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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (19 page)

BOOK: Gran Sol
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Ugalde movió la boca, arrugó los labios.

—¡Ah!, tiene mucho que aprender —dijo Sas—. Ya irá aprendiendo.

A mediodía Macario Martín golpeó con un cucharón en la sartén grande.

Llamó a comer. Apareció en la cocina el contramaestre; Macario seguía golpeando la sartén con un regocijo infantil.

—¿Quieres dejar de hacer ruido? —dijo Afá.

—No.

Afá pasó por el portillo de la cocina a cubierta, fue hacia popa y se sentó en el cubo metálico del pañol. El pantalón de aguas le preservaba de la humedad.

Golpeó monótonamente con los talones en la caja del cubo. Estaba a gusto. Era como estar en el muelle, contemplando la mar con niebla, esperando ver aparecer la motora conocida de regreso del trabajo, los hombres silenciosos, el arranque feliz, las primeras sonrisas, la invitación a las copas tras la angustia, luego las palabras: «Se nos echó la manta en el cabildo de Cabo Chico, estuvimos a punto de embicar para playa, ciegos que íbamos con más miedo que…».

Macario Martín salió a cubierta, golpeando la sartén.

—José —gritó—, que te estamos esperando.

El contramaestre bajó del cubo del pañol y fue andando por la cubierta.

Junto al portillo estaba Macario, la figura borrosa, dale que dale a la sartén.

—Calla ya.

—A comer.

—No te echo a las aguas con sartén y todo…

—A comer.

Desapareció Macario en la cocina, avisando.

—A Afá no le gusta la música; música, hijos míos.

Juan Ugalde y Venancio Artola golpeaban con sus cucharas en la mesa de la cocina; se divertían. Joaquín Sas estaba de mal talante y nervioso.

—Ya, Macario —dijo—, pon la marmita. Dejaos de chiquilladas.

Macario Martín sonrió a Sas.

—¿No comprendes que es un recibimiento a nuestro traganiños particular don José Afá?

En el puente, mientras Simón Orozco comía, el patrón de costa estaba al timón. En las guardias de los bacalaos, los dos Quiroga. Celso a babor, Juan a estribor. El patrón de costa monologaba:

—… no sé si una taberna, porque no sé si sirvo para tabernero. Hay que tener mucho aguante. No me acostumbraría. Si se muriera mi suegra, desde luego, tendría que seguir con la tienda, pero poner una taberna, partiendo la tienda, no sé, no sé si daría resultado. Los taberneros marchan bien…

Simón Orozco levantaba la cabeza y fijaba la mirada en las espaldas de Paulino Castro. Simón Orozco ordenaba las espinas al norte de la cazuelita.

—… ni a mediodía levanta un poco la niebla… La taberna sería pequeña porque la tienda es ya pequeña, pero mejor, así no tenía gente fija, así los de ronda que son los que dejan el dinero… Cerraría temprano para irme a beber un chiquito con los conocidos. Así no tienes que invitar en tu casa. ¿A ti qué te parece?

El patrón de pesca chupó largamente una espina.

—No sé, la gente de la mar no somos nada en tierra. Ponte en que no acertabas. Las cosas de tierra hace falta haberlas mamado. Tú estás hecho a esto, no sé…

Paulino Castro se rebelaba frente a la fatalidad.

—Hombre, yo creo que para la tierra servimos todos, no vaya a resultar ahora que nosotros somos como los peces y en cuanto se nos saca de las aguas nos morimos.

—Algo de eso hay —respondió Orozco—. El que está hecho a la mar, la tierra le viene pequeña. Ya puede coger el mejor oficio, que si es marinero… Aquí eres tú el que gobiernas, en tierra te gobiernan. Aquí estás solo con el agua y el cielo, y has tenido mucho tiempo para pensar tus cosas, allí no sé… Yo también, si pudiera, me retiraría. La verdad es que tengo ganas de dejar la mar, más ganas que nadie, porque estoy harto y quisiera quedarme en casa, con la mujer, con los hijos… Siempre estoy diciendo que este año es el último, que se acabó para mí la mar…

—Yo lo llevo pensando desde hace muchos años.

—Y yo también…, pero en la tierra no me encuentro a gusto. Cuando andaba sin contrato, en seguida de la guerra, me hubiera embarcado en cualquier cosa, me ardía la tierra; no he sabido nunca estar en tierra y pienso, pienso que es donde debiera estar.

Simón Orozco había terminado de comer; dejó la cazuelita junto a la radio, se levantó del banquillo.

—Dame la rueda, Paulino.

El patrón de costa le dejó el timón a Orozco; avisó a Celso Quiroga.

—Dale una voz a Macario para que me suba la comida; si ya han terminado, bajaos a comer; que suban Sas y Artola.

Gato Rojo había terminado su guardia y había comido. Estaba echado en la litera, tallando un corcho en forma de pez. El calzón caído, la camisa en bolsa, la mirada turbia. Domingo Ventura lo veía hacer.

—¿Para qué es eso?

—Para mi chico pequeño —respondió Gato Rojo—. Le prometí hacerle un pez de corcho.

—Cómprale uno de caucho, le gustará más.

—No.

El motorista cambió la postura, se dejó caer de la pierna derecha.

—Yo a mis chavales les compré la última marea un balón de fútbol, a ver si les entra la afición y un día son jugadores y me retiran de la mar.

Dejó de tallar Gato Rojo, sonrió.

—Siempre pensando en trabajar, Ventura.

El motorista se rió. Tenía una risa idiota, que se le enredaba en los dientes de oro y le hacía arrugar la nariz.

—¡A ver qué vida!

Gato Rojo siguió tallando, Ventura se dejó caer de la pierna izquierda.

—¿Te divierte trabajar, Carmelo?

—Me divierte más descansar.

Los ojillos de Ventura ratoneaban desde las rendijas de los párpados. Se rascaba con las manos en los bolsillos.

—Si yo tuviera dinero, no te quiero decir qué plan… Lo pasaría en grande y os iría a esperar al muelle, para invitaros a unas copas.

El pez de corcho reposó sobre la barriga de Gato Rojo, la mano derecha jugó la navaja, la mano izquierda ascendió hasta la cabeza y se posó sobre la pelambre bermeja.

—De vez en cuando nos darías dos reales de limosna, Ventura.

—Os prestaría el dinero que necesitaseis; no soy un roñoso.

—Gracias por adelantado.

La mano izquierda de Gato Rojo descendió hasta el pez de corcho, volvió a tallar.

—Gracias por adelantado, caballero. Mientras tanto, a aguantar.

Los ojos de Domingo Ventura buscaron por el rancho.

¿Dónde ha dejado las novelas Afá?

—Las ha guardado, creo…

—¿Tú no tienes nada?

—No tengo tiempo de leer.

Domingo Ventura giró la cabeza.

—¿También las ha guardado Espina?

—No lo sé.

Domingo Ventura salió a la pasadera, se asomó a los motores.

—Espina —gritó—, ¿dónde tienes las novelas?

Manuel Espina subió lentamente las escalerillas. Llegó donde estaba Ventura.

—No tengo novelas, se las he llevado todas a los de proa —cambió el tono de voz, preocupándolo—. Las toberas van mal, estoy ayudándole a Arenas, convendría que echases una ojeada.

—Bueno, ahora bajo.

Domingo Ventura volvió las espaldas a Espina y fue hacia su camarote.

Manuel Espina bajó a las máquinas.

—Que ahora viene, dice Ventura.

Arenas se frotaba las manos con un cotón.

—¡Que ahora viene! —dijo despreciativamente—. Bajará cuando llegue la avería o cuando ya no tenga nada que hacer.

En el camarote de Domingo Ventura había colgado un calendario con fotografías y refranes de la mar. En la litera superior se mezclaban los aparejos de pesca con las ropas y los alimentos extras del motorista. Domingo intentó poner un poco de orden en el batiburrillo, buscando una novela. Separó los aparejos a la izquierda, los alimentos a la derecha, las ropas las amontonó en la mitad, no encontró la novela y acabó confundiéndolo todo. Salió a las pasaderas y antes de entrar en la cocina llamó a los de máquinas.

—Arenas, que vengo ahora.

Alzó la cabeza Juan Arenas y cuando desapareció la figura del motorista comentó, encogiéndose de hombros:

—Tiene valor… larga trapo y hasta la vuelta.

Manuel Espina tenía el rostro enmascarado de tiznes. Las muecas lo hacían risible.

—Llamaré a Gato Rojo.

—Déjalo tranquilo —dijo Arenas—; si todo se escacharra, que lo arregle Ventura.

Ventura se había hecho sitio en la litera de Venancio Artola y estaba sentado cómodamente, dirigiendo las aventuras de Afá. El contramaestre estaba de pie contando:

—Nos habíamos acercado al barco inglés; tres mil quinientas toneladas.

Les habíamos pasado toda la pesca que llevábamos, que no era mucha, porque esto fue al oeste de La Chapelle. Fue grande la cosa, antes de que nos diéramos cuenta ya lo teníamos encima. Yo no sé de dónde salieron. Sonaban los tiros por todos los lados. El patrón comenzó a gritar que todo el mundo al guardacalor.

Los aviones alemanes nos daban pasadas sin dejarnos respirar. La mayoría se quería tirar al agua. Los del barco inglés comenzaron a cascarles. Yo no veía nada; estaba echado entre la amura y el portillo de la cocina, esperando que dejaran de tirar para colarme en el guardacalor…

—¿Y por qué no te levantaste y de un salto…? —dijo Ventura.

—Anda éste… De un salto, de un salto, allí no había quien se moviera. Tenía tal miedo que no me atrevía ni a levantar la cabeza; creo que lo único que funcionaba en mi cuerpo eran los oídos. En cuanto dejaron de tirar, ni sé el tiempo que estuvieron tirando, me metí en el rancho y no salí hasta que el patrón bajó a ver lo que nos habíamos llevado. Nos dijo que la chimenea la habían arrancado como quien arranca una berza, que habían entrado los tiros de paseo por el cuarto de derrota, que estaban las estampas de las cubiertas totalmente astilladas. «Asomaos, asomaos y veréis al inglés echar humo.»

—¿Y vosotros qué hicisteis? —preguntó Ventura.

—¿Nosotros? ¡Qué vamos a hacer! Nos largamos por si volvían.

—Vaya novela —dijo Ventura—. En tiempo de guerra debían armar los pesqueros…

—Y hacernos a todos oficiales —interrumpió Afá—. Con galones se hunde uno mucho mejor.

Macario Martín había terminado de arranchar la cocina y entró quejándose. El contramaestre le dio una fuerte palmada en las espaldas.

—Cuando toca trabajar, toca trabajar. —Y los demás de feria, ¿verdad?

—Para eso cobras,
Matao
; un buen plus por hacernos la comida, más tus gajes.

Macario se bajó las mangas de la camisa y las dejó sin abotonar en los pulsos, cayéndole sobre las manos.

—Está uno bueno.

Domingo Ventura estaba preguntando a los hermanos Quiroga si tenían novelas. La contestación fue negativa.

Era hora de dormir.

Era hora de dormir y Afá y Macario Martín se fueron al rancho de popa seguidos por Domingo Ventura.

—Afá, déjame una novela para la siesta.

—Tienes dos mías que no me has devuelto.

—Se las llevó alguno de tu rancho.

—Ya lo sé, pero el que me tenía que devolver las novelas eras tú.

—Y cómo quieres… Bueno… Ya me pedirás algo… —amenazó—. Te contestaré lo mismo que tú… Siempre hay ocasión de devolver un favor…

Macario Martín sermoneó en broma:

—La venganza no es de cristianos como tú, la venganza es sólo de los que estamos fuera de la ley, hechos unos golfos. Tú tienes que perdonar a José, aunque José te haga toda clase de marranadas, como es su mala costumbre, ¿verdad, José? Pues a perdonar, hijo mío, que es lo tuyo.

En el rancho de proa los dos Quiroga —el del sueño rumiante, el de dormir inquieto— caían de estribor con los ojos cerrados. Juan Ugalde redondeaba el vientre con las primeras respiraciones profundas del sueño. En el rancho de proa se sentía el silencio, se palpaba el silencio, sonaba el silencio, compacto, gelatinoso, triste, de las siestas colectivas: prisión, cuartel, barco.

Manuel Espina había renunciado, con rabia, a ayudar a Arenas si no bajaba Domingo Ventura y Domingo Ventura no bajó a las máquinas. Manuel Espina dormía en su litera. Gato Rojo tenía sobre la taquilla el pez de corcho y la navaja cerrada; dormía. Macario Martín y Afá hablaron un poco, pero en voz baja, respetando el sueño de los compañeros, contra costumbre, y su misma conversación, casi un susurro, era una preparación para dormir. Domingo Ventura tendido en su catre, con los párpados entornados, fijaba los puntillos de los ojos en el candado de su taquilla.

Domingo Ventura abrió los ojos a los recuerdos. Halaba del cordel de los recuerdos, aplomado lejos, en la estela borrada. Candados de los botes en las cadenas de los remos, candados de los almacenes del ejército en la guerra, candados de los almacenes desde los que se distribuía el racionamiento.

Candados que habían destripado a lima, a golpes, él y los demás de su banda de la calle de Tetuán, todos hijos de pescadores, todos raqueros del muelle. La vida de entonces… La vida corriendo por las machinas, saltando a las barcas, robando aparejos, robando pescado y yendo a venderlo en un cestillo por las empinadas calles del barrio obrero. Mareas bajas con carreras por el entramado de cemento de los muelles —huida de cangrejos, huida de ratas, el olor pesado casi líquido de la salida de las cloacas—; atraques y desatraques de embarcaciones pequeñas jugando horas y horas, soñando tiempo y tiempo; los baños del antedique…

Bucear con una gran piedra entre las manos para andar por el fondo. ¿Quién resiste más? Una perrona de diez céntimos, una perruca de cinco céntimos, bajando, brillando en la transparencia del agua. Los chapuzones, las luchas, la perra en la boca para deslumbrar a los veraneantes que creían que las mordían como los peces, que las recogían a diente de la profundidad. Carreras y carreras y carreras, entrando, saliendo en la multitud paseante. Carreras de la guerra: bombardeos, refugios, sirenas. Los almacenes, con sus ventanas guardadas con clavos y tela metálica. El que era como una anchoa se colaba, el que era como un pilote ayudaba hasta la ventana, los demás distribuidos para dar la señal. Dar la señal. Se daba la señal y nuevas carreras en la oscuridad hasta una farola previa ente destinada a la cita. ¿A quién han cogido? ¿Qué habéis mangado? La posguerra, los primeros embarques serios. La bajura. Aprendiendo cosas de motores. Exámenes. Viajes a Gran Sol. La armada. La vuelta y Begoña María. Los hijos serían como él. Toda la infancia entre carreras, toda la infancia entre la mar y el muelle, más cerca que nadie de las aguas por los entramados de la línea de atraque, con huida de cangrejos, de ratas, con el olor que se decía de cagalera de las beatas. Domingo Ventura se sentía atraído por el candado, hizo un gran esfuerzo para levantarse, desistió… Luego, suavemente, arrastrándose por la estrechez de la litera, encogiendo las piernas, incorporando el tronco, alcanzó con las manos el candado. Del bolsillo de la camisa sacó una diminuta llave y lo abrió. Después abrió la taquilla. La taquilla estaba vacía. Los bienes de Domingo Ventura estaban en la litera superior amontonados, revueltos, confundidos.

BOOK: Gran Sol
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