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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (8 page)

BOOK: Gran Sol
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—Cuento.

—¿Cuento? ¿Cuento? —barbotaba Arenas—. Quisiera que lo hubieses visto. ¿Cuento? Te lo juro por mi madre. Bajaban del monte arrecidos de frío, habían estado sin comer cuatro días. Eso lo he visto yo. Te lo juro por mi madre, Celso, que lo de Asturias fue así, como te lo digo.

—Cuento —interrumpía Joaquín Sas.

Arenas prescindía de las intervenciones de Sas, aunque quedaba herido en su sensibilidad de Tabulador poco convincente.

—Fue el veintitrés de diciembre exactamente, acababa de recibir yo un paquete de mi mujer con unos jerseys, hacía un frío… éste —señalaba a Sas— tenía que haber estado allí, este que cree que es cuento… Hacía un frío como si te metieran ocho horas desnudo en la nevera de este barco, así, pero vestido; a éste, a éste lo quisiera yo haber visto por allá.

—Juanito, almirante —dijo Sas—, deja ya de hablar, que nos cansas mucho.

Arenas ensayaba un gesto de desprecio. Hacía ruido con la boca.

—No le hagas caso, Celso —dijo Sas—, todo lo que cuenta es mentira.

Paulino Castro despertó de la siesta. En el puente conversaban el marinero de guardia y el patrón Simón Orozco. Salió el patrón de costa. Comenzaba a llover. Llegaba el viento norte estirado y constante. Cabeceaba el barco. Paulino Castro bajó a la cocina.

Desde la llegada del patrón de costa a la cocina el fogón estuvo funcionando sin interrupción. Paulino se preparó la ventrecha de un bonito y se la comió. Afá hizo lo mismo con otra. Arenas frió unos huevos y se fue a repartirlos en untadas con sus compañeros los engrasadores. Domingo Ventura merendó chocolate y pan. Después libó de una lata de leche condensada.

Fue a creciente el viento. La mar se alborotó. Los ojos de buey de barlovento estaban cerrados desde poco después de comer. Se cerraron los de sotavento. Macario Martín echó el pasador al portillo de la cocina.

Anocheció. Todos los, tripulantes, excepto los de guardia, se refugiaron en los catres.

Paulino Castro habló un momento por radio con el patrón del
Uro
. Dijo:

—Seguid las luces mientras podáis. Creo que despejará pronto, pero nunca se sabe. Si no, al rumbo. A la madrugada espero que cogeremos playa. Hasta entonces.

Paulino Castro se tumbó en la litera. Algún rato salió al puente a fumarse un cigarrillo, con el marinero de guardia.

—¿Cuándo cogeremos playa, patrón? Paulino Castro aspiró el humo.

—Dentro de cuatro o cinco horas.

—¿Quién tirará la red?

Se encogió de hombros.

—Esas son cosas del pesca.

El marinero del timón lo pensó un momento, luego dijo:

—Preferiría que fuésemos nosotros, tengo ganas de trabajar.

—Se te quitarán en seguida.

—Sí, pero tengo ganas.

El patrón de pesca Simón Orozco dormía ya cuando Paulino Castro anotó en el cuaderno de bitácora la singladura. Fue rellenando lentamente las casillas:

«Variación: 11 50. Rumbo: N 26 W. Latitud: 45º 57' 12" N. Longitud: 6° 11" W.

Navegando. 4. Lluvias —8, cubierto —12, despejado —16, chubascos —20, despejado —24, altocúmulos».

Fue escribiendo los renglones de Acaecimientos: «La empezamos sin novedad con viento fresquito del SW y lluvias. 2.20 h. hacemos alto para ayudar al compañero
Uro
que para por falta de toberas para el motor, que le pasamos. A 2.40 h. damos avante. A 7 h. rola el viento NE fresquito y a 12 rola al N y marejada. Situación al por observación y seguimos navegando. Motor con 290 revoluciones. Cogeremos playa a la madrugada. Sin otra novedad la damos fin».

Paulino Castro guardó el cuaderno de bitácora, cubrió con un pañuelo la luz de la mesa de derrota y se tendió en la litera. En el rancho de proa Venancio Artola se desperezó y dijo suavemente: «Ya es mi hora». Las profundas respiraciones de los compañeros ahogaron sus palabras.

IV

A
MANECÍA. Viento galeno. Lejano, a proa, cruzaba un mercante aún con las luces encendidas, sonámbulo de la mar. Estaba el cielo despejado, la mar serena.

Por el este, horizonte morado; por el oeste, una madeja de oscuridades y claridades lechosas. Punteaban al norte las estrellas postreras; al sur tenía el cielo un empaño que lo hacía cercano, tras el que se adivinaba su profundidad de espejo. Al sur las manchas negras de tres parejas de barcos que se acercaban buscando playa.

El
Uro
y el
Aril
habían cogido el Petí Sol a las tres y media. Aguardaron la amanecida al garete. Se balanceaban sin máquina y su balanceo transmitía a los tripulantes la inquietud alegre de los prólogos de la faena.

En el
Aril
, Macario Martín despotricaba en las servidumbres del fogón. Afá había preparado el aparejo en popa, ayudado por Artola. Simón Orozco relevó al timonel y pidió máquina. Comunicó por radio con el
Uro
. Hosco y violento, a una mano, hizo girar la rueda, fija la vista en el
Uro
. Los barcos fueron trazando un semicírculo hasta que se emparejaron.

Por el este, horizonte corinto. Por el oeste, horizonte mulato. Al norte, cielo blanco. Al sur, cielo envahado. Domingo Ventura dormía como un niño, tripa arriba, abiertas las piernas, las manos sobre el cabezal. Juan Arenas dormía con una respiración de suspiro tangueado. Gato Rojo dormía como un bendito. Un bendito, dice Macario Martín, duerme de su estribor, amurando con el culo y las rodillas, para conservar la serena del sueño.

Los hombres del rancho de proa se desayunaban en la cocina. Mal despertar tuvo Sas. El patrón Paulino Castro estaba despierto y tumbado en su litera, preocupado, sin quererlo, del lance, del gustillo, también, de que aquello no iba con él.

Lanzaba la red el
Aril
. Sacaría el
Uro
. El contramaestre del
Uro
arrojó a la proa del
Aril
un cordón de cabo, al peso de una anilla de hierro. Alguien lo recogió y corrió con él en anadeante carrera a la popa. Echaron el cordón de las aguas atado a una estacha de aparejo. Del
Uro
cobraban del cordón. Simón Orozco salió al bacalao del puente y dio la orden:

—Arte al agua.

A brazo, Afá, Artola, Ugalde y Celso Quiroga fueron echando la red. Joaquín Sas hacía el contrapunto de rutina a las voces de los que trabajaban, barbarizando desesperadamente, mientras preparaba la boza que había de atar al cable de la red y al palo de popa. Juan Quiroga estaba en los carretes de la maquinilla de proa, atento al lanzamiento. Macario Martín se asomaba por la amura de estribor, voceando la faena.

Simón Orozco marcó en el telégrafo: Avante, toda.

Comenzaron los barcos la andada de arrastre. Flotó la red sobre la mar.

José Afá dijo: —La red tiene forma de mujer.

La red tenía en las aguas forma de mujer, de mujer con las caderas prominentes de fecundidad aparente, de pechos grandes y redondos, de cabeza pequeña. Los carretes de proa largaban malleta y cable. Los dos barcos se fueron abriendo, divergiendo. Ataron la boza de cadena al cable. El cable, de popa a los carretes de proa. Descansó. Desde el enganche de la boza por los rulos de la amura de estribor y del palo de proa al carrete de la maquinilla, formando una U corta de un brazo, estaba flojo. La cadena de la boza rozaba las aletas de popa.

José Afá dio el respiro hondo de la faena acabada. Dijo:

—Bueno, ahora suerte. Vámonos al rancho que esto se ha acabado.

Simón Orozco comenzaba su jornada de diecisiete horas al timón.

Diecisiete horas, diecisiete días seguros. Comiendo al timón, soñando al timón, esperando al timón, obseso de los embarres de la red y de la marcha del barco compañero. Simón Orozco comenzaba la carrera de los bancos de pesca de la mar del Gran Sol. Arrastre en Petí Sol, en Cockburn, en Hurd, en Labadie, en Jones, en Melville Knoll, en Parsons, en La Chapelle… en Gran Sol. Diecisiete días seguros de soledad en el puente.

En el puente, guardia permanente de Simón Orozco; en máquinas, Manuel Espina hasta el relevo de las ocho. Son las seis y diez de la mañana. La mar está iluminada por un sol grande cuya luz verdea las aguas, quitándoles su oscuridad densa y hostil, casi transparentándolas. Las espumas de proa alegraban la marcha; las espumas de la estela, con los pájaros de la mar revoleando el surco blanco, encendían la nostalgia del navegante. Nunca la misma estela, nunca el mismo surco. Estela hecha, tiempo vivido, también borrado. La mar no tiene sendas, no guarda huellas.

Simón Orozco dibujaba en el agua de sus memorias. Viento de antaño.

Veinte años surcando Petí Sol. Malos y buenos tiempos. Fortunas breves de buenas mareas, desesperación de las malas. La rutina, el aburrimiento, el miedo.

En el cementerio de Valentia hay nombres conocidos. En Valentia, condado de Kerry, Irlanda. En el cementerio de Bantry son tierra cara a la mar Zugasti y algunos de los hombres de su tripulación, los que fueron encontrados. En Bantry, condado de Cork, Irlanda. Simón Orozco dibujaba el rostro de Zugasti en el agua de sus memorias. Ató la rueda del timón a los cabos y se apoyó en el bastidor de la ventana, contemplando la marcha del
Uro
.

En el rancho de popa la charla de José Afá y Macario Martín había despertado a Juan Arenas, que se quejaba por costumbre, decidía vengarse. Afá lo calmó ofreciéndole vino de su botella.

—Bebe y calla, almirante.

—¿Es que no tengo razón? —aplicó los labios a la boca de la botella, hizo una pausa—. Está bueno —hizo otra pausa—. A ver si…

Gato Rojo dijo entre sueños:

—Juan, duérmete y no alborotes.

Juan Arenas se indignó, balbuceaba las palabras, no acertando a pronunciarlas.

—Bobobó, bobobó, cállate, almirante —Afá remedaba el balbuceo, Afá ordenaba—. Bobobó, bobobó, que no dejas dormir a Gato Rojo, que te calles. Que no le dejas, bobobó, bobobó, echar un sueño con la parienta.

Macario Martín se rascaba con la mano izquierda las barbas de tres días.

La zurda de Macario Martín, dice Afá, tiene delito. Se rascaba con la mano del delito las barbas encanecidas. La mano del delito y del tatuaje de la rosa de los vientos tenía un secreto de guerra, que sabía Afá, que acaso sabía también Simón Orozco. Macado Martín dejó de rascarse las barbas.

—Juan —dijo—, protesta todo lo que te dé la gana, porque tienes razón.

José se enfada cuando se le despierta, pero para él el sueño de los demás no cuenta. Protesta, que yo te apoyo.

El contramaestre se quedó un momento asombrado. Pensaba en la nueva traición de Macario. Juntos hubieran podido reírse de Juan Arenas durante un buen rato. Macario siguió rascándose las barbas.

—Es que me revienta tu falta de compañerismo, José —dijo Macario—, es que estoy harto de que te creas alguien en el barco, cuando eres igual que ése y que Gato Rojo y que yo. Me revienta, José, que te las des de jefe y quieras hacer lo que te venga en gana.

Dejó de balbucear Juan Arenas y se enfrentó con Afá.

—Cuando estés durmiendo voy a traer una pintarroja y te la voy a meter en la bragueta. Ya veremos qué gracia te hace. Tú crees que puedes fastidiar a todo el mundo, pero ya veremos la gracia que te hace. A ver si sabes aguantar una broma.

La sonrisa de Macario Martín confirmaba su satisfacción interior.

Confirmó lo dicho por Arenas.

—Ya veremos, José, la gracia que te hace.

La mano del delito rascó las vellosidades del pecho; continuó hablando Macario Martín:

—También podías, Juan, beberle el vino, cuando se te acabe el tuyo, que se te acabará pronto, con una goma desde el ojo de buey de popa. A José no le molestaría, ¿verdad, José?

El contramaestre entendió el juego de su amigo Macario, sabía que quería divertirse a cuenta de los dos.

—Macario, no des indicaciones peligrosas —dijo Afá—. Puede ocurrir que me falte vino y que tenga que echar la culpa a Juan, aunque sepa que eres tú. No te cubras la popa con artimañas. No vengas ahora a dártelas de listo empujando a Juan y me bebas tú el vino.

Macario Martín se tapaba en todas las jugadas.

—Lo único que yo he dicho es que no tienes derecho a despertar a la gente; vamos, que no tienes derecho a despertar a Juan, que estará cansado.

Encima, tú te diviertes con él. Por esto le he propuesto una broma, pero sólo como ejemplo, no vayamos a confundir —repitió—. No vayamos a confundir, José.

Abrió la puerta del rancho Manuel Espina.

—José, que te llama el patrón, que subas. José Afá se incorporó en su litera.

—¿Para qué?

—¡Y a mí qué me preguntas! —dijo Espina—. Ha llamado por el tubo y me ha dicho que subas. No le iba a preguntar yo que para qué. Yo con decirte lo que ha dicho, cumplo.

Macario Martín soltó una carcajada.

—Querrá que le limpies el cuarto —dijo cuando se calmó—. Como sabe lo servicial que eres…

José Afá contrajo el ceño. Se sentó en la litera y empezó a decir barbaridades.

—El hijo de la muy tal, no le deja a uno descansar. La madre de su madre… para un rato que tiene uno libre —hizo una pausa—. ¿Qué querrá? —se preguntó.

Macario Martín se regocijaba.

—Sube al puente y te lo dirá, José.

El contramaestre se puso las botas de aguas y desapareció por las pasaderas de máquinas, barbarizando sin cesar.

Macario Martín pidió a Juan Arenas:

—Trae un pito, que los cabreos de Afá conviene celebrarlos.

Cuando José Afá salió a la cubierta ya no barbarizaba. Cuando subió por la escalerilla al espardel ya no murmuraba. Cuando abrió la puerta del puente tenía una mirada humilde y preguntó:

—Señor Simón, ¿me manda?

—Hay que picar hielo, José —dijo Simón, distraídamente—. No mucho.

Coge a uno y a picar por si esta tarde sacamos nosotros la red.

—Bien, señor Simón, ¿algo más?

—Cuando acabes, échale una ojeada al arte que está pegando al palo de popa, que está algo rota. Coges a los Quiroga y a Artola y la coséis por donde está abierta. Las bolas están mal sujetas, las miras también y las atas de diez en diez en vez de doce en doce.

—Bien, señor Simón, y si faltan muchas bolas, ¿qué hago?

—Las sacas del pañol de popa. Allí tiene que haber.

—Bien, señor Simón, ¿algo más?

—No.

Cuando José Afá salió al espardel murmuraba. Cuando entró en la cocina para ir por las pasaderas hacia su rancho barbarizaba como un energúmeno.

BOOK: Gran Sol
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