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Authors: John Locke

Gente Letal (6 page)

BOOK: Gente Letal
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Mientras esperaba las presentaciones, Monica se pasó los dedos por el pelo, que era moreno y llevaba corto, a la moda. Aunque sabía que tenía cuarenta y un años, me pareció más joven. Estaba en excelente forma física y tenía una mirada profunda y expresiva, así como una silueta esbelta que hacía gala de un par de los mejores implantes de Park Avenue. No la habría calificado de despampanante, pero sin duda era atractiva, incluso para su edad. Seguramente le habría dado rabia que un hombre recurriera a la coletilla «para su edad» al describirla, pero yo sencillamente me remito a los hechos.

Callie hizo las presentaciones.

—¿A que Donovan es guapo? —comentó—. Mira esa sonrisa tan seductora y esos penetrantes ojazos verdes.

—Anda, mujer —coqueteé, dirigiendo hacia el cielo los penetrantes ojazos verdes en cuestión.

Monica sonrió con cortesía. Me habría gustado que Callie se hiciera ya a un lado y dejara la cosa en mis manos, pero estaba desatada.

—Y esa ropa —añadió, guiñándome un ojo—, qué elegante. Oye, Monica, ¿tú cómo llamarías ese estilo?

—Hum... ¿Continental? —dijo con una sonrisa.

—Atuendo informal adecuado para Florida —apun-

té yo.

Monica quería seguir trotando, pero me tendió la mano y me saludó con cordialidad:

—Hola, Donovan.

Acepté la mano e hice una reverencia lenta y exagerada, como si fuera a besársela. Callie soltó una risita y Monica la miró de reojo y se sonrojó. Me pareció que quería decir algo, pero incrementé la presión con la que le aferraba la mano y de repente todo se desmoronó a su alrededor. Soltó un grito ahogado y trató de zafarse, pero le sujeté el brazo con la otra mano. Antes de que su mente llegara a procesar lo que sucedía la arrojé al interior de la furgoneta con tal fuerza que su cuerpo chocó contra el otro lado y rebotó para estrellarse contra el suelo.

Con los ojos como platos, aterrorizada, Monica trató de acercarse a gatas a la puerta, pero yo ya había subido. Aturdida y enmudecida, trató de gritar. Al punto se encontró con mi mano en la garganta, ejerciendo tanta presión que no logró emitir más que un leve chillido.

Con los ojos buscaba desesperadamente a Callie. ¿Qué era todo aquello?, debía de preguntarse. ¿Por qué no la ayudaba Callie?

Le estampé la cabeza contra el suelo metálico con la mano izquierda y con la derecha hice correr la puerta, que se cerró. Monica se retorcía y trataba de soltarse, así que apliqué más presión para inmovilizarla. Oí que algo crujía, sin duda el cartílago de la oreja. Con eso se le quitaron las ganas de resistirse. Respiraba agitadamente y exhalaba a ráfagas apresuradas, como un niño sin aliento tras haber llorado un buen rato. Soltó un gemido gutural, como de animal aterrado tras caer en una trampa: estaba demasiado asustada para gritar y demasiado desorientada para reaccionar.

Debió de oír que se encendía el motor, debió de notar la sacudida cuando la furgoneta se puso en marcha. En algún rincón de su cerebro una pieza del rompecabezas encajó. Me di cuenta porque lo vi reflejado en su cara: Callie estaba al volante y ya no había escapatoria.

Algo empezó a ascender por su garganta, tuvo arcadas y le cayó por la barbilla una mezcla de babas, fluido nasal y sangre que se quedó allí colgada como un pedazo de cuerda. Victor se sentiría orgulloso al comprobar el súbito desmoronamiento de Monica. Como si un director le hubiera hecho una indicación, las lágrimas empezaron a brotar. Se puso a gimotear con voz de niña pequeña.

—¡Suéltame, por favor, por favor! ¡Me haces daño! ¡Me haces daño! ¡Por favor! ¡Suéltame!

Callie echó un vistazo a la carretera y miró por el retrovisor antes de reducir la velocidad. Giró con brusquedad a la izquierda para tomar el precario sendero que habíamos elegido previamente al reconocer el terreno. Metió la furgoneta entre los matorrales, pegada a las ramas de los árboles, y se abrió paso entre los densos arbustos y las enredaderas, que se cerraban tras nosotros y nos engullían. Avanzó unos cien metros y luego, con un gran esfuerzo, logró girar la furgoneta para dejarla mirando hacia la carretera. Entonces la detuvo.

—Ya estamos —anunció.

Dejó el motor en marcha para que funcionara la calefacción y se volvió para mirar.

—Monica, ahora voy a dejar que te incorpores si me prometes que no vas a gritar —le dije.

Asintió como pudo y la ayudé a sentarse. Se volvió hacia Callie, que se encogió de hombros y movió los labios para decir «lo siento» antes de pasarme unos pañuelos de papel para que se los diera a su ex amiga. Nos quedamos mirando cómo se limpiaba la cara para quedar todo lo presentable que fuera posible dadas las circunstancias. Con cautela se llevó un pañuelo a la oreja. Hizo un gesto de dolor y bajó la mano para examinar la sangre. No había mucha, pero bastó para que se le llenaran los ojos de lágrimas otra vez. Al parpadear, casi todas se le quedaron atrapadas entre las pestañas y apenas unas pocas resbalaron por las mejillas. Yo seguía observándola, a la espera de que recuperase el aliento y quizá se relajara un poco. Estaba en ello, por lo visto. Me pareció que empezaba a recuperar cierta esperanza. Al fin y al cabo, si dejábamos que se limpiara era lógico pensar que no pensábamos matarla, ¿no?

Llamé a Victor.

—Está lista para hablar —anuncié, y le di el teléfono.

Callie y yo bajamos de la furgoneta y cada uno cerró su puerta.

—¿Has visto la cara que ha puesto al darle el teléfono? —preguntó Callie.

Asentí. Era un gesto que me costaba describir: una mezcla de sorpresa, confusión, esperanza y miedo. Aquella experiencia era nueva para mí.

—¿Crees que tratará de bloquear las puertas? —preguntó Callie.

—Lo dudo. Se dará cuenta de que no puede llegar al asiento delantero antes de que las abramos.

Callie asintió. Nos quedamos mirando a la pobre Monica, con el móvil pegado al oído sano y haciendo un esfuerzo para comprender la voz metálica y entrecortada que le hablaba. A mí me había pasado lo mismo.

—¿Cómo llevas lo de la doble?

—¿La tuya? Estoy trabajando el tema.

—Ya, me lo imagino —se rio Callie.

—No es fácil encontrar a una bibliotecaria encantadora que se te parezca.

—Así que una bibliotecaria, ¿eh?

—Bueno, ¿por qué no?

—Tu última «bibliotecaria» fue Fifí la puta francesa. ¡Tenía un tatuaje en el coño que ponía: «Léeme los labios»!

Sonreí al recordarlo.

—Lo de Fifí es verdad, pero no recuerdo que se hiciera llamar «puta francesa».

—Es una forma de hablar de las bibliotecarias —replicó Callie, arrugando la frente—. No era la primera puta bibliotecaria con un tatuaje en la entrepierna. Ni te acordarás de cómo se llamaba la otra.

Me acordaba. Constance habría sido la doble perfecta para Callie si no hubiera tenido un tatuaje en la entrepierna que ponía: «¿Hace calor aquí o me lo imagino?»

—Me da la impresión de que no me valoras —me quejé—. No resulta fácil encontrar una doble. Y encima tengo que realizar minuciosas inspecciones, con lo escrupulosa que eres con los tatuajes y esas cosas.

—Sí, bueno, es verdad que cuando tienes que trabajar con putas echas toda la carne en el asador.

En el interior de la furgoneta, acurrucada en el rincón más alejado, Monica había pegado las rodillas al pecho. Le caían lágrimas por las mejillas y su boca formaba palabras que no alcanzábamos a oír. Me pareció que escuchaba un momento y luego sollozaba quedamente.

—¿Qué crees que le dice? —preguntó Callie.

No tenía ni idea y no quería molestarme en pensarlo.

—Bueno, ¿esa nueva doble tiene algún tatuaje? —dijo entonces.

—¿Jenine? Aún no lo sé.

—Pero te mueres de ganas de descubrirlo.

—Mi entrega a la búsqueda del detalle es legendaria —aseguré—. Soy persistente.

—Ya. Igual que la gonorrea.

Monica me miró por la ventanilla y asintió. Abrí la puerta y oí que daba las gracias a Victor, lo que me dejó intrigado. Me devolvió el teléfono y me lo llevé al oído.

—Creed.

—Ya sabes... lo que... tienes... que... hacer —me dijo Victor.

7

Sabía muy bien lo que tenía que hacer, pero un par de cosas despertaban mi curiosidad. Pregunté a Monica si conocía a Victor.

—Había oído hablar de él —respondió.

—¿Y eso?

—Por mi marido.

Asentí. Por lo visto, Victor la mataba para castigar al marido. Al menos eso tenía sentido. A pesar de todo no quería hacerle demasiadas preguntas. Las preguntas dan pie a respuestas y éstas dan pie a las dudas, que son la perdición de un buen asesino a sueldo. Me volví hacia Callie. Estaba ansiosa, se moría de ganas de saberlo todo.

—Háblame de Victor —pedí a Monica.

—No puedo. Si te lo cuento, me matarás.

Callie y yo nos miramos. Mi colega no podía aguantar más, tenía que intervenir.

—O sea, que ese tal Victor te ha dicho que si no contabas nada de lo que habéis hablado te soltaríamos, ¿no?

Monica pareció confundida.

—¿Por qué me preguntas eso? Ya lo sabéis, ¿no?

Callie me miró, incrédula.

—¡Qué retorcido el muy hijo de puta!

—Oye, vigila esa lengua —repliqué—, que hablas de un cliente.

Nos quedamos todos allí sentados mirándonos durante un minuto. Podría haberla obligado a decírmelo, pero no quería torturarla. Podría haberla amenazado para que hablara, pero eso habría implicado darle falsas esperanzas, cosa que por algún motivo no me parecía bien. Decidí olvidarme del móvil.

—Vale, Monica —empecé—. Nadie podrá decir que has revelado nada de la conversación que has mantenido con Victor ni de vuestra vinculación, te has portado bien. No voy a volver a pedírtelo. Pero dime una cosa: ¿por qué tiene la voz tan rara?

—Es parapléjico.

—Ya, pero es una voz que pone los pelos de punta. Hay algo más.

Monica empezaba a soltarse, convencida de que estaba a punto de recuperar la libertad. Había dejado de llorar y hablaba con voz más firme. Parecía animada.

—Puede que sea porque es muy joven —conjeturó—, y enano.

Callie y yo nos miramos.

—¿Enano? —repetí.

—Ay, no. De baja estatura —se corrigió—. Perdón. Se me ha escapado.

—¿Y joven? ¿Qué edad tiene? —intervino Callie.

Monica me miró antes de responder.

—No sé. Veintipocos años.

—Tu marido tiene que haberle hecho algo horrible para que esté tan cabreado —comenté.

Monica asintió.

—Le salvó la vida.

8

Bajé la cabeza de Monica con delicadeza hasta el suelo y la retuve allí. Le pasé la mano por el pelo un par de veces para tranquilizarla. Y estaba tranquila... hasta que vio la jeringuilla que llevaba en la otra mano. En ese momento puso los ojos como platos, aterrorizada. Empezó a revolverse. Luego perdió el control de la vejiga. Estaba tan asustada que le daba igual y se puso a mear a chorro. Oí que el líquido se escurría por la ropa, borboteaba caliente por la entrepierna y caía por el muslo. Como estábamos pegados, consiguió empaparme una pernera del pantalón. Me volví hacia Callie, exasperado.

—Te digo una cosa, Donovan —me soltó—, es una gran mejora para tu «atuendo informal adecuado para Florida».

Fruncí el ceño y reduje ligeramente la fuerza con que sujetaba a Monica, lo suficiente para que, entonces sí, soltara un alarido desgarrador. Por supuesto, allí en mitad del bosque no sirvió de nada. Recuperé el control, le aparté el pelo por la sien y le clavé la jeringuilla en el cuero cabelludo. Al cabo de unos minutos abrí la puerta lateral y le di un buen empujón. Su cuerpo se desmoronó sobre un matorral y se deslizó un poco, pero logró ponerse en pie y, tambaleándose, dio unos pasos inseguros antes de desplomarse definitivamente.

Callie arrancó y condujo la furgoneta entre la maleza hasta llegar otra vez a la carretera. No sobrepasó el límite de velocidad y se dirigió hacia el sur. Nos alejamos de la escena del crimen.

—Cómo se ha resistido, la tía —comenté, mientras pasaba al asiento delantero—. Me ha impresionado ver cómo conseguía levantarse.

Callie asintió.

Los neumáticos de la furgoneta rasgueaban rítmicamente el irregular asfalto de la carretera. Pasamos por un campo de golf a mano derecha y una ambiciosa urbanización de bloques de apartamentos a la izquierda que parecía sin terminar y abandonada. Las pocas entradas de conjuntos residenciales que vimos estaban camufladas por la vegetación, densa y exuberante incluso en febrero, y no pude evitar preguntarme qué tipo de gente pagaría aquellos precios astronómicos para vivir a casi un kilómetro de la playa, rodeados de arañas y mosquitos y sin disfrutar de vistas al mar.

—Tenía un pelo precioso —comenté.

—Muy elegante. Y con clase —reconoció Callie. Hizo una breve pausa antes de preguntar—: ¿Cuánto tiempo crees que pasará hasta que la encuentren?

—Está bastante cerca de la plantación. Unos dos días.

—¿Crees que verán la marca de la aguja en el cuero cabelludo?

—¿Qué, estamos en CSI? Dudo mucho que el forense se fije.

—¿Y eso?

—La he pinchado en una de las heridas de la cabeza.

Callie lo pensó y luego comentó:

—Cuando la has metido en la furgoneta debe de haberse golpeado la cabeza.

—Sí, supongo.

Seguimos avanzando durante un rato, contentos de que el paisaje fuera pasando a nuestro lado. Íbamos por la A1A, al sur de la isla de Amelia, donde la carretera de dos carriles discurre en línea recta entre maleza y marismas a lo largo de veinticinco kilómetros. Aquella extensión de terreno tenía algo primario que al parecer ahuyentaba la comercialización desenfrenada que se veía casi sin interrupción entre Jacksonville y South Beach. Tras recorrer dos o tres kilómetros pasamos tres cruces y una burda pintada que rezaba: JESÚS MURIÓ POR TUS PECADOS.

—Monica parecía simpática —observó Callie—. Un poco estirada, pero eso podría haber sido por tener pasta. O por la diferencia de edad. Pero, vamos, me ha caído bien. Tenía muy buenos modales.

—¿Buenos modales? —repetí entre risas.

—Lo de la furgoneta le ha dado mala espina —explicó—, pero como no quería ofenderme me ha acompañado igual.

—Ha muerto por tener buenos modales —se me ocurrió decir, para ver cómo sonaba.

—Me ha caído bien —insistió Callie.

—Y a mí, ¡hasta que se me ha meado encima!

Le puse dos fajos de billetes en el regazo y Callie cogió uno y lo sopesó.

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