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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (11 page)

BOOK: Historias desaforadas
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—Lo que siempre pasa.

—Yo le conté mi historia y él me contó la suya.

—¿El médico le contó su historia?

—La historia de su vida. Bastante dolorosa, le aseguro. ¿Quiere oírla?

Dije que sí. En las circunstancias, no iba a desperdiciar nada que pudiera distraerme. Contó:

El médico y su mujer, Dorotea Lartigue, tuvieron una hija llamada Dorotea. Se querían, durante años fueron felices, pero llevado por su vocación, el médico se dejó acaparar por el trabajo, que era excesivo, y solía volver a su casa con los nervios alterados. Se disgustaron. A fuerza de conversaciones francas, llegaron a la ruptura y a la separación. Después de un tiempo, la mujer partió a Francia, con la hija, a visitar a unos parientes.

—¿Él no se opuso?

—No tenía por qué. Nunca dejó de quererla. La respetaba, la consideraba una persona de criterio.

Retomó el relato: el doctor Herrera se entregó al trabajo, porque era su pasión y también, lo confesó, porque así ocupaba la mente. A medida que pasaban los años, la ausencia de la mujer se le volvía más dolorosa. Se dijo que por mucho que la hubiera querido, mientras fueron felices no entendió cuánto la necesitaba. Sin ella estaba solo. En el hospital donde trabajaba (si la memoria no me engaña, el Hospicio de las Mercedes) conoció a la delegada de una sociedad de beneficencia, una señorita joven, alta, rubia, pecosa, muy derecha, que le recordó a Dorotea. «En un rápido golpe de vista, podía confundirla», dijo el doctor. El parecido provenía menos de las facciones que de la manera de moverse y del color de la piel y del pelo. En cuanto vio a esa joven, se sintió atraído y empezó a quererla. Reprimía apenas las ganas de decirle que la quería porque le recordaba a su mujer. Quizás el afán de hablar de Dorotea lo llevó a razonar que si el parecido consistía en un cierto encanto, debía de provenir de afinidades que eliminaban el riesgo de un rechazo. Al oír el nombre, la delegada preguntó: «¿Dorotea qué?» «Lartigue», contestó, y le preguntó si nadie le había dicho que se parecían. «Yo no lo hubiera tolerado». Por la confusión en la que se hallaba, perdió algunas palabras, pero oyó claramente: «Una loca, el hazmerreír de los hombres». Dominándose como pudo, preguntó si la conocía personalmente. No, aunque vivieron en la misma casa, de la Avenida de Mayo, en el tercer piso ella, con su madre y su hermana, en el quinto Dorotea. (Herrera confirmó: a poco de separarse, Dorotea se mudó a un departamento en la Avenida de Mayo). La delegada explicó que el ascensor era negro de hierro forjado, con firuletes y rosetas. «Una jaula rococó.» «No es necesario que lo describa», dijo él. «Muy necesario. Mi hermano, una noche que volvió tarde, me contó que esa loca le pidió que le hiciera el amor antes de llegar al tercer piso. De no ser el ascensor una jaula transparente, el portero no ve nada». Con un resto de voz preguntó el pobre Herrera: «¿Qué vio?» «Con sus propios ojos, el cuadro vivo que representó la tipa. El gallego tenía labia y con dos o tres detalles bien elegidos pintó una escena que no olvidaré».

Como el hombre se había callado, dije:

—Qué desilusión para su médico.

—Más bien espanto y, en seguida, furia contra la delegada, por decir lo que dijo y también un impulso de proteger a Dorotea, su único amor.

—¿Y no sintió contra ella ningún resentimiento?

—Tal vez lo sintiera, pero cuando contó la historia no se acordó de mencionarlo. En todo caso, pasada la primera impresión, el doctor comprendió que el episodio dejaba ver la soledad en que nos encontramos después de separarnos de una persona querida. «Yo también estaba desesperado», me explicó. «Si no fuera así, no hubiera descubierto en esa delegada un parecido inexistente». Comprendió que Dorotea y él, por enojo, por amor propio, habían cometido un error imperdonable. Quiso correr a sus brazos y decirle que no podía vivir sin ella.

—¿Dónde estaba la mujer? —pregunté.

—Se había quedado en Francia. En una ciudad del sur. Pau, creo que se llama.

—¿Su amigo Herrera tomó el primer barco?

—Escribió para anunciar el viaje. No iba a aparecer de repente, como un loco, y decir: «Vengo a buscarte». Hacía tiempo que no recibía cartas de Dorotea. A ninguno de los dos le gustaba escribir, pero ella, de tanto en tanto, le mandaba unas líneas para informarlo sobre la salud y la marcha de los estudios de la hija.

—¿Y qué pasó?

—Finalmente recibió la carta. Con mano ansiosa abrió el sobre y sacó una hoja escrita a máquina, firmada
Dorotea
. Antes de leerla, dio una ligera recorrida a los renglones. Se detuvo en las palabras
Mamá estuvo enferma y murió el 17 de abril
. Se preguntó: «¿Cómo? La señora (así llamaba a la suegra) murió hace años». Leyó el último renglón:
Tu hija Dorotea
. Releyó la frase porque le costaba entender.
Mamá estuvo enferma y murió el 17 de abril
. En esas pocas palabras procuraba encontrar algo que no hubiera advertido, una explicación, tal vez mágica, todavía probable para él, de que la noticia no era la que tenía ante los ojos. De nuevo releyó la carta. Por algunas referencias y, más que nada, por el tono, comprendió que su hija se había sobrepuesto a la pena. Vivía, ahora, con una tía, Evangelina Bellocq, en Burdeos y acababa de obtener las más altas clasificaciones en exámenes de primer año de arquitectura.

El pobre Herrera estaba tan mal que reaccionó con despecho ante esas informaciones de triunfos universitarios. Postergó la respuesta, porque no tenía ánimo para ponerse a escribir, y el viaje a Francia, porque no quería presentarse ante su hija, hasta sentirse capaz de dominar la desesperación.

Ahora veía la soledad anterior como una trampa que le había tendido el amor propio y de la que hubiera salido con un poco de buena voluntad. Ahora sabía lo que era estar irremediablemente solo. A menos, pensó…

—A menos ¿qué?

—A menos que olvidara su resentimiento contra esa hija que lo había disgustado, tal vez por torpe, no por insensible. Algo de la madre encontraría en ella, por ser la hija y por vivir juntas. ¿Cuántos años? Muchos más de los que él vivió con Dorotea. De nuevo escribió, para anunciar su llegada, y partió sin esperar respuesta.

El viaje por mar le pareció interminable. Al final de la última noche, en la bahía de la Vizcaya, el barco pasó de pronto de los crujientes zarandeos a una navegación deslizada, de extraordinaria serenidad. Herrera se levantó y subió a cubierta. Era una mañana luminosa. Por un río de color verde claro, a través de campo tendido y verde, llegó a Burdeos. Siempre me describía todo esto como si volviera a verlo. Pensó que una llegada tan espléndida debía de ser de buen augurio.

La lenta navegación por el río, las maniobras junto al muelle, el desembarco, llevaron toda la mañana. Tomó un taxi para ir al hotel: el Pyrenée, si mal no recuerdo. Dejó el equipaje en el cuarto, bajó al restaurante, almorzó con apuro. Después preguntó al conserje si la calle donde vivía la señora Bellocq quedaba lejos. «A diez minutos», dijo el hombre. Eran las tres de la tarde. Ya salía, pero recapacitó: «Con este calor quizá duerman la siesta». Para no llegar intempestivamente, se demoró un rato por los alrededores del hotel y, sin advertirlo, se alejó. A eso de las cuatro se presentó en la casa de la señora Bellocq. La portera le dijo que todo el mundo había partido de vacaciones. «¿La señorita Herrera, también?» preguntó. «¿La señorita Herrera? No conozco», respondió la portera, y agregó que la señora Bellocq había partido con el señor y la señora Poyaré. Repetía, con un vaivén de la cabeza: «Todo el mundo a Pau, todo el mundo a Pau».

Volvió al hotel y preguntó al conserje dónde la gente estudiaba arquitectura en Burdeos. El hombre le dijo que en la Escuela de Bellas Artes. Preguntó si quedaba lejos. No, pero la encontraría cerrada. «Todo está cerrado», aseguró el conserje. «Es agosto, las vacaciones son largas, hay que cosechar la uva». Herrera dijo que por si acaso pasaría por la Escuela y preguntó cómo ir. «Como a la iglesia Sainte Croix». «¿Y cómo voy a la iglesia?».

La explicación fue clara y el trayecto largo. Por cierto la Escuela estaba cerrada. No había timbre. Llamó con un pesado eslabón de hierro. Un bedel, que por fin entreabrió, la puerta, dijo: «¿Una estudiante de nombre Herrera? No conozco. Y mire que no es fácil que a mí se me traspapele una mujer».

Esa tarde viajó en tren, a Pau. Cuando llegó al hotel le dijeron: «Ya hemos servido la cena, pero si baja a nuestro restaurante, veremos que no se muera de hambre». El restaurante, que estaba en la penumbra, tenía una sola mesa, muy larga (como el comedor de una casa en que vive una familia numerosa). Lo iluminaron parcialmente y le dijeron: «Buen provecho». Porque la comida le gustó, pero sobre todo porque estaba nervioso, comió demasiado.

A pesar del cansancio, durmió bastante mal. Tuvo sueños desagradables. En un sueño, los brillantes exámenes de la hija eran mentira; en otro, la buscaba por toda Europa y por el norte de África. En una casa de baños turcos, de mala fama, en la ciudad de Marruecos, estaba a punto de encontrarla, cuando despertó.

A las siete bajó al restaurante, a tomar el desayuno. Ya había gente alrededor de la mesa. Una suerte de Hércules, de traje impecable y ajustado, se levantó, le estrechó la mano. «Me llamo Casau», dijo. «Por el señor Casterá, el hotelero, supe que el señor es argentino. Yo voy todos los años a Buenos Aires y debo muchas atenciones a los argentinos. Me pongo a su disposición». Herrera le preguntó si iba a Buenos Aires por negocios. El Hércules contestó: «En cierto modo. Lucha grecorromana en el Casino. Con toda la troupe, Constant le Marin, el vasco Ochoa, etcétera. Y a usted ¿qué lo trae por acá?». «He venido a visitar a mi hija», dijo Herrera. «En Pau tuvimos una señora, que falleció, y una señorita, de su mismo nombre.» «Mi señora y mi hija». Casau explicó: «Ya no es la señorita Herrera. Es la señora Poyaré. Como usted sabrá, la boda fue en julio». Uno de los que desayunaban terció: «Poyaré, con un tal Lacoste, se metió en un negocio de tisanas. Lacoste las trae de las altas montañas (dijo
hautes montagnes
, aspirando la hache) y Poyaré las distribuye por las farmacias. No creo que se hagan ricos». Herrera dijo: «Voy a pasar por la Villa Xilá, de los Lartigue, a ver si están». «¿Para qué se va a costear?», preguntó Casau. «Yo averiguo por teléfono».

Muy pronto volvió y dijo: «Están en Salies de Bearn. Una ciudad pintoresca por el río y por los árboles, que vive de sus termas o, mejor dicho, de quienes creen en sus termas». Herrera preguntó: «¿Se puede ir en el día?» «No son las ocho», respondió el hotelero. «Si toma el tren que sale de acá abajo a las nueve y quince, llega a Salies antes de las doce».

Buscó las valijas, pagó. Casau le dijo que lo llevaría en el auto hasta la estación. Al poner el coche en marcha, preguntó: «¿O quiere que demos una vuelta y le muestre Pau?» «Me gustaría ver la Villa Xilá», dijo. «No hay inconveniente. Va a perdonar, eso sí, que apriete un poco el acelerador. El tiempo es justo y la villa queda en las afueras, en la ruta de Burdeos».

Era una casa gris, de revoque desvaído, angosta y alta, con techo de pizarra, rodeada de árboles. Herrera bajó del coche y estuvo unos instantes contemplándola.

Volvieron al centro de la ciudad, entraron corriendo en la estación y alcanzó el tren cuando arrancaba.

La belleza de un río, que se deslizaba paralelamente a las vías, le infundió tranquilidad. A pesar de la breve y melancólica visita a la casa donde murió su mujer, no iba a desanimarse. Por fin se reuniría con Dorotea. Desde hacía tiempo no llamaba a su hija por el nombre.

Cambió de trenes en Puyóo, o algo por el estilo, y ya en Salies, tomó cuarto en un hotel. Creo que el Park. El conserje le aseguró que ningún Poyaré figuraba en sus registros, pero que no había mejor lugar que las termas, para dar con la gente. Le dijo que siguiera por la calle del hotel y más allá del Casino, encontraría el Establecimiento.

La decoración era de estilo morisco, Herrera tuvo un sobresalto desagradable sin saber por qué, pero sus emociones variaron rápidamente cuando la hija entró en la sala, corrió a sus brazos y exclamó: «No puedo creer». «Yo tampoco», dijo él. «Pensé que estabas enojado. Como no recibí contestación a mi carta, pensé que te había disgustado sin darme cuenta. No me atreví a escribirte de nuevo.» «Yo tampoco tuve contestación a la carta en que te anunciaba mi llegada.» «No la recibí. Probablemente la voy a encontrar en Pau o en Burdeos». Herrera le preguntó: «¿Estás contenta de haberte casado?». Ella dijo que no le avisó por no atreverse a escribirle y porque no podía mandarle una simple invitación impresa. Exclamó: «¡Cavilé tanto! Muerta mamá, pensé que yo te traería recuerdos tristes. O que no me perdonabas porque me llamaba como ella y era otra». Le preguntó por Poyaré. Estaba anémico. Por él habían venido a Salies, pero al parecer las aguas le provocaron efectos raros y no se atrevía a salir del hotel. Dorotea aclaró: «Acá todos me dicen que esos efectos son frecuentes al principio de la cura». Le preguntó si ella también estaba enferma. «Estoy perfectamente», dijo Dorotea, «pero me anoté para acompañarlo y ya que pagué, aprovecho».

Mientras caminaban por una calle arbolada pensó que le daban ganas de vivir en Salies. Recordó la frase: «una ciudad pintoresca por los árboles». El follaje era tan verde que al mirar la sombra, le pareció que estaba teñida por la tonalidad de las hojas. Frente al hotel Park dijo Herrera: «Aquí tengo un cuarto». «Nosotros no podemos darnos esos lujos», comentó la hija. Poco después llegaron al Hotel de París. «No se compara con el Park», dijo Dorotea. En el salón, encontraron a Poyaré, que se levantó del sillón en que estaba hundido y avanzó con una larga mano abierta, fría y húmeda. Tenía la cara rosada, el pelo rubio, la raya al medio. «Señor», dijo, «soy su yerno» (en francés,
Beau-fils)
.

Herrera comentó que el Hotel de París le parecía agradable y poco después los invitó al Park a almorzar. Con inesperada firmeza, casi con irritación, replicó Poyaré que en Francia ellos eran dueños de casa y que «siempre y cuando la inferior categoría del hotel no importara un sacrificio muy grande», almorzarían en el de París y el señor Herrera sería el invitado de honor.

Durante el almuerzo, Poyaré explicó las virtudes de las aguas de no menos de seis o siete establecimientos termales de los Pirineos, para concluir que la de Salies, como dijo el doctor Reclus, era la reina de las aguas saladas. «Pero usted faltó a los baños», observó Herrera. «Por fuerza mayor», previno Poyaré y admitió que la cura, en esos primeros días, le había provocado efectos curiosos. Aclaró: «Acepte mis seguridades de que no bebí lo que se llama un trago del agua termal».

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