pronto, un montón de pequeños murciélagos de papel empezó a balancearse con gracia en sus cuerdas.

—¡Rex! —gritó Jenks aterrizando justo delante del animal de ojos negros que se había quedado quieto fascinado por el arrollador estímulo sensorial de veintitantos pedazos de papel balanceándose—. ¡Eres un gato malo! Me has dado un susto que te cagas. —A continuación, dirigiendo la vista hacia las vigas, preguntó—: ¿Estáis todos bien?

—Sí, papá —gritaron alternativamente sus hijos haciendo que me dolieran las órbitas de los ojos.

En ese momento Matalina salió del escritorio y, con los brazos en jarras, silbó con todas sus fuerzas. A continuación se alzó un coro de quejas de des­ilusión y los murciélagos se cayeron. Un enjambre de pixies se desvaneció en el escritorio dejando a los tres hijos mayores que se quedaron sentados en las vigas con las piernas colgando como si fueran centinelas improvisados. Uno de ellos empuñaba el clip de Jenks y yo sonreí. El gato de Jenks pisoteó uno de los murciélagos de papel e ignoró a su diminuto dueño.

—¡Jenks…! —le advirtió Matalina—. Teníamos un trato.

—Pero cariño… —gimió Jenks—. Hace mucho frío fuera. Estaba acostumbrada a vivir en el interior de una casa hasta que la adoptamos. No es justo obligarla a quedarse fuera solo porque nos hayamos mudado dentro.

Matalina desapareció en el interior del escritorio, con su diminuto y angelical rostro crispado. Jenks fue tras ella como una flecha, con una mezcla de hombre joven y padre maduro. Con una sonrisa, agarré a Rex y me dirigí hacia la puerta y hacia las dos figuras que seguían de pie, vacilantes, en el umbral. No tenía ni idea de cómo íbamos a manejar este nuevo inconveniente. Tal vez podía apren­der cómo hacer una barrera que dejara pasar a la gente pero que mantuviera fuera a los felinos. Se trataba tan solo de modificar una línea luminosa. Una vez había visto a alguien hacerlo de memoria, y Lee había puesto una barrera delante de la gran ventana de Trent. No podía ser tan difícil.

Mi sonrisa se hizo más amplia cuando el cartel de encima de la puerta iluminó el rostro de los recién llegados. No se trataba de un cliente potencial.

—¡David! —exclamé al verlo junto a un hombre que me resultaba vaga­mente familiar—. Ya te dije antes que estaba bien. No hacía falta que vinieras.

—Ya sé cómo quitas importancia a las cosas —dijo el hombre más joven re­lajando el rostro y esbozando una tenue sonrisa mientras Rex intentaba escapar de mis brazos—. Cuando dices «bien», lo mismo te refieres a una magulladura como que puedes estar casi en coma. Y cuando recibo una llamada de la SI sobre mi hembra alfa, me lo tomo muy en serio.

Sus ojos se quedaron mirando al cuello donde Al me había agarrado. Tras dejar el gato, que se removía violentamente, le di un rápido abrazo. Su complicado y salvaje aroma que, a diferencia del de la mayoría de los hombres lobo, era rico en matices de tierra y luna, me cautivó. Retrocedí, sin soltarle los brazos, y lo miré a los ojos para evaluar su estado. David había recibido una maldición en mi lugar y, a pesar de que insistía en que le gustaba el foco, me preocupaba que un día el hechizo se apoderara de él.

David apretó con fuerza la mandíbula intentado dominar el impulso de huir, que nacía de la maldición y no de él mismo, y a continuación sonrió. Aquella cosa me tenía terror.

—¿Todavía lo tienes? —le pregunté, soltándole los brazos.

Él asintió con la cabeza.

—Y todavía me encanta —contestó agachando brevemente la cabeza para ocultar la necesidad de echar a correr que relucía detrás de sus ojos oscuros. Luego se giró hacia el hombre que lo acompañaba.

—¿Te acuerdas de Howard?

—¡Ah, sí! Nos conocimos el año pasado, en el solsticio de invierno —respondí estirando la pierna para impedir que Rex volviera a entrar y extendiendo la mano hacia el hombre más mayor. Tenía las manos frías debido a la temperatura del exterior y, probablemente, a la mala circulación—. ¿Qué tal te va?

—Bueno, intento mantenerme ocupado —resopló haciendo que las puntas de su pelo gris se movieran—. Nunca debí aceptar la jubilación anticipada.

David se sacudió las botas y murmuró:

—Te lo advertí.

—Pero por favor, entrad —dije yo agitando el pie hacia la disgustada gata para indicarle que se marchara—. Rápido. Antes de que Rex os siga.

—No podemos quedarnos. —David entró como una flecha, y su compañero lo siguió a toda velocidad a pesar de la edad—. Íbamos a recoger a Serena y a Kally. Howard nos va a llevar en coche a Bowman Park y vamos a hacer la ruta de Licking River. ¿Te importa si dejo mi coche aquí hasta mañana por la mañana?

Yo asentí con la cabeza. El tramo de vía férrea entre Cincy y Bowman Park se había convertido en una superficie de caza segura poco después de la Revelación. En aquella época del año, solo se encontraban hombres lobo y la ruta pasaba muy cerca de la iglesia para luego cruzar el río y entrar en Cincinnati. David solía acabarla allí, pero esta era la primera vez que iba con las chicas. Me pregunté si era la primera vez que realizaban una larga cacería en otoño. En ese caso, se llevarían una grata sorpresa. Hacerla completa sin pasar calor era una delicia.

Cerré la puerta y acompañé a los hombres desde la oscura entrada hasta la nave. El abrigo de David le llegaba hasta el borde desgastado de sus botas, y se quitó el sombrero al entrar; era evidente que la zona consagrada le hacía sentirse incómodo. Como brujo, a Howard no le importaba y, con una sonrisa, respondió con la mano a los diminutos saludos provenientes del techo. Probablemente le debía estar agradecida, pues había sido idea suya que David me tomara como nueva socia en sus negocios.

David dejó su gastado sombrero de cuero sobre el piano y se balanceó de las puntas y los talones, transmitiendo la típica imagen de macho alfa, aunque uno bastante incómodo. Despidiendo un sutil olor a almizcle, mi robusto amigo se pasó la mano por la barba de tres días que le causaba la cercanía del plenilunio. Para ser un hombre, no era especialmente alto y, a pesar de que sus ojos que­daban casi a la altura de los míos, lo compensaba con su magnífico porte. La palabra más adecuada para describirlo era «vigoroso» aunque, cuando llevaba sus mallas de caza, también se le podía calificar de «tío bueno». No obstante, al igual que Minias, David tenía un problema con el tema de pertenecer a «di­ferentes especies».

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