Read Hacia rutas salvajes Online

Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (8 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Desde niño, McCandless se había sentido hechizado por la literatura de London. La ardiente condena de la sociedad capitalista, la glorificación de los instintos primitivos, la vindicación de la plebe, todo ello era un espejo de sus propias pasiones. Fascinado por el grandilocuente retrato que London hizo de la vida de Alaska y el territorio del Yukon, McCandless releía una y otra vez novelas como
La llamada de la selva
y
Colmillo blanco
o cuentos como «El fuego de la hoguera», «Una odisea nórdica» y «El ingenio de Porportuk». Estaba tan cautivado por estos relatos que pareció olvidar que eran invenciones, construcciones imaginarias que tenían más que ver con la sensibilidad romántica de London que con la realidad de los grandes espacios salvajes subárticos. Tal vez por razones de conveniencia, pasó por alto el hecho de que el propio London había pasado un único invierno en el Norte y llevaba una vida que guardaba una escasa semejanza con los ideales que propugnaba, hasta el punto de convertirse en un alcohólico obeso y fatuo y suicidarse a los 40 años en su finca de California.

Entre los acampados en los Bloques se contaba una adolescente de 17 años, Tracy, quien se enamoró desesperadamente de Chris durante las casi dos semanas que duró la visita de éste. «Era bonita, muy dulce —explica Burres—. Era la hija de una pareja que había aparcado su caravana un poco más allá de la nuestra. La pobre Tracy se derretía por él. Durante el tiempo que Alex estuvo en Niland, andaba todo el día persiguiéndolo con ojos soñadores y me daba la lata para que lo convenciera de que fueran a pasear juntos. Alex se mostraba amable con ella, pero pensaba que era demasiado joven. Era incapaz de tomársela en serio. A ella le dolió en el alma que Alex se marchara.»

Burres precisa que McCandless no era un solitario por más que rechazara los intentos de seducción de Tracy: «Se lo pasaba muy bien con la gente, disfrutaba. En el mercadillo hablaba como un descosido con cualquiera que se le acercara. Debió de conocer a setenta u ochenta personas, y siempre fue amable con todas y cada una de ellas. De vez en cuando necesitaba estar solo, pero no era un ermitaño. Al contrario, hacía mucha vida social, se relacionaba con todo el mundo. En ocasiones pienso que hacía acopio de compañía para los momentos en que sabía que no tendría a nadie.»

McCandless trataba a Jan Burres con especial afecto; hacía payasadas y flirteaba con ella a la menor ocasión. «Le gustaba tomarme el pelo y martirizarme. Cuando salía a tender la ropa en el tendedero que teníamos detrás de la caravana, me enganchaba pinzas de la ropa por todo el cuerpo. Era travieso como un niño pequeño. Yo tenía unos cachorros y él los ponía en el fondo de la cesta de la ropa sucia para contemplar cómo daban brincos y ladraban. No paraba hasta que me hacía perder la paciencia y le gritaba que se estuviera quieto. La verdad es que sabía cómo tratar a los perros. Lo seguían a todas partes y siempre querían dormir a su lado. Tenía muy buena mano con los animales.»

Una tarde en la que McCandless estaba atendiendo la mesa de libros usados, alguien dejó en depósito un órgano eléctrico portátil para que Burres se ocupara de venderlo. «Alex se puso al teclado y se pasó el resto del día entreteniendo a todo el mundo con sus canciones. Tenía una voz increíble. La gente se apiñaba alrededor de él para escucharlo. No supe que tenía aptitudes para la música hasta ese momento.»

McCandless comentaba con frecuencia a los moradores de los Bloques que estaba planeando viajar a Alaska. Hacía gimnasia por las mañanas con el propósito de entrenarse para los rigores de la vida en el monte, y mantenía conversaciones interminables sobre técnicas de supervivencia con Bob, otro sedicente experto en el tema.

«Cuando nos contó lo que iba a ser su “gran odisea en Alaska”, como él la llamaba, pensé que había perdido el juicio —explica Burres—, pero estaba muy entusiasmado. No hacía otra cosa que hablar del viaje; era más fuerte que él.»

Pese a que Burres lo pinchaba, McCandless no reveló prácticamente nada sobre su familia. «Solía hacerle preguntas, pero nunca contestaba. “¿Ya les has dicho a los tuyos lo que pretendes hacer? ¿Ya sabe tu madre que vas a Alaska? ¿Y tu padre?” Ponía cara de fastidio, se enfadaba, me decía que no intentara hacerle de madre. Al final Bob intervenía para decirme que lo dejara en paz, que ya era un hombre, pero yo seguía insistiendo hasta que Alex cambiaba de tema. Lo hacía por lo que me ha ocurrido con mi propio hijo. Está por ahí, en algún lado, y me gustaría que alguien se ocupara de él como yo intenté ocuparme de Alex.»

El domingo anterior a su partida de Niland, McCandless estuvo en la caravana mirando un partido de fútbol americano por la televisión. Jan Burres notó que animaba con mucho entusiasmo al equipo de los Washington Redskins. «Le pregunté si era de Washington D.C. o los alrededores, y respondió que sí, que era de por allí. Fue el único comentario concreto que hizo en todo el tiempo que estuvimos juntos.»

El miércoles siguiente McCandless anunció que había llegado el momento de seguir adelante con su viaje. Dijo que necesitaba ir a Salton City porque le había pedido al gerente del McDonald’s de Bullhead que le mandará el último cheque a la estafeta de correos de la ciudad. Aceptó el ofrecimiento de que lo llevaran en coche hasta allí, pero «se ofendió muchísimo» cuando Burres intentó darle un poco de dinero por la ayuda que le había prestado en el tenderete. «Le dije que tener dinero era imprescindible para andar por el mundo. Al final conseguí que se quedara con algunas navajas suizas y unos cuantos cuchillos de monte, pero sólo porque lo convencí de que le serían muy útiles en Alaska, que quizá consiguiera venderlas o cambiarlas por alguna cosa que necesitase por el camino.»

Después de una larga discusión, Burres consiguió también que McCandless aceptara algunas piezas de ropa interior y de abrigo que ella consideraba imprescindibles para el duro clima del norte.

«Se las quedó para hacerme callar —dice Burres con una sonrisa—. Al día siguiente, cuando ya se había ido, las encontré casi todas en la caravana. Las había sacado de la mochila en algún momento en que no lo mirábamos y las había escondido debajo del asiento. Era un chico fantástico, pero a veces me sacaba de mis casillas.»

Aunque estaba preocupada por McCandless, dio por sentado que regresaría sano y salvo. «Pensé que no le pasaría nada. Era listo y se las había ingeniado para ir remando en canoa hasta México, subirse a trenes de mercancías en marcha o conseguir que le dieran una cama en albergues para pobres. Siempre se las había arreglado solo y estaba convencida de que también lo haría en Alaska.»

6
EL DESIERTO DE ANZA-BORREGO

Ningún hombre se guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero son la más elevada de las realidades […]. La auténtica cosecha de la vida cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o la noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de un arco iris.

HENRY DAVID THOREAU,

Walden o la vida en los bosques

[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.]

El 4 de enero de 1993 recibí una carta poco corriente, escrita a mano con una letra temblorosa y anacrónica que parecía indicar que su autor era una persona de edad avanzada. «A quien pueda interesar», rezaba el encabezamiento.

Me gustaría que me enviasen un ejemplar de la revista en que aparece la historia del joven [Alex McCandless] que murió en Alaska. Desearía ponerme en comunicación con la persona que investigó el incidente. En marzo de 1992 lo llevé en coche desde Saltón City, California, hasta Grand Junction, Colorado. Dejé a Alex allí para que hiciera autostop hacia Dakota del Sur. Me dijo que seguiríamos en contacto. Lo último que supe de él fue una carta que recibí la primera semana de abril de 1992. Registramos numerosas imágenes de nuestro viaje, yo con mi cámara de vídeo y él con su cámara fotográfica.

Si le queda algún ejemplar de ese número, le ruego que me lo envíe contra reembolso.

Entiendo que sufrió un accidente. En tal caso, me gustaría saber cómo ocurrió, ya que siempre llevaba una abundante provisión de arroz en la mochila, dinero más que suficiente y ropa de abrigo para temperaturas polares.

Atentamente,

RONALD A. FRANZ

P.S. Le ruego que no divulgue estos hechos a nadie hasta que yo averigüe más acerca de su muerte, ya que el chico no era el típico caminante que recorre el país. Por favor, créame.

Lo que pedía Franz era el número de enero de 1993 de la revista
Outside
, cuyo tema de portada era la muerte de Chris McCandless. La carta iba dirigida a la redacción de
Outside
en Chicago; puesto que yo había escrito el reportaje, me la remitieron.

En el transcurso de su hégira, McCandless causó una impresión indeleble en muchas personas, la mayoría de las cuales sólo pasó unos días con él, una semana o dos como máximo. Sin embargo, ninguna de ellas se sintió más profundamente afectada por su breve contacto con el muchacho que Ronald Franz, un anciano que tenía 80 años cuando conoció a McCandless en enero de 1992.

Tras despedirse de Jan Burres en la estafeta de correos de Salton City, McCandless hizo autostop en dirección al desierto y acampó en un matorral de larreas, justo en los límites del Parque Estatal del desierto de Anza-Borrego. Hacia el este se encuentra el Mar de Salton, un plácido océano en miniatura cuyas aguas se hallan a 60 metros por debajo del nivel del mar. El Mar de Salton se formó en 1905 a raíz de un monumental error de cálculo en una obra de ingeniería. Poco después de excavarse un canal desde el río Colorado para irrigar las ricas tierras de cultivo del valle Imperial, el río se desbordó a consecuencia de una serie de grandes inundaciones y cambió de curso. La impetuosa corriente se abrió paso a través de un nuevo cauce y empezó a fluir por el canal del valle Imperial sin que fuera posible controlarla; durante más de dos años el canal desvió la casi totalidad del enorme caudal del Colorado hacia la depresión de Salton. El agua anegó lo que antes había sido la seca planicie de la depresión, terminó por cubrir granjas y poblados, y sumergió más de 1.000 kilómetros cuadrados de desierto hasta crear un enorme lago sin salida al mar.

La ribera occidental del Mar de Salton está situada a 80 kilómetros de las limusinas, los exclusivos clubs de tenis y el exuberante verdor de los campos de golf de Palm Springs, y en otro tiempo fue el escenario de una intensa especulación inmobiliaria. Se proyectaron lujosos centros turísticos y se parcelaron extensas áreas. Sin embargo, la mayor parte del prometido desarrollo urbanístico nunca llegó a realizarse. En la actualidad, casi todos los solares están vacíos y el desierto va reconquistándolos poco a poco. Las plantas rodadoras corren libremente por las anchas y desoladas avenidas de la ciudad; la pintura de los edificios deshabitados va descascarillándose, mientras en las aceras se alinean carteles de «En venta» descoloridos por el sol. En el escaparate de la promotora inmobiliaria de la ciudad, la Salton Sea Realty and Development Company, se lee un aviso en inglés y español que reza: «Cerrado.» El silencio espectral sólo es interrumpido por el ulular del viento.

En dirección opuesta al Mar de Salton, el terreno se eleva primero con suavidad y luego se vuelve cada vez más abrupto hasta transformarse en las áridas y fantasmales mesetas del desierto de Anza-Borrego. La parte inferior de este desnivel entre la accidentada orografía del desierto y el lago es un espacio abierto con lomas poco pronunciadas y cortado por profundas torrenteras, una clase de formación geológica propia de los desiertos del suroeste de Estados Unidos y del norte de México que recibe el nombre de «bajada». McCandless dormía en ese sitio, en una loma agostada por el sol y salpicada de opuntias, daleas y tallos de ocotillo que llegaban a los tres metros y medio de altura, acostado en la arena y apenas protegido por una lona colgada de la rama de una larrea.

Cuando necesitaba provisiones, recorría a pie o haciendo autostop los seis kilómetros que lo separaban del núcleo habitado más cercano, donde compraba arroz y volvía a llenar de agua su garrafa de plástico. McCandless se abastecía en lo que es a la vez supermercado, tienda de licores y estafeta de correos, una construcción con un enlucido beige que sirve de punto de reunión de la periferia de Salton City. Un jueves, a mediados de enero, hizo autostop después de llenar su garrafa, y quien se detuvo en el arcén fue un anciano llamado Ron Franz.

—¿Dónde estás acampado? —le preguntó Franz.

—Un poco más allá de las fuentes termales de Oh-Dios-mío —respondió McCandless.

—Vivo aquí desde hace más de seis años y nunca había oído hablar de ese sitio. Tendrás que indicarme el camino.

Circularon unos pocos minutos por la autovía que va de Borrego a Salton City bordeando el lago; luego McCandless le pidió que girara a la izquierda y se internara en el desierto siguiendo unas rodadas de todoterreno que serpenteaban a través de una angosta torrentera. Después de recorrer unos dos kilómetros, llegaron a un extraño campamento en el que se habían agrupado unas 200 personas para pasar el invierno al aire libre. Era una comunidad excluida de la civilización, una visión anticipada de Estados Unidos tras el apocalipsis. En él se entremezclaban familias enteras que ocupaban sucias tiendas de campaña, envejecidos hippies que se cobijaban en furgonetas psicodélicas, individuos de aspecto parecido a Charles Manson que dormían en herrumbrosos Studebakers que no pisaban la carretera desde los tiempos de la presidencia de Eisenhower. Una parte significativa de los habitantes del lugar se paseaba en cueros. El agua que manaba de un pozo geotérmico había sido canalizada hasta un par de charcas poco profundas y humeantes, que recibían la sombra de unas palmeras y estaban rodeadas por sendos círculos de piedras: las fuentes termales de Oh-Dios-mío.

BOOK: Hacia rutas salvajes
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Soldier's Valentine by Lane, Lizzie
Multireal by David Louis Edelman
After Midnight by Nielsen, Helen
Bewitching the Werewolf by Caroline Hanson
Children of the Earth by Anna Schumacher
Into His Keeping by Faulkner, Gail
Eve in Hollywood by Amor Towles
Echoes of the Great Song by David Gemmell