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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (8 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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La religión, pues, era una verdadera fuerza en la vida de estas gentes. Pero había algo más raro en toda esta devoción. En un cierto sentido era una devoción sincera, y hasta beneficiosa, pues los Otros Hombres eran mucho más escrupulosos que nosotros en cuestiones de pequeña tentación personal o en decisiones morales obvias y estereotipadas. Pero descubrí que esta escrupulosidad se aplicaba sólo, precisamente, a situaciones convencionales, y que los Otros Hombres carecían de una sensibilidad moral genuina. Así, aunque la generosidad práctica y la camaradería superficial parecían más comunes que entre nosotros, eran capaces de lanzarse sin titubeos a la persecución mental más diabólica. El hombre sensible tenía que estar siempre en guardia. La confianza mutua y la intimidad profunda eran precarias y raras. En este mundo apasionadamente social, la soledad atenazaba el espíritu. La gente buscaba continuamente una unión que nunca se realizaba. Todo el mundo sufría el terror de estar solo consigo mismo; sin embargo, cuando se reunían, y a pesar de que se creía firmemente en una camaradería universal, estos curiosos seres estaban tan separados unos de otros como las estrellas. Pues todos buscaban en los ojos del prójimo una imagen de sí mismos, y nunca veían otra cosa. Y si la veían, se sentían ultrajados y asustados.

Otros hechos sorprendentes noté en aquel tiempo acerca de la vida religiosa de los Otros Hombres. Aunque todos eran devotos, y la blasfemia era considerada con horror, la actitud general hacia la divinidad era de un comercialismo blasfemo. Los hombres afirmaban que el sabor divino podía ser asegurado para toda la eternidad con dinero o con ritos. Dios, a quien reverenciaban con el soberbio y emocionado lenguaje de otros tiempos, era ahora concebido ya como un justo o celoso empleado, ya como un padre indulgente o como pura energía física. El sumo lugar común era que la religión no había conocido tiempos de mayor difusión e ilustración. Se aceptaba casi universalmente que sólo ahora se entendían realmente las profundas enseñanzas de la era de los profetas, en su sentido original. Los escritores y comentaristas de radio afirmaban que al interpretar las escrituras las hacían servir a las ilustradas necesidades religiosas de una época que se llamaba a sí misma Edad de la Religión Científica.

Detrás de toda aquella complacencia que caracterizaba a la civilización de los Otros Hombres antes del estallido de la guerra, advertí a menudo una vaga inquietud y ansiedad. Por supuesto, la mayor parte de la gente se dedicaba a sus propios asuntos con el mismo absorto y satisfecho interés que en la Tierra. Estaban demasiado ocupados en ganarse la vida, casarse, formar una familia, tratar de sacar el mayor provecho posible de sus relaciones con el prójimo, para perder el tiempo en preguntarse conscientemente acerca del sentido de la vida. Sin embargo, tenían a menudo el aspecto de alguien que ha olvidado una cosa muy importante y se hurga el cerebro tratando de recordar, o de un sacerdote anciano que emplea las viejas y conmovedoras frases sin entender ya su significado. Yo sospeché cada vez más que esta raza, a pesar de todos sus triunfos, vivía ahora de las grandes ideas del pasado, emitiendo conceptos que ya no entendía, rindiendo ideal homenaje a ideales que ya no perseguía sinceramente, y actuando dentro de un sistema de instituciones que en gran parte sólo mentes un poco más finas hubieran podido manejar. Estas instituciones, sospeché, debían de haber sido creadas por una raza dotada no sólo de mayor inteligencia, sino también de una capacidad más amplia y verdadera para vivir en comunidad. Parecían estar basadas en la suposición de que el hombre era un ser bondadoso, razonable y disciplinado.

Interrogué a menudo a Bvalltu sobre ese tema, pero siempre hacía a un lado mis preguntas. Se recordará que aunque yo tenía acceso a todos sus pensamientos, él podía también pensar privadamente, con un leve esfuerzo. Sospeché mucho tiempo que me ocultaba algo, hasta que al fin me habló de aquellos hechos raros y trágicos.

Ocurrió poco después del bombardeo de la metrópoli de su país. Vi los resultados del bombardeo a través de los ojos de Bvalltu y los agujeros de su máscara antigás. No habíamos asistido a aquel horror, pero habíamos intentado volver a la ciudad para auxiliar a los heridos. El calor que irradiaba el centro incandescente de la ciudad era tan grande que no pudimos pasar de los primeros suburbios. Aun allí los edificios caídos cerraban las calles. Cuerpos humanos aplastados y carbonizados asomaban aquí y allí en los montones de escombros. La mayor parte de la población estaba escondida entre las ruinas. En los espacios abiertos yacían hombres muertos por el gas. Las patrullas de salvamento iban de un lado a otro, impotentes. Entre las nubes de humo aparecía ocasionalmente el Otro Sol y hasta alguna estrella diurna.

Luego de abrirse paso entre las ruinas algún tiempo, buscando inútilmente a alguien a quien poder ayudar, Bvalltu se sentó. La devastación que nos rodeaba pareció «soltarle la lengua», si puedo emplear una frase semejante para expresar la repentina franqueza que me mostró su pensamiento. Yo me había referido a una época futura que reflexionaría asombrada en toda esta locura y devastación. Bvalltu suspiró a través de su máscara y dijo:

—Es posible que mi desgraciada raza se haya condenado irrevocablemente a sí misma.

Yo no estaba de acuerdo; pues aunque se habían destruido unas cuarenta ciudades, algún día sin duda se iniciaría un proceso de recuperación, y al fin la raza dejaría atrás esta crisis e iría adelante. Bvalltu me habló entonces de esos asuntos raros que había querido discutir conmigo en otras ocasiones, y que de algún modo siempre me había ocultado. Aunque algunos hombres de ciencia y estudiosos a quienes preocupaba la actual situación social del mundo sospechaban hasta cierto punto la verdad, sólo él y unos pocos otros estaban realmente enterados.

La especie, dijo, estaba sujeta aparentemente a unas largas y debilitantes fluctuaciones, desde hacía unos veinte mil años. Todas las razas de todos los climas parecían sufrir los efectos de este vasto ritmo del espíritu, y simultáneamente. Nadie conocía su causa. Aunque parecía deberse a una influencia que afectaba todo el planeta a la vez, quizá había un único punto de radiación original, que se extendía rápidamente a todas las tierras. Muy recientemente un notable hombre de ciencia había sugerido que podía deberse a las variaciones de intensidad de los rayos cósmicos. Había pruebas geológicas de que esas fluctuaciones de las radiaciones cósmicas se habían producido realmente en alguna época, causadas quizás por variaciones en un grupo vecino de estrellas jóvenes. No podía asegurarse aún que el ritmo psicológico y el ritmo cósmico coincidieran, pero muchos hechos apuntaban a la conclusión de que cuando los rayos eran más violentos se producía una declinación del espíritu humano.

Esta historia no convencía mucho a Bvalltu. Pensaba, en general, que el rítmico debilitamiento de la mentalidad humana se debía a causas más próximas. Cualquiera que fuese la verdadera explicación, era indudable que en el pasado, y a menudo, se había alcanzado un alto grado de civilización, y en todos los casos alguna poderosa influencia había constreñido el vigor mental de la raza humana. En el seno que se abría entre dos de estas vastas olas, el Otro Hombre se hundía en una torpeza mental y espiritual de una abyección que mi propia raza nunca había conocido desde que había dejado el estado de subhumanidad. Pero en la cresta de la ola el poder intelectual de esos hombres, su integridad moral y su conocimiento espiritual parecía haber alcanzado cimas que nosotros hubiésemos considerado superhumanas.

Una y otra vez la raza había emergido del salvajismo, y luego de atravesar una época bárbara había alcanzado una fase de esplendor y sensibilidad. En todas las poblaciones aparecía simultáneamente una capacidad cada vez mayor para la generosidad, el conocimiento de sí mismo, la autodisciplina, el pensamiento desapasionado y penetrante y un puro sentimiento religioso.

Consecuentemente bastaban unos pocos siglos para que el mundo entero floreciese en felices y libres sociedades. El hombre común manifestaba una claridad mental sin precedentes, y en una acción conjunta acababan con todas las injusticias sociales y las crueldades privadas. Las generaciones subsiguientes, inherentemente sanas, y con la bendición de un ambiente favorable, crearían una Utopía mundial de iluminadas criaturas.

De pronto, todo parecía aflojarse. A la edad dorada seguía una edad de plata. Los maestros del pensamiento vivían de los frutos del pasado, se perdían en una selva de sutilezas, o caían exhaustos en el mero desaliño. Al mismo tiempo había una declinación de la sensibilidad moral. El hombre era cada vez menos sincero, menos aficionado a indagarse a sí mismo, menos sensible a las necesidades de los otros, en pocas palabras menos capaz de comunidad. La injusticia y la corrupción roían la maquinaria social que había funcionado bien mientras el hombre había conservado un cierto nivel humano. Tiranos y oligarquías tiránicas se dedicaban a la tarea de destruir la libertad. Clases subsumergidas y enloquecidas por el odio les servían de buenas excusas. Poco a poco, aunque los beneficios materiales de la civilización humeaban durante siglos, la llama del espíritu se reducía hasta ser una débil chispa en unos pocos individuos solitarios. Luego sobrevenía un puro barbarismo, seguido por la caída en un salvajismo casi subhumano.

En las crestas más recientes de la ola parecían haberse alcanzado mayores alturas que en las crestas del pasado «geológico». Algunos antropólogos por lo menos trataban de convencerse de que así era. Se creía confiadamente que el presente ápice de civilización era él más brillante de todos, que aún no había llegado a su culminación, y que los conocimientos científicos ayudarían a preservar la mentalidad de la raza, evitándose una repetición de la decadencia.

La condición actual de la especie era sin duda excepcional. No se conocía ningún ciclo anterior donde la ciencia y la mecanización hubieran adelantado tanto. De acuerdo con lo que podía deducirse de los vestigios fragmentarios del ciclo previo la invención mecánica nunca había ido más allá de la tosca maquinaria que habíamos conocido en nuestro propio siglo diecinueve. Las revoluciones industriales de los ciclos anteriores, se afirmaba, se habían detenido en etapas aún más primitivas.

Aunque se pensaba generalmente en los círculos intelectuales que aún no se había llegado al punto óptimo, Bvalltu y sus amigos estaban convencidos de que la cresta de la ola se había presentado varios siglos atrás. Para la mayoría de los hombres, por supuesto, la década anterior a la guerra había sido mejor y más civilizada que todas las anteriores. Según ellos civilización y mecanización eran casi idénticas, y nunca la mecanización había logrado triunfos semejantes. Los beneficios de la civilización científica eran obvios. Para la clase afortunada había más comodidades, más salud, mayor estatura, una juventud más prolongada, y un sistema de conocimientos técnicos tan vasto e intrincado que ningún hombre podía dominar más que un pequeño fragmento. Además, el perfeccionamiento de las comunicaciones había unido a todos los pueblos. La radio, el cine, el gramófono estaban borrando las idiosincrasias locales. Estos signos de esperanza hacían olvidar fácilmente que la naturaleza humana era intrínsecamente menos estable que antes, aunque la hubiesen fortalecido las mejores condiciones de vida. Algunas enfermedades degenerativas estaban aumentando lenta pero seguramente. Las enfermedades del sistema nervioso, en particular, eran cada vez más comunes y más perniciosas. Los cínicos acostumbraban decir que los hospitales para enfermos mentales pronto serían más numerosos que las iglesias. Pero los cínicos sólo eran unos bromistas. Se aseguraba casi universalmente que a pesar de las guerras y las perturbaciones económicas y las rebeliones sociales todo estaba bien ahora, y que el futuro sería aún mejor.

La verdad, decía Bvalltu, parecía ser muy distinta. Había pruebas indiscutibles, como yo había sospechado, de que la inteligencia media y la integridad moral habían declinado en todo el mundo, y que esa declinación continuaría probablemente. Ya la raza estaba viviendo de su pasado. Todas las ideas fecundas del mundo moderno habían sido concebidas hacia siglos. Desde entonces, muchas aplicaciones de estas ideas habían ayudado a cambiar el mundo, sin duda; pero ninguno de estos notables inventos habían requerido la extrema intuición, penetrante y comprensiva, que había cambiado el curso mismo del pensamiento en edades anteriores. Recientemente, admitía Bvalltu, había habido toda una cosecha de teorías y descubrimientos científicos de tipo revolucionario, pero ninguno de ellos parecía contener un principio realmente nuevo. Eran recombinaciones de principios familiares. El método científico, inventado siglos atrás, era una técnica tan fértil que continuaría dando frutos durante siglos, aun en manos de hombres incapaces de verdadera originalidad.

Pero la pérdida del nivel mental no era tan evidente en el campo de la ciencia como en el de la moral y la actividad práctica. Yo mismo, con la ayuda de Bvalltu, había aprendido a precisar hasta cierto punto la literatura de aquel asombroso período, muy anterior, cuando todos los países parecían florecer en arte, filosofía, religión; cuando generaciones sucesivas habían transformado el orden social y político hasta asegurar a todos los hombres libertad y prosperidad; cuando nación tras nación se habían desarmado valientemente, corriendo el riesgo de ser destruidas, pero cosechando la paz y la prosperidad; cuando se habían suprimido las fuerzas policiales, y las prisiones se habían convertido en bibliotecas y universidades; cuando las armas y hasta las cerraduras eran conocidas como piezas de museo; cuando las cuatro grandes iglesias del mundo habían revelado sus propios misterios, entregando sus bienes a los pobres, y dirigiendo la triunfante campaña de una vida de comunidad. Los sacerdotes se habían dedicado a trabajos agrícolas, a las artes manuales, a la enseñanza, como humildes acólitos de aquel silencioso sentimiento de reverencia: una religión de la comunidad del mundo sin sacerdotes, sin fe, sin Dios.

Luego de unos quinientos años empezaron a aparecer otra vez las cerraduras y las llaves, las armas y las doctrinas. La Edad de Oro quedaba atrás sólo como una maravillosa e increíble tradición, y una serie de principios que eran aún la mejor influencia en un mundo perturbado, aunque se los interpretara erróneamente.

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