Ha estallado la paz (119 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—Recibirá usted un informe sobre ellos, mi querido amigo Ferrándiz, idéntico al que mandaré al Fiscal de Tasas, que por cierto no ha llegado aún, según veo… Creo que, en cuanto haya usted leído ese papel, tendrá usted por fin en sus manos a los famosos industriales. ¡Una vez más, gracias al comisario Diéguez!

A don Eusebio Ferrándiz no le gustaba hablar, fuera de la Comisaría, de estos asuntos. Pero en este caso le picó la curiosidad. Y el Gobernador, en cuatro palabras, la satisfizo.

—Sí, esta vez se han pasado de la raya. Por lo visto, andan trapicheando con una Sociedad barcelonesa, Sarró y Compañía, o algo así. Pues bien, por indicación de esa Sociedad, los hermanos Costa han sobornado a un pobre brigada que estaba a cargo de los restos de las baterías artilleras de la costa. En el depósito se guardaban no sé cuántas toneladas de cobre, procedente de Transmisiones; y se han hecho con ellas, a un precio irrisorio. Operación importante, desde luego. Y que supongo cae de lleno en el Código Militar.

Don Eusebio Ferrándiz se quedó de una pieza.

—Pero ¿es posible? ¿Ha dicho usted cobre de Transmisiones? Se referirá usted a los cables, claro…

—Exacto.

—¿Entonces… ese brigada?

—¡Ah!

—Mándeme usted ese informe, por favor.

—Mañana lo tendrá usted en la mesa.

El Gobernador continuó atendiendo a los invitados. Charló un rato con el doctor Chaos, el cual le dijo: «¿Se convence usted, Gobernador, de que el hombre no es libre ni siquiera de elegir el lugar de su residencia?». Charló con el doctor Andújar y con su esposa. «Doctor Andújar, ¡echaré de menos sus píldoras para pensar!». Habló con don Óscar Pinel, Fiscal de Tasas, que por fin llegó: «¿Qué, recibió usted noticias de Sólita?».

«Sí, ayer. Y por lo que me dice deduzco que se encuentra en Riga, en un hospital. ¿Por qué precisamente en Riga, digo yo?». Habló con Agustín Lago. «Amigo Lago, ¿le mando un par de estufas desde Santander, para sus escuelas?». Lago sonrió. Saludó un momento a Ignacio. «Ilustre abogado, a tus órdenes». Marta estaba al otro lado, lejos, hablando con el ex alférez Montero… «Marta, eres muy valiente… ¡Te felicito!». El Gobernador se acercó al grupo que formaban Jorge de Batlle, Chelo y Miguel Rosselló.

¡El hombre hizo de tripas corazón! Sí, entre los secretos que se llevaría a su tierra —para no hacer daño a nadie—, figuraba uno que afectaba de forma muy directa a los hermanos Rosselló: su padre, el doctor, no había muerto de «colapso cardíaco» en el Penal; se había suicidado. Pero ¿a qué darles semejante noticia? «¡Chelo, el matrimonio te sienta divinamente!». Jorge de Batlle bromeó… ¿Desde cuándo era Jorge capaz de ello? «No es el matrimonio el que le sienta bien. Es el campo, es la granja…»

«¡Adelante, pues, con las gallinas!». Habló con Jesús Revilla, el nuevo Delegado Sindical, quien exclamó, en tono algo irónico: «Pero ¡esto es un despilfarro! ¡Ni que fuera una Primera Comunión!». El Gobernador miró al vasco sin darse por aludido. «Es la última, camarada…»

Ahorróse el enfrentarse con el capitán Sánchez Bravo, porque casualmente aquella noche éste tenía guardia en el cuartel. De modo que, a la postre, todo salió a pedir de boca. El general le repitió: «¡Y pensar que puede usted salir de aquí!». El Gobernador había tenido el detalle de invitar a su conserje. Pero éste se sentía cohibido, al lado de su mujer, que era bajita y que se había puesto un lazo rojo en el pelo. El conserje no se atrevió a mezclarse con los huéspedes y hubiera sido más feliz sustituyendo a Pablito con una bandeja.

A una hora muy avanzada, cuando el cansancio había empezado a hacer mella en los invitados, el Gobernador solicitó un momento de silencio, y en medio del respeto general, dedicó a todos unas palabras de gratitud por su asistencia y les rogó… que le desearan el mejor acierto en su nuevo cometido, «para el bien de España».

El Gobernador y María del Mar, que estaba a su lado, húmedos los ojos, escucharon una cerrada, una prolongadísima ovación. Y poco después el salón del hogar del Gobierno Civil quedó vacío, con sólo la familia y, en el suelo, restos de pastas, con algunas botellas en un rincón y copas en todos los muebles.

Fue, para el camarada Dávila y los suyos, un momento un tanto difícil, mezcla de estupor y de nostalgia. Se miraron unos a otros. Les invadió una inevitable tristeza, que cortó Pablito diciendo:

—Bueno, me siento cansado, me voy a dormir… ¡Buenas noches! —Besó a sus padres y se retiró.

También Cristina los besó y tomó el camino de su cuarto. Pero apenas hubo andado unos pasos se volvió y dijo:

—¡Has estado estupenda, mamá!

Entonces, al quedarse solos el Gobernador y María del Mar, se miraron… y se abrazaron. Y para evitar que aquello se convirtiera definitivamente en un «serial», el camarada Dávila le propuso a su mujer salir a dar una vuelta antes de acostarse.

—¿Te apetece? Vamos a estirar un poco las piernas… A esta hora no habrá nadie por ahí.

María del Mar estaba agotada, pero aceptó. «Espera, que me arregle un poco». Se fue a la alcoba y regresó al instante. «El
rimmel
se me había corrido, ¿sabes?».

Minutos después el Gobernador y María del Mar se encontraban en la calle de Ciudadanos. El Gobernador bromeó: «Bien, aprovechando que el señor obispo no nos ve, si me permites te cogeré del brazo…»

Efectivamente, la calle estaba desierta. Los impresionó oír sus propias pisadas en la noche gerundense. El sereno los reconoció y los saludó quitándose la gorra. En un establecimiento de ortopedia, iluminado, había un maniquí, un torso varonil, que arrancó de María del Mar un comentario sorprendente: «¿Por qué Agustín Lago no se coloca un brazo ortopédico articulado?».

—Habrá hecho una promesa… —comentó el Gobernador.

Al llegar a la plaza Municipal contemplaron el balcón del Ayuntamiento, el escudo de la ciudad, el reloj. Oyeron sonar la campana de la Catedral, que tanto emocionaba al profesor Civil. Los soportales de la plaza estaban oscuros y cerrados con tablones de madera los puestos de los limpiabotas. Llegaron al Puente de Piedra y se acodaron en el pretil, para ver el Oñar. De un vertedero a la izquierda salía un poderoso chorro de agua sucia. «Son los residuos de la fábrica Soler». Las casas sobre el río parecían sostenerse de milagro.

Calle de José Antonio Primo de Rivera… ¡En la Perfumería Diana había un espejo, también iluminado! El Gobernador se acercó a él, se quitó las gafas y se miró. Y le ocurrió lo que en su despacho: parecióle descubrir, esta vez en su rostro, algo que no había visto nunca: varias profundas arrugas a ambos lados de la nariz. «¿Estaban ahí —se preguntó— antes de recibir la orden de traslado?».

—Tengo frío —dijo María del Mar—. ¿Regresamos?

—Sí, querida. Ha sido un día duro para ti.

Capítulo LXVII

De pronto, el rayo caído del cielo. El mundo entero cerró por unos instantes los ojos para volver a abrirlos luego con estupor. El día 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada, la aviación japonesa atacó por sorpresa las más importantes bases navales y militares norteamericanas e inglesas en el Pacífico y en el Asia Oriental. El bombardeo más intenso se concentró sobre Pearl Harbour, en Hawai. Parte de la flota de los Estados Unidos fue hundida, mientras tropas japonesas desembarcaban en la península de Malaca. Asimismo fueron bombardeados Singapur, Hong-Kong y diversos puntos de las Islas Filipinas. Entretanto, en Tokio, se declaraba oficialmente que el Japón se encontraba en estado de guerra con los Estados Unidos e Inglaterra. La declaración la firmaba el mismísimo Emperador.

El día 12, Alemania e Italia, solidarizándose con el Japón, declararon también la guerra a los Estados Unidos, los cuales la declararon a su vez a las dos potencias europeas.

¿Qué ocurría en la tierra? ¿Qué ocurría, Señor? ¿Y el mensaje de paz que Pío XII preparaba para la Navidad, ya presentida en los hogares?

¿Tales acontecimientos modificarían las opiniones del Gobernador? ¿Mateo Santos tardaría mucho en enterarse, en su isba, de que había caído del cielo aquel rayo?

Gerona se encogió. Desde Montjuich, las mujeres andaluzas, si hubiesen ido a la escuela y hubiesen tenido una idea aproximada del tamaño de los océanos, hubieran visto efectivamente que la ciudad tendida a sus pies se encogía, lo mismo que se encogía el cuerpo de Eloy cuando, alguna noche, soñaba con Guernica.

El general Sánchez Bravo se plantó ante el mapamundi, solo, sin testigos. Y meditó.

Nebulosa, en el pasillo, aguardó por si lo llamaba, por si le daba alguna orden; pero el general no lo llamó. El general permaneció encerrado en su despacho más de una hora, mirando el mapa, sumido en el más completo silencio y en una casi inmovilidad.

Fuera, en cambio, por las calles, la gente andaba más de prisa. Encogida, pero más de prisa. Los gerundenses iban y venían un poco sin rumbo fijo, sin saber si debían mirar al río, a los escaparates navideños… o a los cuarteles.

«La Voz de Alerta» cerró su consulta de dentista por unos días. El padre Forteza bajó a la capilla del convento y se arrodilló ante el Sagrario, pensando en su hermano, misionero en Nagasaki. El notario Noguer hizo acto de presencia en la Diputación, pero le dijo al conserje: «No estoy para nadie». José Luis Martínez de Soria, camino de la Auditoría, recordaba una y otra vez unas palabras que había pronunciado él mismo en Valladolid, durante la guerra: «Creo que la actual epidemia de fanatismo político durará poco. Todo lo más, un siglo: el tiempo justo para que se independicen las colonias. Luego… me temo que Satanás conquiste el mundo precisamente a través de la indiferencia».

Paz Alvear, sin saber exactamente por qué, experimentó una alegría indescriptible.

¡Los Estados Unidos…! El nombre sonaba fuerte, como sonaba fuerte y rotunda la trompeta de Damián, director de la
Gerona Jazz
. También en la cárcel de Salt, recién estrenada, los reclusos se miraron unos a otros ganados por una súbita e imprecisa esperanza.

Ocurrió eso. Un viento gélido se introdujo en el corazón de muchos «vencedores» de la guerra civil. Comprendieron de golpe que la apuesta era alzada y por un momento les penetró el temor de que el edificio que habían levantado, con la certeza de que iba a durar decenios, se desmoronase. Ya no estaba en sus manos hacer nada. Todo dependía del poderío real que tuviesen las naciones firmantes del pacto tripartito. Si esas naciones perdían la apuesta —porque era forzoso admitir que el nombre de los Estados Unidos sonaba fuerte—, tal vez un día, no se sabía cuál, regresaran a Gerona, montados en tanques ingleses, o belgas, o rusos…, el Responsable y Cosme Vila. Y Julio García, junto con su querida esposa doña Amparo Campo, ésta diciendo
pardon
y
okey
.

La imprecisa esperanza de los reclusos de la cárcel de Salt; y de Manolo y Esther; y de Paz Alvear; y de Jaime, el librero separatista; y de los colonos de Jorge de Batlle; y de Mr. Edward Collins; y de los millares de trabajadores forzados que a lo ancho de la geografía nacional reconstruían carreteras, iglesias y cavaban poco a poco sus tumbas era ésa: los Estados Unidos. ¡Bendito Japón, que había tenido la osadía de desafiarlos!

¡Un hurra por el general Tojo, que atacó por sorpresa a Pearl Harbour! ¡Un hurra por el emperador, fuera o no fuera dios, que había firmado la declaración de guerra!

La decoración había experimentado tal cambio que a Ignacio le resultó imposible remontarse, como aconsejaba Moncho, a tres mil metros de altura, para desde allí comprobar que el hombre era insignificante. No, el hombre estaba allí, en primer plano.

Los hombres estaban tiñendo de sangre toda la tierra y todo el mar. Tiñendo de sangre incluso las altas montañas.

Ignacio experimentó vértigo. Y se refugió en la intimidad. Sintió miedo, un miedo tan intenso como el de Mateo al recibir la fotografía de su hijo. Tuvo ganas de confesarse. Y al propio tiempo, de llamar a Adela por teléfono. Y de poner una vela bajo los cuadros de Picasso colgados en su habitación, cuadros que según Carmen Elgazu representaban la rotura del mundo.

Por último acertó a concretar y envió un sencillo telegrama a Ana María. «Necesito verte. El día quince iré a Barcelona. Te quiero». Y firmó.

Matías se abstuvo, por sistema, de hacer el menor comentario —únicamente se tomó en el Café Nacional dos copas seguidas de coñac—, subió al piso de la Rambla y, sosteniendo en la mano el sombrero, le propuso a Carmen Elgazu:

—¿Qué te parece si nos fuéramos a ver a Pilar? Parece que César está un poco pachucho.

Carmen Elgazu, haciéndose cómplice del silencio de Matías respecto al rayo caído del cielo, contestó, con voz tranquila:

—Espera un poco a que termine de planchar.

Matías esperó. No sabía qué hacer entretanto y, tomando una rebanada de pan, la pinchó con un tenedor y la acercó a la estufa, que estaba al rojo vivo, para hacerse una tostada. Le puso luego un poco de aceite y sal y la mordisqueó. «¡Hum! —exclamó—. Esto es la gloria».

Por fin salieron, cogidos del brazo, camino de la plaza de la Estación. Allí se enfrentaron con la realidad. Encontraron a Pilar desolada. Lo de César no tenía importancia. Había dormido dos horas con toda normalidad y ahora estaba ya despierto y contento. Pero Pilar tenía el periódico en la mano y los ojos y el alma llenos de grandes palabras: Japón, los Estados Unidos, Rusia, Mateo…

—¿Qué ocurrirá, padre? ¿Qué significa esto?

Matías hizo un gesto triste.

—Nadie lo sabe, hija mía… —Luego añadió, cortando en seco—. ¿Podríamos ver al niño?

Don Emilio Santos, que salía del despacho de Mateo, del que había quitado el pájaro disecado, contestó:

—¡No faltaría más! Entren. Por ahí…

Todos entraron en la alcoba. César Santos Alvear, con su cuerpecito fajado y sus manitas preciosas, yacía en la cuna que Pilar había adquirido para él, colocada junto a la cama. Tenía los ojos azules abiertos de par en par, aunque su mirada no acertaba a fijarse en ningún punto concreto.

Como si adivinara que era el gran protagonista de la escena levantó las piernas y por un momento pareció que pedaleaba en una bicicleta imaginaria.

—¡César! ¡Rico! ¡Pequeñín!

Carmen Elgazu le hizo cosquillas en la barriga y el niño pareció sonreír. Y volvió los labios como si se dispusiera también a pronunciar alguna palabra grande. Pero no fue así. Babeó un poco y Pilar, sacándose el pañuelo de la bocamanga —como solía hacerlo el señor obispo— lo secó.

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