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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (7 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
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Seis días después, acampado en el fondo del Gran Cañón con Thomas y Karin, una pareja de jóvenes alemanes que lo habían recogido en la carretera, Chris escribió: «¿Es éste el mismo Alex que salió de viaje en julio de 1990? La desnutrición y la carretera se han cobrado su tributo. Su cuerpo ha perdido más de nueve kilos, pero su estado de ánimo es excelente.»

El 24 de febrero, siete meses y medio después de haber abandonado el Datsun, regresó a la Corriente Detrítica. Si bien había pasado mucho tiempo desde que el servicio de vigilancia de parques se había incautado del vehículo, logró recuperar las placas de la matrícula número SJF-421 de Virginia, así como las pertenencias que había enterrado. Luego hizo autostop hasta Las Vegas y encontró un trabajo en un restaurante italiano. «Alexander enterró su mochila en el desierto el 27 de febrero y entró en la ciudad de Las Vegas sin dinero ni documento de identidad», cuenta en el diario.

Vivió varias semanas en la calle, entre vagabundos, mendigos y borrachos. Sin embargo, la historia no termina en Las Vegas. El 10 de mayo, Alex volvió a arder en deseos de viajar, dejó su trabajo, desenterró su mochila y se lanzó otra vez a la carretera. Por desgracia, descubrió que las cámaras fotográficas se estropean si se comete la estupidez de sepultarlas bajo tierra. Así pues, esta historia carece de imágenes que la ilustren en el período que va desde el 10 de mayo de 1991 al 7 de enero de 1992. Sin embargo, esto no tiene importancia. Es en las experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la existencia. ¡Dios, qué fantástico es estar vivo! Gracias, gracias.

5
BULLHEAD CITY

La poderosa bestia primitiva se hacía fuerte en el interior de Buck y, bajo las terribles condiciones de vida de la traílla del trineo, no dejaba de crecer. Pero crecía en secreto, pues su recién adquirida astucia le proporcionaba equilibrio y control de sí mismo.

JACK LONDON,

La llamada de la selva.

¡Saludos a la poderosa bestia primitiva! ¡Y también al capitán Akab!
[2]
Alexander Supertramp Mayo de 1992

[Inscripción hallada en el interior del autobús abandonado en la Senda de la Estampida.]

Al estropeársele la cámara y dejar de tomar fotografías, McCandless también prescindió de llevar un diario, una práctica que no reanudaría hasta partir hacia Alaska el año siguiente. Así pues, no conocemos gran cosa del itinerario que siguió después de abandonar Las Vegas en mayo de 1991.

Sabemos que pasó los meses de julio y agosto en la costa de Oregón, probablemente en las proximidades de Astoria, gracias a una carta que envió a Jan Burres en la que se quejaba de que «la niebla y la lluvia son insoportables». En septiembre hizo autostop por la interestatal 101 en dirección a California y luego cambió de rumbo hacia el este para volver al desierto. A principios de octubre, había ido a parar a Bullhead City, Arizona.

Decir que Bullhead City constituye una comunidad es un eufemismo propio del lenguaje de este fin de siglo. A falta de un centro urbano reconocible, la ciudad consiste en un caprichoso entramado de urbanizaciones y calles rectilíneas que bordean el río Colorado a lo largo de una docena de kilómetros. En el margen opuesto del río se levantan los rascacielos de los hoteles y casinos de Laughlin, Nevada. La característica más distintivamente urbana de Bullhead es la autovía del valle de Mojave, una interminable ruta de asfalto de cuatro carriles flanqueada de gasolineras, franquicias de comida rápida, quiromasajistas, tiendas de alquiler de vídeos, puntos de venta de accesorios para el automóvil y bazares que son una encerrona para los turistas.

A primera vista, no parece que Bullhead City sea un sitio demasiado atractivo para un incondicional de Thoreau y Tolstoi, un ideólogo que no mostraba más que desprecio por las convenciones burguesas que caracterizan a la mayor parte de la sociedad estadounidense. No obstante, la ciudad le gustó. Tal vez a causa de su afinidad con el
lumpen
, bien representado en los poblados de caravanas, campings y lavanderías del lugar; tal vez porque se enamoró del áspero paisaje desértico que la rodea.

En cualquier caso, dejó de vagar durante más de dos meses; desde que salió de Atlanta hasta que viajó a Alaska y se instaló en el autobús abandonado de la Senda de la Estampida, ésta fue con toda probabilidad la estancia más larga que hizo en un mismo sitio. En octubre escribió una postal a Westerberg donde le hablaba de Bullhead: «Es un buen lugar para pasar el invierno. Puede que al final me establezca aquí y abandone mi vida de vagabundo. Veremos qué sucede cuando llegue la primavera, porque es la época en que me entran ganas de viajar.»

En el momento en que redactó estas líneas, tenía un trabajo a jornada completa. Preparaba hamburguesas en un McDonald’s de la calle principal, al que iba cada mañana en bicicleta. En apariencia, llevaba una vida de lo más convencional; incluso llegó a abrir una libreta de ahorros en un banco local.

Curiosamente, cuando solicitó el trabajo en McDonald’s no se presentó como Alex, sino como Chris McCandless, y además dio a la empresa su verdadero número de la Seguridad Social. Una imprudente revelación de su identidad, desacostumbrada en él, ya que fácilmente podría haber puesto a sus padres sobre la pista de su paradero. Sin embargo, el desliz no tuvo consecuencias, ya que el detective privado que Walt y Billie habían contratado nunca llegó a averiguarlo.

Aun cuando se pasaba todo el día sudando frente a la parrilla, dos años después quienes fueron sus compañeros de trabajo en la hamburguesería apenas se acuerdan de él.

«Lo que sí recuerdo es que tenía manía a los calcetines —explica el encargado, un hombre rechoncho y parlanchín llamado George Dreeszen—. Nunca se ponía calcetines. Sencillamente, no los soportaba. Lo cual iba en contra de la norma de McDonald’s que dice que los empleados siempre deben llevar el calzado apropiado, esto es, tanto zapatos como calcetines. Chris solía quejarse de esta norma y, tan pronto como terminaba su turno, ¡zas!, se los quitaba. Era lo primero que hacía al terminar, quitárselos. En serio. Era como una declaración de principios. Supongo que quería dejar muy claro que no era el esclavo de nadie. Sin embargo, era un buen chico, muy trabajador, con el que siempre se podía contar.»

Lori Zarza, la ayudante del encargado, se formó una opinión un poco distinta de McCandless. «Con franqueza, me sorprendió que lo contrataran. Se limitaba a cumplir con su trabajo. Estaba en la cocina, en la parte de atrás, y era muy lento, incluso durante la hora punta del almuerzo. Daba igual que le metieras prisa. Tenías una cola de diez clientes en la caja y era incapaz de comprender por qué estabas encima de él. No lo captaba. Era como si estuviera perdido en su propio mundo.

»Sin embargo, era responsable. Nunca faltaba y siempre llegaba puntual, así que no se atrevían a despedirlo. Además, sólo le pagaban a 4,25 la hora. Con el montón de casinos que tenemos al otro lado del río que pagan de entrada a 6,25 la hora es difícil tener personal detrás del mostrador.

»No creo que saliera por ahí con algún compañero después del trabajo. Cuando hablaba, su tema de conversación eran los árboles, la naturaleza y cosas parecidas. Todos pensábamos que le faltaba un tornillo.

»Probablemente se largó por mi culpa —admite Zarza—. Cuando empezó a trabajar, vivía en la calle y olía que apestaba. En McDonald’s no está permitido entrar a trabajar sin un mínimo de higiene. Al final me encargaron que le dijera que se lavara más a menudo. Nuestras relaciones fueron de mal en peor desde el momento en que se lo dije. Y entonces los demás empleados empezaron a preguntarle si necesitaba algo, un poco de jabón, cosas así. Lo hacían sin mala intención, para ser amables, pero me di cuenta de que eso lo sacaba de quicio, aunque nunca lo demostraba. Al cabo de tres semanas, se marchó y no volvió.»

McCandless intentó disimular su condición de trotamundos que sobrevivía con lo que llevaba en la mochila. Contó a sus compañeros de trabajo que había encontrado alojamiento al otro lado del río, en Laughlin. Cuando éstos se ofrecían a acompañarlo a casa al finalizar la jornada laboral, ponía alguna excusa y rehusaba cortésmente el ofrecimiento. De hecho, durante las primeras semanas que estuvo en Bullhead acampó en el desierto, en las afueras de la ciudad, y más tarde ocupó una caravana fija que estaba deshabitada. En una carta a Jan Burres, le explicó cómo había conseguido alojarse allí:

Una mañana estaba afeitándome en un lavabo y entró un anciano. Me observó durante un rato y luego me preguntó si «dormía por ahí». Respondí que sí y resultó que tenía una vieja caravana en la que podía instalarme sin pagar nada. El único problema es que la caravana no es suya. En realidad, los propietarios ausentes sólo le dejan vivir en su parcela, y está alojado en otra pequeña caravana. Así que debo ser muy discreto y no dejar que me vean, porque se supone que aquí no vive nadie. Con todo, el arreglo está bastante bien, porque el interior de la caravana es bonito; es una caravana fija, amueblada, con algunos enchufes que funcionan, y muy espaciosa. El único inconveniente es el anciano, que se llama Charlie y se comporta como un lunático. A veces es muy difícil llevarse bien con él.

Charlie todavía vive en la misma parcela, en un diminuto remolque en forma de lágrima. La plancha ondulada está salpicada de orín por todas partes. El remolque no tiene agua ni electricidad y está colocado detrás de la caravana fija de color azul y blanco donde durmió McCandless, de un tamaño mucho mayor. Hacia el oeste se divisan unos cerros erosionados que se alzan con severidad por encima de los techos de las casas rodantes adyacentes. Un Ford Torino azul cielo descansa sobre ladrillos en un rincón del descuidado descampado; del compartimiento del motor salen unos hierbajos. Un seto de laurel cercano desprende el característico olor a amoníaco de la orina humana.

«¿Chris? ¿Chris? —grita Charlie mientras se esfuerza en activar algún poroso banco de datos de su memoria—. ¡Ah, sí! Sí, sí. Ya me acuerdo.»

Charlie es un hombre frágil y nervioso, de ojos legañosos, que lleva una barba blanca de tres días. Viste sudadera y pantalones de trabajo color caqui. De sus vagos recuerdos se deduce que McCandless se quedó en la caravana un mes.

«Un buen chico, sí, muy buen chico —explica Charlie—. Aunque la gente no le gustaba demasiado. Tenía constantes cambios de humor. Sus intenciones eran buenas, pero creo que estaba cargado de complejos, ¿sabe lo que quiero decir? Le gustaba leer los libros de ese tipo que estuvo en Alaska, Jack London. No era muy hablador. Se ponía irritable, no quería que lo molestaran. Parecía uno de esos chavales que están buscando alguna cosa, algo, sin saber qué es. Hubo un tiempo en que también fui así, como él, pero luego me di cuenta de lo que me faltaba. ¿Sabe qué era? ¡Dinero!, ¡ja, ja, ja!

»¿Qué le decía? ¡Ah, sí, Alaska! Sí, siempre hablaba de irse a Alaska. Quizás esperaba encontrar allí lo que estaba buscando, fuera lo que fuera. De todas maneras, parecía un buen chico. A veces tenía un montón de complejos, una pena. Creo recordar que se marchó por Navidad. Me dio cincuenta dólares y un paquete de cigarrillos por haberle dejado vivir aquí. Un bonito gesto por su parte, ¿no?»

A finales de noviembre, McCandless envió una postal al apartado de correos que Jan Burres tenía en Niland, una pequeña ciudad cercana al Mar de Salton, en el sur de California.

«La postal que recibimos en Niland fue la primera en mucho tiempo que llevaba una dirección en el remite —recuerda Burres—. Así que le escribí de inmediato para decirle que lo visitaríamos el fin de semana siguiente, ya que Bullhead no quedaba muy lejos de donde estábamos.»

Al recibir una carta de Jan, McCandless se emocionó. En una carta fechada el 9 de diciembre de 1991 decía:

¡Me alegro tanto de que estéis sanos y salvos! Muchas gracias por la felicitación de Navidad. Es bonito que alguien se acuerde de ti en esta época del año […]. Estoy muy entusiasmado con la idea de que vendréis a verme. Podéis venir siempre que queráis. Es increíble pensar que volveremos a encontrarnos después de un año y medio.

La misiva terminaba con el dibujo de un mapa con instrucciones detalladas para llegar al punto de Bullhead donde estaba emplazada la caravana, la calle Baseline.

Sin embargo, cuatro días después de recibir la carta, mientras Jan y Bob se preparaban para el viaje, sucedió algo inesperado. Por la tarde Jan regresó al lugar donde acampaban y se encontró con «una gran mochila apoyada en nuestra caravana». «Reconocí que era la mochila de Alex. Lo curioso es que nuestra perrita, Sunni, ya había olfateado su presencia antes de que yo viera la mochila. Alex le había caído muy bien, pero me sorprendió que la perrita todavía se acordara de él. Cuando lo encontró, se volvió loca de alegría.» McCandless le contó que se había cansado de la vida que llevaba en Bullhead, de fichar cada día, de los «figurines de plástico» con quienes trabajaba, y había decidido cambiar de aires.

Jan y Bob vivían a cinco kilómetros de Niland, en un sitio que los lugareños conocen como los Bloques, una base aérea de la marina, abandonada y derribada hace muchos años, en la que sólo quedan los vacíos cimientos de hormigón de los antiguos edificios y hangares, desperdigados a lo largo y ancho del desierto. En noviembre, mientras el frío invernal barre el resto del país, unos 5.000 trotamundos, vagabundos y gentes sin domicilio fijo se congregan en este escenario surrealista para beneficiarse de un clima más benigno. Los Bloques funciona como la capital estacional de una abigarrada sociedad nómada, de una tolerante cultura del asfalto compuesta de jubilados, desarraigados, indigentes y desempleados permanentes. Sus miembros son hombres, mujeres y niños de todas las edades, personas que eluden las entidades financieras, la justicia o Hacienda, que huyen de una relación fracasada, los inviernos de Ohio o la pesada monotonía de la clase media.

Cuando McCandless llegó a los Bloques, un enorme y animado mercadillo se extendía por el desierto. Burres había montado varias mesas plegables donde exponía sus artículos, en su mayor parte de segunda mano. McCandless se brindó a supervisar sus existencias de libros usados.

«Me ayudó muchísimo —afirma Burres—. Vigilaba el tenderete cuando me iba. Clasificó todos los libros y se hartó de vender. Parecía pasárselo en grande. Alex era un entusiasta de los clásicos: Dickens, H. G. Wells, Mark Twain, Jack London… Su preferido era London. Intentaba convencer a todo el que pasaba de que debía leer
La llamada de la selva

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