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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (10 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
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Aunque parezca asombroso, el anciano de 81 años se tomó al pie de la letra el impetuoso consejo del vagabundo de 24. Franz depositó sus muebles y la mayor parte de sus posesiones en un guardamuebles, se compró una GMC Duravan y la equipó con unas literas y diversos enseres de camping. Tras dejar el apartamento, se dirigió hacia la «bajada».

Se instaló en el mismo lugar en que había estado acampado McCandless, más allá de las fuentes termales. Puso unas piedras alrededor del camión caravana para señalizar el área de aparcamiento, plantó unas chumberas y unas daleas para «ajardinar» el lugar, y luego se sentó en el desierto a esperar, los días que fuese necesario, el regreso de su joven amigo.

Ronald Franz no es el nombre auténtico de mi interlocutor, sino un seudónimo que me he inventado a petición suya. Su aspecto físico transmite un vigor y una energía sorprendentes para un hombre que tiene más de 85 años y ha sobrevivido a dos ataques de corazón. Está de pie con la espalda erguida y los hombros rectos. Mide más de un metro ochenta, es corpulento y tiene unos brazos robustos. Su orejas son muy grandes en comparación con las proporciones del resto del cuerpo, y otro tanto ocurre con sus manos, gruesas y nudosas. Cuando me acerco a la caravana y me presento, me recibe vestido con unos raídos vaqueros, camiseta sin mangas de un blanco inmaculado, un elaborado cinturón de cuero de su propia creación, calcetines blancos y mocasines negros llenos de rozaduras. Lo único que delata su edad es una frente surcada de arrugas y una nariz imponente, cubierta de marcadas espinillas, sobre la que se despliega una filigrana púrpura de capilares semejante a un fino tatuaje. Ha transcurrido algo más de un año desde la muerte del muchacho. Los ojos azules del anciano contemplan el mundo con evidente recelo.

Para disipar su desconfianza le entrego una colección de fotografías tomadas en Alaska el verano anterior mientras reconstruía el viaje sin retorno de McCandless por la Senda de la Estampida. Las primeras imágenes que aparecen son paisajes; las instantáneas muestran los bosques de los alrededores, el camino cubierto de maleza, unas montañas lejanas, el río Sushana. Franz las estudia en silencio y de vez en cuando asiente con la cabeza mientras le explico qué representan; parece estar agradecido de que se las haya enseñado.

Sin embargo, cuando llega a las fotografías del autobús en el que murió el muchacho, se pone en tensión. Algunas imágenes muestran las pertenencias de McCandless dentro del vehículo abandonado; en el momento en que se da cuenta de lo que está viendo, se le nublan los ojos, deja de examinar las fotos y me las devuelve con un gesto seco. Mientras mascullo una débil disculpa, se aleja para recobrar la compostura.

Franz ya no vive en el antiguo campamento de McCandless. Una riada arrasó el improvisado camino que conducía hasta allí y el anciano se trasladó 30 kilómetros más al sur, hacia los páramos de Borrego, donde está acampado junto a una solitaria alameda. Las fuentes termales de Oh-Dios-mío también han desaparecido. Las charcas fueron demolidas y el pozo geotérmico fue cegado con cemento por orden de la Comisión de Salud Pública del valle Imperial. Los funcionarios argumentaron que habían ordenado eliminar las fuentes termales por el peligro que corrían los bañistas de contraer alguna enfermedad infecciosa a causa de la contaminación del agua. Según la comisión, las charcas eran un caldo de cultivo de microbios virulentos.

«Puede que fuera cierto —dice el dependiente de una tienda de Salton City—, pero mucha gente piensa que las destruyeron porque empezaban a atraer a demasiados hippies y vagabundos. Estaban llenas de gentuza. Si quiere saber mi opinión, me alegro. Buen viaje.»

Después de despedirse de McCandless, el anciano permaneció más de ocho meses en la «bajada», aguardando con paciencia el regreso del muchacho. Se pasaba horas vigilando el camino por si veía aproximarse a un joven con una gran mochila. A finales de 1992, el 26 de diciembre, fue a la estafeta de correos de Salton City para comprobar si había llegado alguna carta a su nombre, y en el camino de vuelta recogió a dos autostopistas.

«Me parece que uno era de Misisipí y el otro era indio —recuerda Franz—. Empecé a hablarles de Alex y la aventura a la que se había lanzado en Alaska.»

De repente, el joven indio lo interrumpió:

—¿El nombre de ese chico era Alex McCandless?

—Sí, así es. ¿Lo conoces?

—Siento tener que darle esta noticia, pero su amigo ha muerto. Murió congelado en la tundra. Acabo de leerlo en la revista
Outdoor
.

Aquellas palabras dejaron anonadado a Franz, que interrogó al autostopista detenidamente. Los detalles parecían verosímiles, la historia cuadraba. Algo había fallado, con unas consecuencias terribles. McCandless jamás volvería.

«Cuando Alex partió hacia Alaska, recé —recuerda Franz—. Le rogué a Dios que lo protegiera. Le dije que el chico era especial. Pero él lo dejó morir. Así que aquel 26 de diciembre, cuando descubrí lo que había ocurrido, abjuré de mi fe cristiana. Renuncié a la Iglesia y me convertí en ateo. Decidí que no podía seguir creyendo en un dios que había permitido que algo tan horrible le sucediera a un chico como Alex.

»Después de dejar a los autostopistas —continúa—, di media vuelta, volví a Salton City y compré una botella de whisky. Fui al desierto y me la bebí. No estaba acostumbrado a beber, así que me sentó muy mal. Tenía la esperanza de que el alcohol me matara, pero no lo hizo. Sólo me sentó muy mal, mal de verdad.»

7
CARTHAGE (II)

También había unos libros […]. Uno era una gran Biblia familiar llena de ilustraciones. Otro era El viaje de un peregrino, que trataba de un hombre que había abandonado a su familia, aunque no contaba por qué. Leí partes considerables del mismo a ratos. Lo que decía era interesante, pero difícil de comprender
.

MARK TWAIN,

Las aventuras de Huckleberry Finn

Es verdad que muchas personas creativas no consiguen establecer relaciones personales maduras y que algunas de ellas llegan a vivir en el aislamiento extremo. También es verdad que, en determinadas circunstancias, un trauma originado por la separación o la pérdida de un ser querido durante la infancia puede conducir a que una persona potencialmente creativa tienda a desarrollar aquellos aspectos de su personalidad que sólo es posible satisfacer en un estado de relativo aislamiento. Sin embargo, de ello no podemos inferir que las conductas creativas y solitarias sean en sí mismas patológicas […]
.

El comportamiento de evitar el contacto con los demás es una respuesta concebida para proteger al niño de los desórdenes del comportamiento. Si trasladamos esta idea a la vida adulta, advertiremos que el niño que evita el contacto con los demás puede muy bien transformarse en una persona cuya necesidad principal sea encontrar alguna clase de sentido y orden en la vida que no dependa por completo, o incluso en gran medida, de las relaciones interpersonales
.

ANTHONY STORR,

Solitude: A Return to the Self

Una enorme John Deere 8020 parece agazaparse en silencio bajo la oblicua luz del atardecer, lejos de cualquier lugar habitado y rodeada por un campo de sorgo a medio segar.

Las embarradas zapatillas deportivas de Wayne Westerberg sobresalen de las fauces de la cosechadora, como si la máquina fuera un gigantesco reptil de metal empeñado en digerir a su presa y estuviera terminando de engullirla.

«¡Pasadme la llave, joder! —exige una voz sorda y enfurecida que proviene de las entrañas de la máquina—. ¿O es que tenéis las manos tan ocupadas en los bolsillos que no podéis ayudar en nada?»

La cosechadora se ha averiado por tercera vez en pocos días y Westerberg está haciendo desesperados esfuerzos para cambiar antes del anochecer un cojinete que se le resiste.

Al cabo de una hora, se desliza fuera de la máquina, cubierto de grasa y rastrojos pero con expresión de triunfo. «Siento haber perdido la paciencia —se disculpa—. Llevamos demasiados días trabajando 18 horas. Cada vez estoy de peor humor, porque esta temporada vamos muy retrasados y encima nos falta mano de obra. Contaba con que Alex ya habría regresado.»

Han pasado 50 días desde que el cadáver de Chris McCandless fue descubierto en la Senda de la Estampida. Siete meses antes, una glacial tarde de marzo, McCandless había entrado con toda tranquilidad en la oficina del elevador de grano de Carthage anunciando que estaba listo para ir a trabajar. «Nos encontrábamos todos allí, fichando antes de salir, y entró Alex con una gran mochila colgada al hombro», recuerda Westerberg.

Le dijo a Westerberg que tenía planeado quedarse hasta el 15 de abril, el tiempo justo para obtener un poco de dinero. Según le explicó, tenía que comprar una larga lista de pertrechos porque se iba a Alaska. Le prometió que regresaría a Dakota del Sur a tiempo para ayudarlo con la cosecha de otoño, pero quería estar en Fairbanks a finales de abril, ya que su intención era apurar al máximo su estancia en el norte antes de volver.

Durante las cuatro semanas que pasó en Carthage, McCandless trabajó con dureza, encargándose de las tareas más desagradables y pesadas, aquellas con las que nadie quería enfrentarse: limpiaba los almacenes, exterminaba insectos, escardaba y pintaba. Para recompensar sus esfuerzos con una tarea que requiriera un poco más de destreza, Westerberg intentó enseñarle a manejar una recogedora-cargadora. «Alex no entendía mucho de maquinaria que digamos —explica Westerberg al tiempo que sacude la cabeza—. Ver cómo intentaba apañárselas con el embrague manual y el resto de palancas fue bastante cómico. Estaba muy claro que no tenía ningún tipo de aptitud para la mecánica.»

McCandless tampoco estaba dotado de un excesivo sentido común. Muchos de quienes lo conocieron han comentado espontáneamente que parecía tener una gran dificultad para resolver problemas prácticos, como si los árboles le impidieran ver el bosque. «Alex no era un pasmado, entiéndame bien —prosigue Westerberg—. Pero en ocasiones parecía vivir en las nubes. Recuerdo que una vez fui a casa, entre en la cocina y noté un olor nauseabundo. El microondas apestaba. Lo abrí y el fondo estaba lleno de grasa rancia. Alex lo había utilizado para asar un pollo y no se le había ocurrido pensar que la grasa tenía que caer en algún sitio. No era que fuera demasiado perezoso para limpiarlo. Al contrario, Alex siempre lo tenía todo muy pulcro y ordenado. No se había dado cuenta de lo que pasaba, así de simple.»

Poco después del regreso de McCandless a Carthage, Westerberg le presentó a su novia, Gail Borah, una mujer menuda, ligera como una garza real, de ojos tristes, rasgos delicados y larga melena rubia. A sus treinta y cinco años, está divorciada y es madre de dos hijos adolescentes. Lleva años rompiendo y reconciliándose con Wayne Westerberg. Ella y McCandless se hicieron amigos muy pronto. «Al principio parecía muy tímido —cuenta Borah—. Se comportaba como si le costase mucho estar en compañía de otras personas. Me figuré que era porque había pasado mucho tiempo solo.

»Alex venía a cenar a casa casi cada noche —continúa—. Comía mucho. Jamás dejaba nada en el plato. También era un buen cocinero. A veces pasaba a recogerme para ir a casa de Wayne, donde preparaba la cena para todo el mundo. Muchos de los platos que cocinaba eran a base de arroz. En contra de lo que cabía esperar, no lo aborrecía. Aseguraba que nueve kilos de arroz le bastaban para alimentarse un mes entero.

«Cuando estábamos juntos, hablaba mucho. De cosas serias, como si me abriera su corazón. Según él, ciertas cosas sólo podía contármelas a mí. Se veía que algo lo atormentaba. Era evidente que no se llevaba bien con su familia, pero nunca dijo gran cosa de ellos, salvo de Carine, la hermana menor. Me contó que estaban muy unidos. Decía que era muy guapa, que los chicos se giraban para mirarla cuando iba por la calle.»

Westerberg, por su parte, consideró que los problemas familiares de McCandless no eran de su incumbencia. «Siempre imaginé que debía de tener una buena razón para estar enfadado con ellos. Sin embargo, ahora que ha muerto, ya no estoy tan seguro. Si el pobre Alex estuviera aquí delante, no podría evitar leerle la cartilla: “¿En qué demonios estabas pensando? ¡No hablar con tu familia durante todo ese tiempo y tratarlos tan mal! Uno de los chicos que trabaja para mí ni siquiera tiene padres, pero no oirás nunca que vaya por ahí quejándose.” De todos modos, los tratara como los tratase, le aseguro que he visto cosas mucho peores. Conociendo a Alex, no me extrañaría que sólo estuviera ofendido por algo que sucedió con su padre y no quisiera dar su brazo a torcer.»

La conjetura de Westerberg, como luego se demostraría, era un diagnóstico bastante perspicaz de la relación que mantenían Chris y Walt McCandless. Tanto el padre como el hijo eran intransigentes y excitables. Dada la necesidad de controlar de Walt y el carácter exageradamente independiente de Chris, el enfrentamiento fue inevitable. Mientras estudió, Chris se sometió a la autoridad paterna hasta extremos sorprendentes, pero lo hizo a costa de acumular un resentimiento cada vez mayor. Fue obsesionándose por lo que percibía como defectos morales de su padre, la hipocresía del estilo de vida de su familia, la tiranía de su amor con condiciones. Al final, se rebeló, y lo hizo con la desmesura que lo caracterizaba.

Poco antes de desaparecer, Chris se quejaba en una carta a Carine de que el comportamiento de sus padres era «tan irracional, opresivo e insultante que ha superado el límite de mi paciencia». Y añadía:

Puesto que nunca me tomarán en serio, durante los meses que sigan a la graduación voy a dejar que crean que tienen razón, que estoy empezando a «ver las cosas como ellos» y que nuestra relación se estabiliza. Pero cuando llegue el momento actuaré de repente, de la noche a la mañana, y los borraré de mi vida por completo. Me divorciaré de ellos de una vez para siempre y no volveré a hablar con ese par de idiotas mientras viva. Romperé con ellos de una vez y por todas, para toda la vida.

La frialdad que Westerberg intuía entre Alex y sus padres contrastaba con lo afectuoso que se mostraba en Carthage. Cuando estaba de buen humor, era sociable y cordial, tanto que cautivó a mucha gente del pueblo. Cuando llegó por segunda vez a Dakota del Sur, ya tenía correspondencia aguardándole, cartas de personas a quienes había conocido en la carretera, entre ellas, según recuerda Westerberg, las «cartas de una chica muy enamorada, una que había conocido vete a saber dónde, en un campamento, me parece». Sin embargo, nunca mencionó ninguna aventura romántica.

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