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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (9 page)

BOOK: Gran Sol
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Cuando llegó al rancho estaba congestionado de ira. Ya que se calmó dijo:

—Matao
, a picar.

—Yo no voy —respondió Macario—; tengo que hacer la comida.

—Queda mucho tiempo para la comida, a picar.

Estuvo unos instantes pensativo Macario Martín.

—Pero qué mala, qué requetemala…

—A picar. Menos cuento y a picar, también voy yo. Son cosas del gran… del puente.

Macario Martín y su amigo José Afá se unieron en las apreciaciones sobre Simón Orozco. Juan Arenas se divertía.

—Conviene estirar los músculos de vez en cuando —dijo.

José Afá le plantó cara. Levantó el dedo medio de la mano derecha y cerró los demás.

—Por aquí, vais a llevar esta marea bacalao los del motor.

Le ayudaba Macario Martín.

—Picando debierais estar vosotros, los tres. Gato Rojo seguía durmiendo.

Arenas volvió a reír.

—No despertéis al pobre Carmelo. Dejadlo dormir con su señora… —cantó por lo bajo—. Sensilo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo…

Macario Martín y José Afá salieron discutiendo a la pasadera de las máquinas.

—¿No podías haber echado mano de otro?

—Cuando me toca a mí le toca a todos y no distingo.

—Pues te lo tendré en cuenta.

—Al del puente.

—Al del puente y a ti.

José Afá entró en el rancho de popa.

—Juan Quiroga, Celso Quiroga y Venancio Artola, avante al espardel, hay que coser la red que está pegada al palo de popa. Venga, lo ha dicho el patrón.

Los nombrados se improvisaron de sorprendidos.

—¿Ahora? —preguntó, extrañado, Juan Quiroga.

—Sí, señorito, ahora —Afá hizo meliflua la voz—. Ahorita si te parece mejor —recuperó el tono duro—. Venga, al espardel, que lo ha dicho el patrón.

Artola interrogó:

—Tú, ¿qué?

—Yo a picar hielo. ¿Si tú lo prefieres?

No había remedio. Los nombrados en el rancho de proa se incorporaron y comenzaron la sabida letanía de los insultos al patrón Simón Orozco. Joaquín Sas se pasaba las manos por la barriga fingiendo una gran felicidad. José Afá lo contempló.

—Tú, Sas —dijo—, échales una mano.

Se incorporó de resorte Sas.

—¿Lo ha dicho el patrón?

—No, lo digo yo.

—Pues no voy.

—¿Que no vas?

—No voy.

—Tú vas, porque lo digo yo. Tú vas como vamos todos.

—Yo no voy.

—Si cuando salga de la nevera, que saldré dentro de una hora, no estás con éstos atando mallas, nos entenderemos.

—Pues nos entenderemos, pero no me levanto ya aunque lo diga el patrón.

—Muy bien —hizo una pausa el contramaestre—. Nos entenderemos tú y yo, Sas.

Cuando salieron a la cubierta de proa José Afá y Macario Martín ya estaban desfogados. Desde el puente los contemplaba Simón Orozco. Después el patrón pasó a contemplar la mar. Macario Martín lo observaba con el rabillo del ojo, mientras ayudaba a su amigo a quitar la tapa de la escotilla de la nevera.

—El cabrón —dijo Macario— nos miraba como si no existiésemos.

—Anda para adentro —respondió Afá. Macario se descolgó a la nevera.

José Afá le pasó un pico y una pala. Luego bajó.

El hielo picado que les habían servido en el Musel formaba una masa compacta. Había en la nevera como un extraño humo que emanaba del hielo.

—Pica por abajo —dijo Afá—. Así nos ahorramos trabajo.

Macario comenzó a trabajar. Después de diez o doce golpes hizo un alto.

—Es un trabajo inútil. Si esta tarde no sacamos nosotros la red, todo esto es inútil.

Afá paleaba con mal humor.

—Con tal de jorobar a la gente está contento. Pica, no te duermas.

—Inútil —dijo Macario—. Totalmente inútil.

Estuvieron un rato en silencio, trabajando. Macario dejó el pico de pronto y se llevó las manos a la cintura.

—No estoy para estos trabajos.

—Si no estás para éstos y te quejas de los riñones, no estarás para los que a ti te gustan ¿o es que hablas solamente lo que imaginas?

Macario volvió silencioso al trabajo. Al cabo de unos pocos minutos dijo:

—Ya hemos picado bastante, ¿no te parece?

—Sigue,
Matao
, no seas chaqueta. Sigue, que hay que picar como para cien cajas.

—Esto es inútil, totalmente inútil.

—¿Y a ti qué?

Macario barbarizó cuando le cayeron sobre las manos dos grandes trozos de hielo.

—Él debiera estar aquí dándole al pico.

—Él está donde debe estar y tú también estás donde debes estar.

—Con tal de fastidiar a la gente es capaz de mandarnos coser la vela.

—No te preocupes; si está rota la mandará coser. Trabaja,
Matao
.

El pico hacía un ruido corto y preciso al dar en la masa de hielo. La pala daba un sonido agrio y largo. Punto del pico, raya de la pala. Escupía Macario la saliva del trabajo, pastosilla y ahogante. Afá jadeaba. Punto del pico, raya de la pala. El ruido del hielo al desmoronarse era entre metálico y cristalino.

Joaquín Sas salió de muy mala gana a trabajar. Antes de subir al espardel se pasó por la proa y se asomó a la boca de la nevera.

—José, que subo al espardel para que no digas —su voz tenía un dejillo de desafío—, para que no se te pudran los hígados.

Ascendió la respuesta de Afá serena y amable:

—Bueno.

Macario Martín, desde la entraña de la nevera, alumbrado por una bombilla envuelta en tela metálica, pegada al bao, guiñó un ojo e hizo una mueca a José Afá.

—Se anzueló él solito, José.

—Habla demasiado.

—¿Por qué no echaste mano de Ugalde?

—Porque Sas… bueno, porque Sas se las da de listo.

—¿Le tienes ganas?

José Afá lo pensó. Dijo:

—Sí, le tengo ganas. El y el patrón me sacan de misa, me ponen a morder.

—Al patrón te lo vas a aguantar hasta que cambies de barco.

Arrastró la pala con furia José Afá.

—Si no fuera por lo que hay en tierra me había desembarcado.

—Y yo.

Gato Rojo tenía el despertar lento, amplio de desperezas, rico de bostezos.

Abría los ojos con la suavidad y la calma de las tortugas. Los volvía a cerrar.

Recogía las piernas, las estiraba. Arqueaba el pecho y el vientre apoyándose en la nuca y en las nalgas.

—¿Qué hora es, Juan?

No obtuvo respuesta. Repitió sin asomarse a la litera de su compañero.

—¿Qué hora es, Juan?

Sacó las piernas por la baranda de la litera y se encogió para no pegar contra el techo.

—¿Juan?

Miró entre sus piernas. Juan Arenas no estaba en su catre. Gato Rojo saltó al suelo. Se quedó un momento de pie, apoyado en los talones, con los dedos encogidos, buscó sus zapatos por el lío de cajones y cestas. Se los puso sin ayudarse de las manos. En el espejo colgado de la puerta se miró el rostro. Se hizo dos o tres visajes. Tenía la barba muy crecida. Torció los labios y se pasó la mano por la cara.

—Hay que afeitarse —dijo.

En el reloj del
Matao
, pendiente de una cadena en la cabecera de su cama, miró la hora. Hora de cambio de guardia. Salió a las pasaderas y fue a la cocina.

El único que en el barco había dormido casi ocho horas seguidas, excepción de Ventura, era Gato Rojo. Cuando entró en la cocina todavía no era muy real su vigilia y un último desperezo lo confirmó.

Se estaba cubriendo el cielo. Soplaba viento del norte. La mar iba tomando un color de pizarra clara. Pizarra el horizonte, al norte, al este y al oeste. Al sur, azulillos livianos y huyentes. El sol navegaba embozado por las nubes y sólo unos reflejos amarillos, del amarillo corrido del cambio de los grandes cangrejos, se filtraba arriba y abajo de la marca de su círculo.

Domingo Ventura echó mano de una novela en cuanto se despertó.

Reflexionó luego y fue a la cocina en busca de agua caliente para hacerse un cazo de leche. Encontró a Gato Rojo. No estaba de humor para pedir favores.

—¿Cuándo me haces la huevera? —dijo.

—No te la hago.

—Allá tú.

Gato Rojo se asomó al portillo de la cocina y estuvo contemplando la marcha del barco compañero.

—En este banco es pérdida de tiempo echar las artes —dijo—. No sé cuándo se va a convencer el patrón.

Domingo Ventura no respondió. Con el cazo de agua caliente volvió a su camarote. Gato Rojo salió a la cubierta. Sintió frío.

Estaba en camiseta. Desde el espardel le dijeron alguna cosa que no entendió. Era puntual en su guardia y calculó que ya era la hora de tomarla. Bajó a las máquinas.

En el espardel había una animada tertulia. Cosían la red.

Sas se quejaba a los Quiroga. Artola estaba en su labor. Se hablaba mal de Simón Orozco. Sas tenía la palabra.

—No se ha visto otro igual en todo el Cantábrico.

—Todos son iguales —dijo Celso—. Todos mandan.

—Éste es como todos en peor —afirmó Sas—. En mucho peor. Calla, calla y hace las suyas. Buen bicho para poca red. Ya nos dará algún disgusto. Con él no hay marea sin disgusto.

Calló un momento, luego dijo rotundo:

—Ojalá se muera. Y que se muera con él Afá.

Celso Quiroga miró a los ojos a Sas.

—No te han hecho cosa grave.

—Ojalá se mueran —repitió Sas.

—Bueno, bueno, calla ya —intervino Juan Quiroga.

Estuvieron cosiendo la red en silencio durante un rato. De pronto Sas dijo: puedes contar que le hayas visto decir alguna vez que cualquier cosa de las que se hacen a bordo está bien? No. Nadie lo puede decir. Es el único que aquí, por lo visto, sabe hacer las cosas. Si sacas del palo arriba, malo; si quieres sabalardear, peor. Si te ve tirar la red, que no, que se engancha. Es el pájaro de peor leche que me he echado a la cara en la vida.

Estaba creciendo el viento y la marejada. Simón Orozco tenía atada la rueda del timón y se paseaba por el puente. De vez en vez hacía alto en la ventana de estribor, observando la marcha del
Uro
. Llegaba a la radio y comunicaba con el compañero. El
Uro
se abría un poco de su rumbo.

La cadena de la boza, con la marejada, corría las aletas de popa. El barco levantaba mucho la proa. Simón Orozco pensaba en un mal embarre de la red.

Temía que cogiera fondo y se enganchase, porque llevaba el arrastre con dificultad.

Macado Martín y el contramaestre Afá salieron de la nevera. Colocaron la tapa de madera, después la cobertura de hierro. Al terminar, Afá le hizo una señal a Orozco que los contemplaba. El patrón abrió una de las ventanas de proa.

Afá gritó:

—Hemos picado para cien cajas, patrón.

—Mal hecho —respondió Simón Orozco—. Sobra hielo para lo que saquemos aquí, en caso de que se saque algo.

Afá torció el gesto.

—Como usted dijo…

—Hay que estar dispuestos, pero no pasarse, hombre.

Afá, seguido de Macario Martín, corrieron hacia la cocina, evitando el agua que entraba por las amuras. En la cocina dijo Afá:

—Mal hecho, ¿qué querrá que hagamos?

Macario Martín estaba cansado.

—Pregúntaselo otra vez y no me tengas picando hielo como un loco.

—¿Qué querrá este hombre que hagamos?

Simón Orozco tenía doloridos los pies. Pensó que al atardecer el dolor sería casi insoportable y que se los vendaría siempre después de la virada del mediodía. Pensó que antaño no se cansaba del puente, que antaño el puente no era un trabajo tan duro como ya iba siendo desde hacía dos años. Hay que ser joven, se dijo, para estar en la mar, tener las piernas fuertes. Los cincuenta años de un patrón de pesca no son los cincuenta años de un capitán de barco. Un patrón de pesca es un obrero de la mar, un obrero especializado si se quiere, pero nada más.

Manuel Espina estaba comiendo un trozo de pan con bonito. A la entrada de Afá y el
Matao
, dijo:

—Este bonito pica ya. Habrá que comerlo pronto o tirarlo.

—Habrá que comerlo —respondió Afá—, porque hoy no sacamos ni para cenar. Ya lo veréis.

Macario Martín se había quitado las botas de aguas y se subía a la litera.

—Estoy bien molido —afirmó.

—Dile eso al señor Simón para ver lo que le parece —dijo Afá.

Manuel Espina se rió con la boca llena.

—Si le dices que te cansas, después de estar tumbado dos días a la bartola se te va a poner hecho una verdadera furia. Te dirá que tomes ejemplo de él que se pasa diecisiete horas de pie agarrado a la rueda.

Macario Martín hizo un movimiento de cejas, resignándose a su cansancio.

Miró al reloj. Pensó que al cabo de dos horas tendría que ponerse a hacer la marmita.

De pronto Afá dijo:

—Embarre, me parece que hemos embarrado. Lo que faltaba…

El barco navegaba con dificultad, acortando su andar.

Desde las máquinas llegó el pregón de embarre de Gato Rojo.

—A virar.

Macario Martín saltó de la litera y se puso las botas de aguas. Los que trabajaban en el espardel cuando oyeron a Afá, ya en cubierta, gritar la virada, corrieron a sus puestos.

Joaquín Sas, a una orden de Afá, golpeó la chaveta del macho que aguantaba la boza. El cable se tensó de popa a proa. El
Aril
borneó casi sobre el arte embarrada. Se abrieron las pinzas de los rulos de la amura y la maquinilla de proa comenzó a cobrar cable. Afá dijo:

—Aquí solamente subirá basura. Si sube algo que se pueda comer, vamos bien.

En el puente Simón Orozco hablaba por radio con el patrón del barco compañero. Sacaría el
Uro
.

Los barcos iban convergiendo hacia la red de arrastre, embarrada a setenta brazas de profundidad.

V

P
OR el veril oeste del Cockburn Bank llevaban el arrastre los barcos de Simón Orozco. Al amanecer estaban en el banco las parejas Urco y Pagasarri, Alonso y Puebla. Con los pescadores del Urco, cuando se acercaron pidiendo pesca para la comida, disparataron bromeando los tripulantes del
Aril
. Macario Martín y Joaquín Sas llevaban el arrastre de la risa, de la desvergüenza, de la ofensa podrida de vieja. Macario Martín no perdía palabra sin hacerle el comento. Gritaban contra los ruidos de la mar, se reían forzada y reciamente.

Macario se colocó en popa, sacó una pierna por la aleta de estribor y la movió haciendo el afilador. El Urco no era un barco de gallegos, pero a Macario le daba lo mismo, la cuestión era mostrar el repertorio. Macario fue feliz durante un rato.

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