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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (10 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Oigo al viento silbar por el desierto y veo las lunas de una noche de invierno elevarse como grandes naves en el vacío. A ellas ofrezco mi juramento: Seré valeroso y haré del gobierno un arte: equilibraré mi pasado heredado y me convertiré en un perfecto depositario de las reliquias de mis memorias. Y seré conocido más por mi gentileza que por mis conocimientos. Mi efigie resplandecerá a lo largo de los corredores del tiempo hasta tanto existan los seres humanos.

Juramento de Leto
, según H
ARQ AL
-A
DA

Cuando era aún muy joven, Alia Atreides había practicado durante horas y más horas el trance
prana-bindu
, intentando fortalecer su propia personalidad contra el asalto de
todas las demás
. Sabía cuál era el problema… no se podía escapar de la melange en la caverna de un sietch. Lo infestaba todo: alimentos, agua, aire, incluso las telas con las que enjugaba lágrimas por la noche. Muy pronto se había unido a las costumbres de la orgía del sietch, donde la tribu bebía el agua de muerte de un gusano. En la orgía, los Fremen liberaban las presiones acumuladas de todas sus memorias genéticas, y renegaban de esas memorias. Había visto a sus compañeros ser poseídos temporalmente en la orgía.

Para ella no existía tal liberación, no podía renegar. Estaba poseída constantemente por una consciencia total desde mucho antes de su nacimiento. En sus circunstancias, esta consciencia había sido cataclísmica: encerrada en el útero, sumergida en un intenso e ineludible contacto con las personalidades de todos sus antepasados y todas aquellas otras identidades ya muertas transmitidas por el
tau
de la especie a Dama Jessica. Antes de su nacimiento, Alia había poseído cada átomo de conocimiento requerido a una Reverenda Madre Bene Gesserit… más, mucho más que a
todas las demás
.

En aquel conocimiento yacía la aceptación de una terrible realidad… la Abominación. La totalidad de tal conocimiento la había abrumado. Pero la nonata no pudo escapar. Luchó contra el más terrible de sus antepasados, consiguiendo durante un tiempo una victoria pírrica a lo largo de su infancia. Logró una personalidad propia, pero sin inmunidad contra las intrusiones casuales de todos aquellos que vivían sus vidas reflejadas a través de ella.

Así seré yo también, algún día
, pensó. Aquel pensamiento le daba escalofríos: luchar constantemente contra aquello que se agitaba en su interior como un hijo pretendiendo salir de su seno, entrometiéndose, aferrándose a su consciencia para añadirle nuevos quantums de experiencia.

El miedo la rondó durante toda su infancia. Persistió en su pubertad. Lo combatió, sin pedir nunca ayuda a nadie. ¿Quién podría comprender la clase de ayuda que necesitaba? No su madre, que nunca consiguió apartar de si el espectro del juicio Bene Gesserit: la prenata era una Abominación.

Luego había llegado aquella noche cuando su hermano había caminado solo hacia el desierto en busca de la muerte, ofreciéndose a Shai-Hulud como se suponía que debía hacer todo Fremen ciego. Un mes más tarde, Alia se había casado con el maestro de armas de Paul, Duncan Idaho, un mentat devuelto de la muerte por las artes de los tleilaxu. Su madre se había refugiado en Caladan. Los gemelos de Paul quedaban bajo la custodia legal de Alia.

Y ella controlaba la Regencia.

Las presiones de la responsabilidad habían arrastrado consigo los viejos temores, y muy pronto se había abierto a sus vidas internas, solicitando su consejo, sumergiéndose en el trance de la especia en busca de visiones que la guiaran.

La crisis llegó un día aparentemente como cualquier otro, en el primaveral mes de Laab, una clara mañana en la Ciudadela de Muad’Dib, con las ráfagas de viento frío soplando desde el polo. Alia llevaba todavía el amarillo del duelo, el calor del sol estéril. Una y otra vez aquellas últimas semanas había intentado ignorar la voz interior de su madre que intentaba burlarse ostentosamente de la preparación de los próximos Días Santos que debían tener lugar en el Templo.

La consciencia interior de Jessica se había ido debilitando, debilitando… hasta desaparecer por completo tras la última espectral afirmación de que sería mejor que Alia se ocupara de hacer cumplir la ley de los Atreides. Nuevas vidas empezaron a clamar por su momento de consciencia. Alia sintió como si hubiera abierto un pozo sin fondo, del cual empezaron a surgir rostros como bandadas de langostas, a que finalmente consiguió enfocar uno que era como el de una bestia: el viejo Barón Harkonnen. Aterrada y ultrajada gritó contra todo aquel clamor interior, consiguiendo un temporal silencio.

Aquella mañana, Alia estaba dando su paseo antes del almuerzo por los jardines del techo de la Ciudadela. En una nueva tentativa de vencer en su batalla interior, intentó concentrar toda su consciencia en la admonición Choda de los Zensunni:

—¡Si sueltas la escalera, puedes caer hacia arriba!

Pero la luminosidad de la mañana destellando entre los riscos de la Muralla Escudo la distrajeron. Planteles de elástica velluda hierba cubrían los senderos del jardín. Cuando apartó su mirada de la Muralla Escudo vio rocío en la hierba, toda la humedad capturada allí durante la noche. Se vio a sí misma reflejada por una multitud de gotitas.

Aquella multiplicidad la aturdió. Cada reflejo llevaba la huella de un rostro de la multitud que anidaba en ella.

Intentó centrar su mente en lo que aquella hierba implicaba. La presencia de aquel abundante rocío hablaba de a lo que había llegado la transformación ecológica en Arrakis. El clima de aquellas latitudes norteñas se estaba haciendo más cálido; el anhídrido carbónico atmosférico se iba incrementando. Se recordó a sí misma cuantas nuevas hectáreas se hallarían cubiertas de plantas verdes el próximo año… y que se requerían mil doscientos metros cúbicos de agua para regar tan sólo una hectárea.

Pese a todas sus tentativas de enfrascarse en pensamientos mundanos, no consiguió apartar de sí todos los otros pensamientos que giraban como escualos en su interior.

Puso sus manos sobre su frente y apretó con fuerza.

Sus guardias del templo le habían traído un prisionero para ser juzgado al atardecer del día anterior: un tal Essas Paymon, un hombre pequeño de tez oscura que estaba ostensiblemente al servicio de una casa menor, la de los Nebiros, que trataba en artefactos sagrados y pequeñas manufacturas para decoración. En la actualidad se sabía que Paymon era un espía de la CHOAM cuya tarea era valorar la cosecha anual de especia. Alia estaba a punto de enviarlo a los calabozos cuando el hombre empezó a protestar fuertemente de «la injusticia de los Atreides». Esto podía haberle costado una sentencia inmediata de muerte en el trípode horca, pero Alia se sintió sorprendida por su audacia. Habló severamente desde el Trono de la Justicia, intentando asustarlo hasta tal punto que revelara más de lo que había dicho a sus inquisidores.

—¿Por qué tiene tanto interés nuestra cosecha de especia para la Combine Honnete? —preguntó—. Dínoslo, y quizá te perdonemos la vida.

—Yo me limito a recoger información para aquel que me paga —dijo Paymon—. No sé nada de lo que se hace con mis informaciones.

—¿Y por ese miserable beneficio interfieres en nuestros reales planes? —preguntó Alia.

—La realeza nunca considera el hecho de que los demás también pueden tener sus propios planes —rebatió él.

Alia, cautivada por su desesperada audacia, dijo:

—Essas Paymont, ¿quieres trabajar para mí?

El oscuro rostro del hombre palideció ante aquellas palabras.

—Estabais dispuesta a aniquilarme sin un parpadeo —dijo—. ¿Cuál es mi nuevo valor para que de repente queráis negociar conmigo?

—Un valor simple y práctico —dijo Alia—. Eres audaz, y estas dispuesto a venderte al mejor postor. Puedo ofrecer más que cualquier otro en el Imperio.

El hombre se apresuró a citar una suma enorme a cambio de sus servicios, pero Alia se echó a reír y respondió con una cifra que consideró mucho más razonable e indudablemente por encima de cualquier otra que hubiera podido recibir antes. Y añadió:

—Y, por supuesto, te hago donación de tu vida, a la cual supongo le darás un valor muy superior a todo lo demás.

—¡Trato hecho! —gritó Paymon y a una señal de Alia, fue conducido a su sacerdote Maestro de Audiencias, Ziarenko Javid.

Apenas una hora más tarde, cuando Alia se preparaba para abandonar la Sala de Juicios, Javid llegó corriendo a informarle que Paymon había sido sorprendido murmurando una frase de la Biblia Católica Naranja:
«Maleficos non patieris vivere».

—No permitas a una bruja que viva —tradujo Alia. ¡Así que esa era su gratitud! ¡El hombre era uno de los que complotaban contra su vida! En su acceso de rabia como nunca antes había experimentado, ordenó la ejecución inmediata de Paymon, entregando su cuerpo al destilador de muertos del Templo, donde al menos su agua tendría algún valor en las arcas de los sacerdotes.

Y a lo largo de toda la noche el oscuro rostro de Paymon la persiguió.

Intentó todos sus trucos contra aquella obsesiva imagen acusadora, recitando el
Bu Ji
del Libro Fremen de Kreos: «¡No ocurre nada! ¡No ocurre nada!». Pero Paymon la sometió a una terrible noche de pesadillas, y cuando despuntó el nuevo día Alia descubrió que el rostro de él se había unido al suyo en los reflejos de las miradas de gotas de rocío.

Una guardiana la llamó para el desayuno desde la puerta de la terraza, tras un bajo macizo de mimosas. Alia suspiró. Se dio cuenta de que no tenía más elección que entre dos infiernos: el tumulto dentro de su mente o el tumulto de sus sirvientes… todos ellos gritando con voces inútiles pero persistentes en sus demandas, ruidos de engranajes que hubiera deseado reducir al silencio con la punta de su cuchillo.

Ignorando a la guardiana, Alia se detuvo en la terraza ajardinada contemplando la Muralla Escudo. Un
bahada
había dejado un amplio estrato de aluvión, como un rastro de detritus que se destacaba delante mismo de la terraza. El delta arenoso se veía claramente delimitado ante sus ojos por los rayos del sol matutino. Se dio cuenta de que un ojo no iniciado podría ver aquel estrato de aluvión como una evidencia del antiguo curso de un río, pero no era más que el lugar donde su hermano había hendido la Muralla Escudo con las atómicas de la Familia Atreides, abriendo un paso desde el desierto a los gusanos de arena que habían arrastrado a sus tropas Fremen a una aplastante victoria contra su predecesor Imperial, Shaddam IV. Ahora, un amplio qanat lleno de agua discurría por el extremo más alejado de la mole rocosa, evitando las intrusiones de los gusanos de arena. Los gusanos de arena no podían atravesar el agua: era venenosa para ellos.

Ojalá pudiera disponer de una tal barrera para mi mente
, pensó.

Aquel pensamiento agudizó su vertiginosa sensación de hallarse separada de la realidad.

¡Gusanos de arena! ¡Gusanos de arena!

Sus recuerdos le presentaron una gran colección de imágenes de gusanos de arena: el poderoso Shai-Hulud, el demiurgo de los Fremen, la mortífera bestia del desierto profundo cuyos desechos incluían la inapreciable especia. Qué extraño era el gusano de arena, pensó, desarrollándose a partir de las aplanadas y coriáceas truchas de arena. Que era a su vez como la germinante multitud que bullía dentro de su consciencia. Las truchas de arena, apretadas lado contra lado en el lecho rocoso del planeta, formaban cisternas vivientes; así retenían el agua en las profundidades, permitiendo a su vector gusano de arena sobrevivir. Alia podía sentir la analogía: algunos de
aquellos otros
dentro de su mente cerraban el paso a peligrosas fuerzas que hubieran podido destruirla.

La guardiana llamó de nuevo para el desayuno, con una aparente nota de impaciencia.

Alia se giró rabiosa e hizo un imperioso gesto de despido.

La guardiana obedeció, pero la puerta de la terraza chasqueó tras ella.

Al sonido de la puerta, Alia se dio cuenta repentinamente la existencia real de todo aquello que había intentado negar. Las otras vidas dentro de ella se hincharon como una horrible marea. Cada una de aquellas exigentes vidas presionaba su rostro contra sus centros de visión… una nube de rostros. Algunos presentaban una piel corroída por la sarna, otros eran callosos y llenos de oscuras sombras; había bocas parecidas a húmedas losanges. La presión de aquel vórtice la arrastró, intentando llevársela, intentando ganarla y sumergirla en sus profundidades.

—No —susurró—. No… no… no…

Se hubiera derrumbado al suelo si un banco situado a un lado no hubiera acogido su desfalleciente cuerpo. Intentó sentarse, no lo consiguió, y se dejó resbalar en el frío plastiacero, susurrando aún su negativa.

La marea continuó ascendiendo en su interior.

Tanteó sus sentidos interiores, conscientes del riesgo, pero atenta a la menor exclamación de aquellas vigilantes voces clamaban dentro de ella. Había una auténtica cacofonía exigiendo su atención.
«¡Yo! ¡Yo! ¡No, yo!».
Y sabía que si les dedicaba su atención, aunque fuera tan sólo a una, estaba ida. Contemplar un solo rostro entre aquella multitud y escuchar la voz de aquel rostro significaría verse atrapada por aquella egocéntrica entidad que compartiría su existencia.

—La presciencia es lo que crea esto en ti —susurró una voz.

Alia se llevó las manos a los oídos, pensando:
¡Yo no soy presciente! ¡El trance no funciona conmigo!

Pero la voz persistió:

—Podría funcionar, si recibieras un poco de ayuda.

—No… no —murmuró.

Otras voces se agitaron en torno a su mente:

—¡Yo, Agamenón, tu antepasado, solicito audiencia!

—No… no —apretó sus manos contra sus oídos hasta que sus sienes gritaron de dolor.

Un loco cloquear en su cabeza preguntó:

—¿Qué fue lo que le ocurrió a Ovidio? Elemental. Esta aquí junto con John Bartlett!

Los nombres no significaban nada para ella, en aquella situación extrema. Hubiera deseado gritar contra ellos y contra todas las demás voces, pero ningún sonido escapaba de su boca.

Su guardiana, enviada de nuevo a la terraza por los sirvientes más antiguos, apareció una vez más en la puerta tras la mimosa, vio a Alia en el banco y le dijo a una compañera:

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