Mateo tenía miedo, pero lo disimulaba; Alfonso Estrada, no. Alfonso Estrada tenía un miedo atroz, como no lo sintiera nunca en la guerra de España, en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Para vencerlo debía evocar la figura y los cilicios y la fe del padre Forteza. El muchacho que en la Delegación de Abastecimientos le había contado a Pilar tantos cuentos tremebundos, ahora temblaba, lo cual no le impedía sonreír y repartir, los domingos, entre las muchachas rusas del contorno, caramelos y miel.
Pero he ahí que el estado de ánimo de Mateo cambió radicalmente cuando, gracias al heroísmo de los encargados del suministro, una noche de noviembre le llegó la carta de Pilar con la fotografía de ésta y del hijo venido al mundo en la Clínica Chaos.
La fotografía se hizo carne en sus manos. César Santos Alvear se convirtió para Mateo en una evidencia sangrante. Mateo le pidió a
Cacerola
su linterna para contemplar mejor al niño bajo el hilillo de luz. Y al verlo, profundamente dormido, se asustó mucho más que Eloy y se puso o temblar mucho más que Alfonso Estrada.
Resultó que, a partir de aquel momento, la muerte ya no lo atraía… Mateo se dijo que, teniendo un hijo si moría, moría doblemente, puesto que mataba de orfandad a una criatura que jamás había oído hablar de Marx, ni de Stalin, ni del Kremlin, ni de los generales rusos destituidos.
Mateo se sintió huérfano. Además, se percató de que vivían aislados, sin saber nada… ni siquiera de la guerra. Su mundo era el sector sembrado de minas —algunas confeccionadas con cajas de cerillas— en que operaban. ¿Qué ocurría en San Petersburgo, que no había sido tomado aún? ¿Qué ocurría en Moscú y en Odessa?
Parecióle que la cocina rusa, a base de grasas, le hacía daño… Temió que ya nunca más sus hombres lo llamaran «el suicida». Todo aquello era humillante. Mateo se repetía una y otra vez: «No importa. Es mi deber». Precisamente en la Hoja de Campaña habían insertado en aquellos días un mensaje de aliento que el general Millán Astray, el gran mutilado, le había enviado al general Muñoz Grandes. Y se rumoreaba que les haría a todos prontamente una visita nada menos que el héroe del Alcázar de Toledo, general Moscardó. ¿Había dudado éste en entregar a su hijo? ¿Dudaría ahora en entregar él su propia vida? Pero ¿de dónde sacar el valor? ¡Era tan duro el frente ruso! Sin contar con que, por razones incomprensibles, la División estaba allí, efectivamente, sin la menor protección aérea. La propia Escuadrilla Azul, la escuadrilla española, cuya primera víctima, en los entrenamientos realizados en Alemania, fue el teniente Luis Alcocer, había sido enviada a otro sector. El alférez Mateo Santos comprendió hasta qué punto era sagaz, que muchas de las cartas que llegaban de España fueran previamente censuradas. Que se censurase todo aquello que podía lesionar la moral del combatiente.
En el frente era permisible todo, menos llorar. Bastaba con que llorasen, de tarde en tarde, las muchachas rusas, cuando algún insolente les pedía con malos modos alguna cosa. Bastaba con que llorase el cielo, con que lloviese a menudo. Bastaba con que llorase el acordeón en manos de
el Charlatán
, un legionario con cien tatuajes en el cuerpo, uno de los cuales era el retrato de un payaso que, según él, se había muerto de risa en África, en la Legión.
Mateo, en este sentido, y puesto que su comandante, el comandante Regoyos, le había advertido que pronto se le encomendaría una «dura misión», casi lamentó que la carta de Pilar le hubiera llegado intacta, sin tachaduras, y que se le hubiera respetado el derecho de conocer a su hijo.
¡Su hijo! Mi hijo… Mosén Alberto lo había bautizado ya. Bautismo no de fuego, sino de sal y agua. El Gobernador lo había apadrinado. A los abuelos se les caía la baba mirándolo. «¿Dónde estás, Mateo?», le preguntaba Pilar. «Aquí estoy, esposa querida… —musitó Mateo, al compás del silbido continuo que emitía la linterna de
Cacerola
—. Aquí estoy, sirviendo a España en Tigoda y en Nitlikino. Desclavando picos que traspasan los cuerpos de queridos camaradas. Llamándole “redoble de tambor” al cañoneo ruso de cada mañana… Llamándole “organillo de Stalin” a un artilugio que dispara sucesivamente, a través de unos tubos, treinta y seis proyectiles… Jugando a la baraja, y a la barra, y a la rana. Cantando:
Por el Wolchow bajaba una gabarra, con setenta falangistas gritando Arriba España. Rumba, la rumba, la rumba del cañón…
Observando a los prisioneros rusos que cuando nos oyen cantar levantan la cabeza y nos escuchan con una sonrisa de ingenuo éxtasis».
La letra de la carta de Pilar no era la de siempre. No era la misma del Diario íntimo que ella empezó a escribir cuando él le regaló aquella caja de bombones con una orquídea en la tapa. Era una letra que temblaba como las llamas de los candiles que utilizaba
Cacerola
. Letra irregular, líneas inclinadas hacia abajo, signo de pesimismo y de tristeza, según los grafólogos.
Y la última frase de la carta de Pilar, cien veces leída, decía: «¡Oh, Mateo, que Dios te proteja!».
Esta frase se clavó en él como un dardo. ¿Qué significaría la «dura misión» de que le había hablado el comandante Regoyos? Se decía que una compañía alemana había quedado sitiada a veinte quilómetros más al sur, en un cenagal. ¿Y qué? ¿No habían muerto en la guerra de España muchos alemanes que tenían también esposas, aunque ninguna se llamase Pilar?
—Alfonso… ¿Quieres que recemos juntos el rosario?
—Me apunto… —dijo
Cacerola
.
Era una noche clara, fría, con muchas estrellas. Mateo, Estrada y
Cacerola
hicieron la señal de la cruz, mientras el Charlatán le recriminaba por enésima vez al cabo gallego que se hubiera puesto ropa de mujer entre la lana y la piel.
El rosario comenzó. Pero le fue imposible, a Mateo, «pasearse a lo largo del pasillo» como, en el piso de la Rambla, lo hacía su suegro, Matías Alvear. La sección se había refugiado, excepto los centinelas, en una isba, sin apenas poder moverse: tanta era la promiscuidad. Calentándose las manos en un plato en el que ardía un poco de alcohol, cuya llama tenía un color violáceo que debía de parecerse mucho al que presentaba la piel de muchos niños al nacer.
Mateo, al llegar a la letanía, no dijo solamente…
pro nobis
. Por el contrario, cargó todo el acento precisamente sobre el ora… Sí, que la Virgen,
turris ebúrnea
,
domus áurea
,
foéderis arca
, rezara, y velara por él, y por Pilar, y por el diminuto César, al que Mateo no sabía si Pilar enseñaría a amar o a odiar a su temerario padre, aquel falangista que una mañana, en la plaza de San Agustín, de Gerona, se alistó bonitamente porque oyó gritar: «¡Rusia es culpable!». Y porque creyó que era su deber.
Rusia culpable… ¿Y aquellos dóciles prisioneros, pues? ¿Y aquellas muchachas de admirable pudor, sensibles a una mirada de afecto, a un poco de miel y a unos caramelos? ¿Y aquellos viejecitos, con sus iconos, que de pronto gritaban: «¡Christus, Christus!»?
No, Rusia no era culpable. Los culpables eran la injusticia de los zares; el odio de los bolcheviques; los judíos poderosos de que les había hablado, a él y a Ignacio, el profesor Civil; y los partidos políticos; y Cosme Vila; y aquellos milicianos que mataron a César, al César seminarista, hermano de Pilar, cuyo recuerdo le servía siempre a Mateo de estímulo y de consuelo.
Rusia, la nación rusa, las múltiples razas rusas, el pueblo ruso que cuando se llamaba a la puerta decía
da, da…
, no era culpable de nada. Estaba acostumbrado a sufrir y a humillarse. Llevaba siglos siendo esclavo; y este sentimiento hizo posible el triunfo del comunismo en sus lagos y en sus tierras; el triunfo de Lenin, el hombre de la perilla irónica, aficionado al ajedrez y a los gatos.
El rosario terminó. Se hizo un silencio en el interior de la isba. El Charlatán se había dormido y Alfonso Estrada salió a orinar.
—¿Jugamos una partida,
Cacerola
?
—Si no es una orden, no…
—¿Por qué? ¿Qué te pasa?
—Querría escribir una carta…
—¿A Gracia Andújar?
—No, a Hilda, la alemana…
Mateo sacó su pañuelo azul… ¡y su mechero de yesca! Y encendió un pitillo marca Juno. Y dijo:
—Me has dado una idea. Yo voy a escribir también…
—Dale recuerdos.
—¿A quién?
—A Pilar.
—¡No! Te equivocas. Voy a escribir a mi hijo…
—¿Cómo? Estás chiflado…
—Que te crees tú eso. ¡Es un fenómeno! Sabe ya leer…
Las Ferias y Fiestas de Gerona se celebraron este año normalmente, porque no hubo inundación. Los autos de choque tuvieron un gran éxito, como si la gente joven, aupada por los partes de guerra, gozara embistiéndose de mentirijillas. Las tómbolas se vieron muy concurridas, especialmente las que decían: «Siempre toca». El circo hizo las delicias de los pequeñuelos. Sus temas eran eternos aunque los payasos se lamentaban de no poder inventar juegos de palabras que rozaran la política. Echóse de menos la presencia de Paz Alvear en la barraca de Perfumería Diana. «¡Jabón para todo el mundo! ¡Jabón Diana, para los cutis más finos!».
Tal vez la nota más descollante la constituyera el faquir Campoy, aquel que años atrás se hacía enterrar en la Dehesa por unas horas y volvía luego a resucitar. En esa Feria de 1941 el mago Campoy se paseó descalzo, limpiamente, sobre brasas encendidas. Un endomingado campesino, que había bajado de la comarca de Breda en busca de emociones fuertes, llegó a la conclusión de que allí había truco. Y para demostrárselo a sus compañeros, también endomingados, se agachó y tocó las brasas y se quemó la mano. El mago Campoy, entonces, en ademán elegante, con la izquierda se quitó la chistera y con la diestra le indicó el camino del Dispensario.
Luego llegó el mes de noviembre. Las especies minerales se violentaron; las vegetales empezaron a morir, como si dispararan contra ellas innumerables batallones de «organillos de Stalin».
Por supuesto, aquel noviembre se caracterizó por lo contrario de la monotonía. En algún lugar de la ciudad había
Alguien
, no se sabía quién, que parecía dispuesto a amenizar la existencia. Podía ser Rufina, la medio bruja de los traperos. Podía ser algún gigante mitológico escondido en las Pedreras. Podía ser la propia existencia, que se resistía a ser tachada de vulgar, de falta de imaginación.
Como fuere, se sucedieron las sorpresas. Sorpresas minúsculas, como el hijo de Pilar y Mateo. Sorpresas regulares, de tamaño normal, como la mayor parte de las amígdalas que extirpaban los otorrinos poco escrupulosos. Sorpresas mayúsculas, que la gente comparaba con la Catedral. «Una sorpresa como una Catedral», decían el señor Grote o el maestro Torrus, del Grupo Escolar, o el anestesista Carreras, o Leopoldo, el ladino secretario de los hermanos Costa.
Sorpresa minúscula: no hacía frío. Los abrigos y las bufandas continuaban llevándolos los maniquíes de los escaparates; e incluso el aprensivo Marcos se permitía dosificar sin temor la ración de pastillas Andreu que había previsto para su garganta.
Seguía luciendo el sol. Un sol templado que rejuvenecía a los ancianos que se paseaban por la vía del tren. No faltaba quien suponía que también allí había truco, que aquello era insólito y que, por tanto, en el momento más impensado, la naturaleza se vengaría, tal vez con una nevada que convertiría a Gerona en una parodia del «sector septentrional» de Rusia. Pero mientras tanto, mientras eso no llegara, aquello era vivir.
Otra sorpresa minúscula fue el comienzo del idilio entre Gracia Andújar y el ex alférez Montero, nombrado director de la Biblioteca Municipal. A nadie podía extrañar que comenzara otro amor. El amor era algo eterno como los números del Circo o como la elegancia de algunas aves. El amor se escondía durante miles de años para, en un segundo predeterminado, tocar sincronizadamente a dos personas. Esas dos personas podían muy bien ser la hija de un psiquiatra católico, enamorado del canto gregoriano, y un muchacho como Montero, hambriento de vida, después de tanto rematar con su pistola a los condenados a muerte por el Tribunal Militar. Así que hubo los comentarios de rigor, especialmente por parte de las mujeres: María del Mar, Esther, la guapetona Adela… Pero nadie se escandalizó por la noticia. Únicamente la madre de la muchacha, la insignificante esposa del doctor Andújar, al advertir que su hija inventaba mil excusas para ir a la Biblioteca Municipal, le dijo: «¿No crees que eres demasiado joven, hija mía?». ¡Solemne estupidez! Precisamente «La Voz de Alerta», en una de sus espléndidas «Ventanas al mundo», había hablado pocos días antes de ciertas razas de Oceanía en las que las muchachas eran madres a los catorce y a los quince años. Así que Montero podía estar tranquilo. Gracia Andújar tenía edad suficiente para empezar a amarlo, añadiendo de rebote otro leño a la soledad de Marta.
Otra sorpresa minúscula: se produjo el previsto relevo del Delegado Provincial de Sindicatos. El indolente camarada Arjona, casado y con tres hijos, cedió el puesto al activo camarada Jesús Revilla, casado y también con tres hijos. Al camarada Arjona se le agradecieron, de palabra y por escrito, los servicios prestados y partió para Madrid, «donde tenía amigos que le explicarían el porqué de aquella humillación y le echarían una mano». El camarada Jesús Revilla, de oficio profesor mercantil y pedantón de carácter, con treinta y seis años sobre la camisa azul, que en la guerra había perdido un ojo pero se había ganado la amistad de varios consejeros nacionales, en su obligada visita a las autoridades afirmó que llegaba dispuesto a remozar de arriba abajo la organización sindical y a defender los derechos de los «productores» contra cualquier intento de oligarquía.
El general Sánchez Bravo, oyéndolo, tosió varias veces de forma tal que Nebulosa, de guardia en el pasillo, pensó: «Ése no se toma aquí una gota de González Byass». Por su parte, el obispo le dijo, al tiempo que le daba su bendición: «Que Dios lo ayude en su labor, hijo mío». El Gobernador fue, sin comparación posible, el más efusivo de los tres.
Le pareció que Jesús Revilla, que era vasco, tenía dotes de mando y buena voluntad.
«Estaré a tu disposición siempre que me necesites». Y luego le hizo patente que uno de los principales problemas con que debería enfrentarse sería el de la ironía de los catalanes. «Los vascos sois un poco duros, esa es la verdad. Aquí la gente tiene una agilidad mental que desconcierta. Su sentido crítico es feroz, sobre todo con respecto a los que ocupamos cargos oficiales. En principio, nos consideran francotiradores. Prefieren un buen carpintero a un Delegado de Hacienda. Procura que de vez en cuando te vean junto a tu mujer y tus hijos. Esto les impresiona mucho: la familia. Un buen padre de familia es aquí muy respetado. En fin, ya te irás enterando. ¡Y no se te ocurra decir que el Mediterráneo te parece un lago! No te lo perdonarían. Y algún domingo que otro, vístete de paisano… Eso te dará mucho prestigio».