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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (6 page)

BOOK: Groucho y yo
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¡Esto sí que era maravilloso! ¿Por qué había de querer uno ser médico, escuchar las quejas de inválidos e hipocondríacos, cuando dedicándose al teatro se podía tener un sombrero de copa y dinero suficiente para arrojar monedas a la chusma?

De esta manera dije adiós a Hipócrates, con su maletín negro, su estetoscopio y sus recetas en latín. El virus del mundo del espectáculo estaba corriendo ya por mis venas, provocándome visiones de sombreros de copa, chaquetas de frac y monedas al aire. ¿Qué más podía pedir un mozalbete?

Capítulo V

MI JUVENTUD: PUEDES QUEDARTE CON ELLA

Durante aquellos días de mi juventud, el dinero no llegaba fácilmente a mis bolsillos. Mi asignación semanal era de cinco centavos y los invertía con sumo cuidado. Tenía, además, un buen truco que me ayudaba a subsistir. La barra de pan costaba cinco centavos, de manera que yo siempre procuraba que me encargaran el trabajo de ir a buscar el pan. Compraba la barra de cuatro centavos y me metía en el bolsillo el penique que sobraba. Muchos años más tarde, mi madre me contó que nunca la había engañado con aquel pan casi reseco que yo traía a casa, pero que no había querido disminuir mis ingresos ni poner trabas a mi iniciativa, de manera que nunca dijo nada sobre ello. Durante años, mi familia comió pan duro y yo conseguí salir adelante con cinco centavos a la semana. En aquella época no me daba cuenta, pero estaba haciendo un favor a la familia, ya que actualmente los médicos nos dicen que comer pan tierno sin ton ni son puede ser algo muy perjudicial para la salud.

Había entonces unos caramelos de los que vendían cuatro por un centavo. No estoy seguro de cuál era la materia de que estaban hechos, pero una bola podía chuparse durante dos horas antes de que desapareciera finalmente. Por la forma de resistirse tan resueltamente a disolverse, supongo que estaban hechos de pintura, azúcar y cemento de la peor calidad. Tenían más o menos el tamaño de una pelota de golf y ninguna boca, con la posible excepción de la de Joe E. Brown, era lo bastante grande como para acomodar en ella más de uno al mismo tiempo.

Un día frío y nevado, acababa yo de comprar cuatro caramelos. Me metí uno en la boca y oculté cuidadosamente los otros tres en mi gorra. Sé que éste ha de parecer un lugar extraño para ocultar golosinas, pero había razones prácticas para seguir esta estrategia. Por ejemplo, si se me acercaba un muchacho y me pedía un caramelo, yo le decía: «Lo siento, pero no tengo más.» Si todavía sospechaba, le permitía entonces que registrara mis bolsillos. A ninguno se le ocurrió mirar debajo de mi gorra.

Aquel día, un muchacho alto y fuerte que procedía de un desapacible barrio vecino se cruzó conmigo y, viendo el bulto que producía el caramelo en mi mejilla, dijo: —¡Eh, tú! Dame un caramelo. Como de costumbre, le repliqué:

—Lo siento, pero no tengo más.

—Eres un mentiroso —dijo.

Como era mucho más alto que yo, preferí ignorar su vulgaridad.

—Muy bien —repliqué—. Si no me crees, regístrame. Cuando hubo registrado mis bolsillos, dije triunfalmente:

—¿Lo ves? Ya te he dicho que no tenía más.

Indignado y decepcionado, me arrebató la gorra en un gesto final y la arrojó al suelo. Con horror por mi parte, los tres preciosos caramelos salieron rodando por encima de la nieve. El chico los recogió rápidamente, se metió uno en la boca y se guardó los otros dos en el bolsillo. Entonces me agarró y me propinó un terrible puñetazo en la barbilla. Durante un rato dormí pacíficamente sobre la nieve, tan frío como un pescado congelado. Cuando volví en mí, el muchacho se había ido y me dolía la barbilla.

Aquel puñetazo inesperado significó para mí una valiosa lección. En lo sucesivo, siempre que compraba caramelos, me metía uno en la boca y los otros tres los ocultaba en mi habitación, debajo del colchón, hasta que los necesitaba.

* * *

En aquellos días tuve otra ocasión de realizar un cambio rápido. Había un maestro en nuestra escuela que era un esnob fuera de serie. La mayoría de los maestros se llevaban la comida y parecían resignados a comer sus magras provisiones, envueltas en un papel de periódico o metidas en una caja de zapatos, en el patio de la escuela. Pero Bertram Smith, no. Él no quería saber nada de comida traída en un paquete. Cada año, un chico afortunado era honrado con la tarea de recorrer la vecindad en busca de los manjares delicados para Smith. Además del desagrado normal que la mayoría de los alumnos sienten con respecto a sus maestros, éste era odiado por su arrogancia y por su actitud despectiva para con todo lo que se relacionaba con la escuela. Vestía mucho mejor que todos los demás maestros, incluyendo al director. No sé cómo se lo hacía, pero ahora que soy mayor y que tengo más experiencia sospecho que tenía alguna señora madura que lo mantenía.

En todo caso, fui yo el afortunado muchacho al que finalmente seleccionó para la dudosa distinción de ir a buscarle la comida cinco días a la semana. No se hizo mención de salario ni de gratificación. Se trataba de un honor que me confería y mi deber consistía en parecer cumplidamente agradecido y feliz.

Los gustos de Bertram por lo que atañe a la alimentación iban de lo anormal a lo exótico. Yo tenía únicamente una hora para comer y, en este tiempo, tenía que engullirme mi bocadillo de tortilla y una manzana o bien un bocadillo de mortadela y media naranja, de manera que tuviese el tiempo suficiente para ir a aquellos sitios tan distantes a los que me enviaba diariamente: restaurantes alemanes, griegos, españoles, judíos, turcos. Cada día, lloviera o hiciera sol, tenía que traerle aquellos extraños manjares. A veces las bandejas estaban calientes y abultaban, pero nunca oí una palabra de agradecimiento de labios de aquel sibarita antipático.

Al acabar el semestre, delgado y anémico por el hecho de tragarme la comida y de correr en busca de sus viandas, recibí un dólar que Smith me dio de mala gana. Yo había soñado con veinte dólares, pero conociendo su reputación esperaba diez. Cuando me llamó a su despacho, me puso un billete de dólar en la mano y me empujó rápidamente hacia la puerta. Había planeado grandes cosas con los diez dólares que no obtuve. Con nueve dólares iba a comprarme un traje y con el pavo sobrante iba a comprar a mi madre algo que necesitábamos desesperadamente: una cafetera. Teníamos una cafetera, pero era tan vieja que perdía por tres costados. Si no había alguien en la cocina que la vigilara atentamente, apagaba a menudo la llama del gas. Recuerdo que en tres ocasiones algunos miembros de mi familia, intoxicados por las emanaciones del gas, tuvieron que ser arrastrados fuera de la cocina en estado semiinconsciente. El caso es que no pude comprarme el traje de nueve dólares, pero compré a mi madre una cafetera nueva que valía un dólar. Y desde aquel día hasta el día en que me introduje en el mundo del espectáculo, puedo afirmar con orgullo que ningún miembro de mi familia volvió a asfixiarse en nuestra cocina.

* * *

Hasta la edad de doce años, mi precario estado financiero había constituido el único problema de mi vida que no me había traído complicaciones. Pero una nueva dimensión iba a añadírsele ahora y yo te digo, muchacho, ¡oh, muchacho!, que estaba preparado para ello.

El amor es una cosa llena de esplendor. No sé exactamente lo que quiere decir esto, pero los que escriben canciones también han de ganarse la vida. Supongo que significa que el amor es la cosa más importante. Se trata de una palabra que difícilmente puede encasillarse en un molde específico cualquiera. Actualmente, la palabra «amor» es despreciada con tanto descuido que casi no significa nada. Un hombre te dirá: «Mi gran amor es el queso Gruyere.» Una muchacha te dirá: «Lo que más amo es París en primavera.» Un chico te dirá: «Todo mi amor está en el modo como Mickey Mantle canta en las dos caras del disco.» Y alguien cantará: «Lo que más amo es ver cómo el sol va hacia el ocaso.» Probablemente, este último carácter corresponde al de un ladrón. La palabra «amor» tendría que reservarse únicamente para un tema: para las relaciones entre un macho y una hembra, entre un hombre y una mujer, entre un chico y una chica.

El caso es que el amor se apoderó de mí cuando tenía doce años. Todavía llevaba pantalones cortos, pero un tenue vello empezaba a brotar de mi labio superior. En el piso de encima del nuestro vivía una muchachita que también tenía doce años. Su «figura» era «buena». Además de su figura, tenía un montón de tirabuzones castaños que caían agradablemente hasta sus hombros y unos dientes tan uniformes como los granos de una mazorca de maíz en un año de buena cosecha. A causa de ciertas maniobras hábiles por mi parte, la chica me encontraba siempre en el descansillo cuando subía las escaleras en dirección a su piso.

Durante un tiempo, estuve ahorrando mis peniques y mis monedas de cinco centavos, hasta que finalmente acumulé el dinero suficiente para invitarla a ir al teatro Victoria, de variedades. Yo nunca había estado allí, pero había oído hablar de este teatro. Había conseguido ahorrar setenta centavos y todo lo tenía calculado. Dos entradas de segundo anfiteatro, cincuenta centavos... Dos viajes en tranvía, veinte centavos... Total: setenta centavos.

Podríamos haber ido andando, pero vivíamos en la calle 93 Este, y el teatro estaba en la calle 42 Oeste. Estábamos en enero, los días eran cortos y el tiempo ofrecía una imitación bastante buena de Laponia.

Lucy estaba encantadora y mi aspecto era el de un chico apuesto, cuando descendimos del tranvía en Times Square. Pero una mosca cayó en el pastel. La mosca era un vendedor ambulante. Estaba instalado ante el teatro y vendía dulces de coco a cinco centavos la bolsa. Fiel a su sexo, Lucy contempló al vendedor y murmuró que el dulce de coco era su golosina favorita, preguntándome cuáles eran mis intenciones sobre este punto. Yo hice lo que cualquier hijo de vecino ha hecho siempre, cuando la belleza pide algo. Lo que aquella belleza no sabía era que su demanda fortuita había echado a perder mi cuidadoso presupuesto y que me había arruinado la tarde antes de empezar.

Ocupamos nuestras localidades del segundo anfiteatro, lejos, muy lejos del escenario. Todos los actores parecían igual que enanos y los sonidos que emitían apenas eran audibles desde nuestra atalaya. Más fuertes que las voces de los actores, sin embargo, eran los crujidos constantes de los dulces de coco a medida que cada pieza se deslizaba graciosamente por el lindo gaznate de Lucy. Quizás estaba demasiado absorta en el espectáculo como para ofrecerse a compartir conmigo los dulces o tal vez supusiera que yo era diabético, de manera que, estando loca por mí, no quería que peligrara mi salud. Cualquiera que fuese la razón, se los fue comiendo todos, incluyendo las migajas.

Estaba más bien trastornado por la voracidad de Lucy, pero tenía un problema que me hacía olvidar incluso los dulces que no probé. Aunque registré con esperanza mis bolsillos, únicamente encontré en ellos una solitaria moneda de cinco centavos. La vida era barata en aquellos tiempos, pero no tanto como para que dos pasajeros pudieran volver a casa en tranvía por sólo cinco centavos.

La representación terminó finalmente. Abandonamos el teatro en silencio. Cuando salimos a la calle, nos encontramos los dos en la oscuridad y en medio de una furiosa tormenta de nieve. Actualmente me doy cuenta de que fue algo terrible, pero recuerda que sólo tenía doce años, que hacía un frío espantoso y que Lucy se había tragado todos los dulces. Por otra parte, si ella no me hubiera obligado a comprar las golosinas, me habrían sobrado diez centavos, lo suficiente para que ambos hubiéramos podido volver a casa en tranvía.

A pesar de todos estos argumentos convincentes, aún tenía algo de honor. Me volví hacia ella y le dije:

—Lucy, cuando salimos de casa para ir al teatro yo tenía setenta centavos, lo suficiente para comprar las entradas y para los viajes en tranvía. Pero yo no había contado con los dulces. Yo no quería dulces.

has querido dulces. Si hubiese sabido que ibas a querer dulces, habría retrasado la invitación unas cuantas semanas más. De este modo, sólo me queda una moneda de cinco centavos. Recuerda, Lucy, que

te has comido los dulces y que ahora yo tengo perfecto derecho a volver a casa en tranvía y dejar que tú vayas andando. Pero sabes que estoy loco por ti y que no puedo hacer eso sin darte una buena oportunidad. Ahora escúchame con atención. Voy a tirar esta moneda al aire. Tú dices cara. Si sale cara, tú te vas a casa en tranvía. Si sale cruz, voy yo.

Los dioses estuvieron de mi parte. Salió cruz.

La hembra de la especie humana siempre me ha desconcertado y siempre la he considerado como una raza aparte. Por alguna razón curiosa, Lucy no volvió a hablarme nunca más. La vez siguiente que me vio, pasó de largo como si yo fuera un muerto. Si hubiera traído consigo una navaja, también la habría utilizado.

Bueno, así acabó mi primer romance amoroso y así acabaron, de forma incidental, mis setenta centavos. No obstante, creo que tuvo cierta peculiaridad. Probablemente fue el único asunto amoroso en la historia que fracasó por falta de cinco centavos.

* * *

Cuando Chico cumplió trece años, se convirtió en
bar mitzvah.
Se trata de una ocasión muy solemne entre las familias judías, ya que es la época en que un chico deja de ser un chico para convertirse, aunque sólo sea teóricamente, en un hombre. En la sinagoga, el muchacho pronuncia un discurso en el que agradece a sus padres haber nacido. Luego prosigue explicando cómo lo han criado y cómo se han desvivido por él. Como no había nadie en la familia que tuviera la educación suficiente para escribir el discurso, mi madre adquirió uno por dos chavos a cierto dignatario inferior del templo. Este discurso fue empleado a intervalos de dos años por Chico, por Harpo y por mí.

Recuerdo muy poco de mi ceremonia de
bar mitzvah.
Dije unas cuantas palabras místicas en hebreo, ninguna de las cuales entendí, tras lo cual pronuncié el discurso agradeciendo a mis padres el hecho de haber nacido. Todo terminó bastante pronto y me encontré de nuevo en casa, donde se daba una fiesta en mi honor. No hubo muchos regalos. Todo lo que recuerdo fue una caja de pastillas de goma, tres pares de calcetines negros y una pluma estilográfica que perdía lo suficiente como para trazar en mi camisa algunos dibujos muy interesantes.

Me gustaba mucho aquella pluma estilográfica. Era la primera cosa de valor que poseía en propiedad.

Ahora que me había convertido en un hombre (con una pluma estilográfica para demostrarlo, aunque estuviera agujereada), estaba dispuesto a conquistar el mundo. Un día dije a mi madre:

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