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Authors: John Locke

Gente Letal (2 page)

BOOK: Gente Letal
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—A ver, Creed —dijo por fin, para explicarse—, si sigo dándole al botón hasta que la palmes, todos los asesinos, todas las cuadrillas de sicarios y la mitad de las fuerzas armadas de este país tratarán de meterme a dos metros bajo tierra.

—Venga, hombre, Augustus, que esta gente trata de acabar conmigo cada vez que inventa un juguetito. No te olvides de que me pagan bien por hacer estas gilipolleces.

—Por adelantado, espero.

—Si muero esta noche, perseguid a este hijo de puta tan feo y matadlo como a un perro, que es lo que es —dijo Creed dirigiéndose a la cámara, y acto seguido guiñó un ojo a su monstruoso amigo y afirmó los pies en el suelo.

—Siempre puedo cortar ese trozo de la grabación —comentó Quinn, encogiéndose de hombros. Clavó los ojos en los de Creed un segundo y luego miró el cronómetro y accionó el interruptor.

Al cabo de diez segundos, Donovan Creed estaba en el suelo, boca arriba, inerte, aunque sus chillidos seguían resonando entre las paredes de la celda.

Augustus Quinn, hombre completamente ajeno al sentimentalismo, dejó a Creed donde se había desplomado y retiró la tarjeta de vídeo de la cámara. Al día siguiente enviaría copias a la NSA, la CIA y el Departamento de Seguridad Nacional.

Se metió la tarjeta en el bolsillo, pero se detuvo en seco al oír un leve ruido. Sin una certeza absoluta prefería no meter su corpachón por la estrecha abertura de la puerta de la celda, pero se trataba de Donovan Creed, así que entró a regañadientes, se arrodilló y le cogió la muñeca para buscarle el pulso. Al no encontrarlo, le levantó la cabeza con una manaza y acercó la oreja a la boca de Creed, de la que surgió un susurro ronco:

—Pues no he notado nada.

Quinn se apartó, sobresaltado.

—¡Qué cabrón! —exclamó por segunda vez aquella noche.

Se le pasó por la cabeza que algún día estaría tomándose una copa en un bar de moteros o colgado de un gancho carnicero en alguna parte y algún listo le preguntaría quién era el hombre más duro con que se había topado. Contestaría que Donovan Creed y daría una docena de ejemplos de su fortaleza que concluirían con aquel episodio en concreto. Lo contaría exactamente como acababa de suceder, sin necesidad de adornarlo, y concluiría el relato con la repetición de las últimas palabras del sujeto en cuestión: «Pues no he notado nada.» Su interlocutor se sonreiría, porque como epitafio era una frase magistral.

Sin embargo, resultó que aquéllas no fueron las últimas palabras de Creed.

—Esta vez —dijo— métele doce segundos.

—Tendría que haberme traído un bocadillo —suspiró Quinn.

Augustus Quinn no temía a persona ni bestia algunas, excepto al hombre que estaba a sus pies. En concreto, le daba miedo algo que existía en el interior de Donovan Creed y lo empujaba a dormir en una celda siempre que estaba allí, en la sede central de Virginia, o si no en el desván o el sótano de la casa de algún desconocido que nunca llegaba a enterarse de su presencia. Y Quinn tampoco acababa de entender qué alimentaba aquel ansia demente de Creed por aumentar su resistencia a la tortura en aquellas horripilantes sesiones de madrugada, cuando se prestaba a convertirse en cobaya de las mortíferas armas militares que se iban inventando.

Salió por la angosta puerta e introdujo la tarjeta de vídeo en la cámara. Echó un vistazo al objetivo y apretó el botón de grabación.

En la imagen aparecía una celda austera de dos metros por tres. Al fondo a la izquierda había un estrecho catre con un colchón sin sábanas, separado del retrete por un lavabo de acero inoxidable. Las paredes de bloques de hormigón reforzados y el suelo de cemento estaban pintados de un gris neutro. La parte delantera quedaba cerrada por barrotes de hierro de cinco centímetros de grosor. La zona central se deslizaba hacia un lado para permitir la entrada de los reos. El techo era alto y presentaba fluorescentes por encima de una rejilla instalada para desanimar a los prisioneros que pretendieran arrojar cosas hacia lo alto con el fin de obtener fragmentos de cristal que pudieran utilizarse como arma.

La rejilla confería un brillo verdoso a la luz, lo que distorsionaba ligeramente la imagen del sujeto desplomado en el centro de la celda, que una vez más se esforzaba por ponerse en pie.

1

Me desperté a medio grito, me incorporé con una sacudida y salté del catre como si me hubieran prendido fuego. Me chisporroteaban las neuronas, sobrecargadas por el pánico y un dolor inhumano. Di tres pasos tambaleándome y me precipité contra los barrotes de la celda. Los aferré como si me fuera la vida en ello. Tardé un minuto, pero por fin recordé que había pasado la noche haciendo manitas con el rayo asesino.

Sonó el móvil. Ni lo miré. Fui hasta el retrete y vomité todo lo que tenía dentro, probablemente bazo incluido. La llamada se cortó mucho antes de que me apeteciera mirar la pantalla. Había dado mi número a nueve personas en todo el mundo y el que me había llamado no estaba en la lista. Daba igual quién fuera o lo que quisiera: podía esperar.

Desde mi celda de Bedford, en Virginia, ir a trabajar resultaba muy fácil. Bastaba con entrar en el ascensor y apretar un botón. Hice precisamente eso y al cabo de muy poco me encontré a merced de toda la potencia de la ducha de vapor. Tras varios minutos de tratamiento, consciente de que mi cuerpo no iba a regenerarse por sí solo, salí y me eché unos ibuprofenos en la mano.

Me miré en el espejo. Por lo general, cuando me encontraba tan mal tenían que darme puntos, y muchos. Apoyé los codos en la repisa del lavabo y bajé la cabeza hasta los antebrazos.

El ADS había cumplido todas mis expectativas e incluso las había superado. Sabía que a lo largo de las siguientes semanas dominaría la dichosa arma, pero de momento la muy malnacida me había dado una buena tunda. Me quedé pensando si los jefecillos de Seguridad Nacional se alegrarían o se cabrearían al enterarse de que había sobrevivido a la primera sesión.

Cuando el baño por fin acabó, tragué los comprimidos. Luego me afeité, me vestí y llamé a Lou Kelly.

—¿Ya tienes algo sobre Ken Chapman? —pregunté.

—Más que algo tengo una buena cantidad de material —contestó tras una breve pausa—. ¿Lo quieres ahora?

—Sí, tráemelo —suspiré.

Dejé entreabierta la puerta del despacho para que Lou pudiera entrar sin tener que llamar al interfono y luego me arrastré hasta la cocina y eché unos cuantos cubitos y un chorro de agua en la batidora. Le metí un paquete de proteína en polvo y un puñado de almendras bañadas en chocolate, giré el selector hasta la máxima potencia y apreté el botón de inicio. Cuando llegó Lou ya estaba vertiendo aquella papilla viscosa en un vaso largo de plástico.

Vi que llevaba una gruesa carpeta marrón en la mano.

—Te apuesto cien pavos a que no adivinas el tiempo que hace ahí fuera —soltó mientras la dejaba en la barra de la cocina, ante mí.

—¿Qué posibilidades hay?

—Tempestad, tormenta de hielo, nubes o sol.

El apartamento donde tenía mi despacho no era subterráneo, pero por una ventana podían matarte, así que no había ninguna. Las paredes eran de medio metro de grosor e insonorizadas, así que no podía descartar una tempestad, pero estábamos a mediados de febrero y el día anterior había salido a la calle. Bebí un sorbo del batido de proteínas. Recordaba que había hecho sol y estaba despejado.

—Yo diría que está nublado —aventuré.

—Joder, tío —refunfuñó Lou, mientras sacaba dos billetes de cincuenta dólares del bolsillo y los depositaba también en la barra.

—No hay nada peor que un jugador degenerado —aseguré.

—Pues no sé qué decirte —replicó Lou, señalando la carpeta. Se inclinó y le dio un par de golpecitos con el índice para subrayar sus palabras.

Lou Kelly era mi lugarteniente, el que podía sacarme las castañas del fuego. Llevábamos quince años juntos, incluido el período en Europa con la CIA. Bebí un poco más de batido y clavé la vista en la carpeta.

—Vamos al grano —pedí.

—Tu hija tenía razón al no fiarse de ese tío.

Asentí. La semana anterior, en el momento mismo de contestar al teléfono, la intuición me había dicho que algo no marchaba bien. A Kimberly, que por lo general juzgaba bien a la gente, en especial cuando se trataba de los novios de su madre, le había parecido necesario contarme un incidente curioso.

—Hace un rato Ken ha hecho estallar un vaso estrujándolo —me dijo—. ¡Lo tenía en la mano y de repente se la he visto cubierta de sangre!

Luego añadió que su madre (mi ex mujer Janet) había hecho un comentario sarcástico que se merecía una réplica mordaz por parte de Chapman, con quien acababa de comprometerse. En lugar de eso, aquel sujeto había colocado las manos a la espalda, se había quedado mirando al infinito y no había abierto la boca. Ante su silencio, Janet había salido frustrada de la habitación. Entonces Chapman había apretado el vaso con tanta fuerza que se le había hecho añicos en la mano. Kimberly había sido testigo de toda la escena sin que la vieran.

—A ese tío le pasa algo extraño, papá. Es demasiado... —Buscó una palabra—. No sé. ¿Pasivo agresivo? ¿Bipolar? Es un bicho raro.

Le contesté que estaba de acuerdo y que haría averiguaciones.

—No le digas a mamá que te lo he contado, ¿vale? —añadió Kimberly.

Mientras recordaba el episodio, Lou Kelly carraspeó.

—¿Te encuentras bien?

—¡De maravilla! —exclamé dando una palmada—. A ver qué me has traído.

Lou se quedó mirándome un instante y luego empezó:

—Ken y Kathleen Chapman llevan dos años divorciados. Ken tiene cuarenta y dos y vive en Charleston, Virginia Occidental. Kathleen ha cumplido los treinta y seis, vive en North Bergen y trabaja en Manhattan.

Con un gesto desestimé toda aquella información.

—Al grano —pedí.

—Al grano: nuestro amigo Chapman tiene mal temperamento —dijo Lou frunciendo el ceño.

—¿Muy malo?

—Se le daba muy bien pegar a las mujeres.

—¿Ya no? —me sorprendí.

—Hay indicios de que se ha reformado.

—¿Qué tipo de indicios? ¿Empíricos o farmacológicos?

Lou me miró fijamente.

—¿Cuánto hacía que llevabas esas palabrejas en la cabeza y te morías de ganas de soltarlas?

—Un amplio vocabulario es señal inequívoca de superioridad intelectual —contesté con una mueca.

—Te habrá quedado mucho sitio disponible en el cerebro después de sacar eso —espetó con cara de póquer.

—Sigamos —rogué—. Me duele la cabeza.

—Pues no me extraña... A ver, según la carta que presentó su psiquiatra al tribunal, por lo visto Chapman ha superado su agresividad.

—Ya. Un desajuste químico —apunté.

—Sí, una cosa así —asintió Lou.

Le devolví el dinero y dediqué un par de minutos a echar un vistazo a las fotografías policiales y los informes de violencia doméstica. Cualquiera habría considerado que las imágenes de Kathleen Chapman eran de una brutalidad obscena, pero la violencia me acompañaba constantemente y había visto cosas mucho peores. Eso sí, me sorprendió sentir una creciente compasión ante sus heridas. Me fijé varias veces en dos fotos. Era como si estableciera un vínculo con la pobre criatura que hacía años había reunido el valor suficiente para mirar sin expresión alguna al objetivo de una cámara policial.

—¿Qué le dices a una mujer con dos ojos morados? —pregunté.

—No sé. —Lou se encogió de hombros—. A ver, ¿qué le dices a una mujer con dos ojos morados?

—Nada. Lo que tenías que decirle ya se lo has dicho dos veces.

Lou asintió. A menudo recurríamos al humor negro para distanciarnos de la brutalidad de nuestra profesión.

—Da la impresión de que en este caso se lo dijo cien veces —comentó.

Saqué las dos fotos de la carpeta y recorrí el rostro de Kathleen con el dedo índice. Y entonces se me encendió una bombilla.

—Que los técnicos eliminen los moratones y la envejezcan para ver qué pinta tiene hoy —pedí mientras se las entregaba.

Me miró con recelo pero no dijo nada.

—Y luego que la comparen con esta señorita. —Encendí el móvil, fui pasando fotos hasta dar con la que quería y se lo di—. ¿Qué te parece?

Sostuvo el teléfono en la mano derecha y las fotos de la joven Kathleen en la izquierda. Lou llevó la mirada de un lado a otro varias veces y luego comentó:

—Podrían ser gemelas.

—Exacto.

Recuperé el móvil y me puse a introducir instrucciones con las teclas.

—Bueno, ¿quién es? —preguntó—. La de la foto que estás pasándome por correo electrónico.

—Una que conozco —respondí encogiéndome de hombros—. Una amiga.

—Los técnicos podrían poner peros a este proyecto —apuntó Lou.

—Pues diles que tratamos de introducir a una chica concreta en un grupo terrorista.

Siguió estudiando las fotos de Kathleen.

—¿Una doble?

—Ajá —contesté—. Ah, una cosa, Lou.

Levantó la vista.

—¿Sí?

—Diles a los técnicos que lo necesito para ayer.

—¿Y eso es una novedad? —suspiró.

Dio media vuelta para irse, pero lo retuve.

—Espera un momento. ¿Y si Kathleen no hubiera sido la única víctima de Ken Chapman?

—¿Crees que le ponía los cuernos cuando estaban casados?

—Puede. O quizá salió con alguien más después del divorcio, antes de conocer a Janet. ¿Puedes enterarte?

—Me pongo en ello.

Dicho eso, Lou se marchó y volví a concentrarme en el material. Al leer los informes policiales no dejaba de pensar en una cosa: «Si no hago nada, dentro de un par de años ésta podría ser Janet, o incluso Kimberly.»

Me costaba creer que mi ex fuera a casarse con aquel imbécil y recordé algo que me había dicho Kimberly un mes antes, al contarme que su madre había decidido casarse. Según ella, Janet no estaba enamorada de Chapman.

—¿Por qué iba a casarse con ese tío si no lo quiere? —le pregunté yo.

—Me parece que mamá prefiere sufrir antes que estar sola.

2

El capitolio del estado de Virginia Occidental, en Charleston, está construido con piedra caliza beige de Indiana. Su cúpula alcanza los 89 metros de altura y está decorada con pan de oro de veintitrés quilates y medio. Me encontraba justo debajo, en la rotonda del edifico, contemplando la estatua del senador Robert C. Byrd, cuando oí el repiqueteo de sus tacones por el suelo de mármol.

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