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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (13 page)

BOOK: Historias desaforadas
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EL CAMINO DE INDIAS

Realmente yo estaba lejos de presentir que las notas reunidas para mi discurso en elogio del doctor Francisco Abreu y el diario que llevé durante mi último viaje, muy pronto me servirían para redactar un artículo en defensa de mi persona. Como introducción y excusa diré únicamente que una larga amistad me une al doctor Abreu y que me parece normal que un amigo defienda a otro. Sin más emprendo ahora mi justificación, que será de paso la cálida semblanza de un verdadero médico y la discreta, pero veraz, memoria de las aventuras que jalonaron uno de los descubrimientos más importantes para la felicidad del hombre. En este punto convengo con Abreu, que suele decir: «¡Cuánta razón tenía Freud, en lo del sexo!». Ya se sabe que no es devoto del psicoanálisis.

Con relación a los médicos, Abreu los clasifica en dos grupos: los estudiosos y los que tienen, como los charlatanes, la virtud de curar. Él se incluye en el primer grupo. En cierta medida le doy la razón. Me consta que es un estudioso y que al hablar de cuestiones médicas despliega un deslumbrante acopio de conocimientos. No puedo, sin embargo, negar la evidencia: en la historia de la medicina, el sitio de Francisco Abreu es el de un terapeuta sobresaliente.

Allá en los albores de su carrera abrió un consultorio en la calle Fitz Roy. Más de una vez me refirió: «Cuando había atendido a un enfermo y lo acompañaba hasta la puerta que daba a la sala de espera, pensaba: ¡Que haya alguien, esperando! Casi nunca había». A veces me pregunto si la expresión de la cara no tenía su parte en la auténtica gracia de Abreu.

A la despareja lucha contra las enfermedades, mi amigo aportaba por aquel entonces dedicación laboriosa y trato cordial. El barrio no tardó en responder, y la situación cambió radicalmente. La pequeña sala de espera apenas daba cabida a los enfermos, que en ocasiones (los he visto yo mismo) se agolpaban junto a la puerta de calle, en el frío, bajo la lluvia o a pleno sol.

Un viernes, a la hora de la siesta, Abreu recibió a un señor de aire saludable, que se quejaba de vagos malestares. Debía de ser un hombre aprensivo, porque las manos le temblaban un poco y le sudaban. Cuando el doctor (una ancha sonrisa animaba esa cara tan peculiar, agraciada para quienes lo conocen y lo quieren) se arrimó con la intención de examinar el fondo de ojos, el enfermo sufrió un profundo desmayo. Abreu recuerda claramente que se dijo: «No perdamos la calma». Con la mayor serenidad aplicó el oído y pudo comprobar que el corazón no funcionaba. Se dijo: «Esto no puede pasarme a mí», y de nuevo aplicó el oído. Debió admitir que a veces lo inaudito ocurre: el corazón no latía. Tan perturbado estaba sin comprender la trascendencia de sus actos, marcó en el teléfono un número y ordenó que le mandaran inmediatamente una ambulancia. Entonces advirtió el error, pero se consoló pensando que por lo menos había reprimido un primer impulso de asomarse a la sala de espera y gritar: «¡Un médico! ¡Un médico! ¿No hay un médico entre ustedes?». Aquellos minutos, de encierro con su muerto, a quien ya no podía reanimar, le parecieron interminables. Pensaba en la mala suerte, deseaba que la ambulancia no llegara y que no hubiera nadie en la sala de espera. Consternado oyó, todavía lejana, la clamorosa sirena, y segundos después irrumpieron, estruendosamente, los camilleros. Cargaron el muerto y se lo llevaron entre dos filas de enfermos, que miraban con excesiva curiosidad y temor. Abreu, cabizbajo, cerraba el breve cortejo. Se dominó en el momento de salir, para anunciar:

—Un ratito y vuelvo. No ha pasado nada. Absolutamente nada.

A la media hora, cuando regresó, quedaba una señorita, que seguramente no se fue por timidez o por falta de coraje. La atendió sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo. En algún momento notó que la señorita lo miraba de un modo extraño. Hombre casto, mal dispuesto a complicarse con cualquiera, dio por terminado el examen clínico, escribió una receta y, al entregarla, ordenó en tono impersonal.

—Me toma una pastillita con el desayuno.

Solo en el consultorio, no sabía cómo pasar el tiempo sin pensar en lo que había ocurrido. Aunque no quería cavilar, se preguntó si lo habrían abandonado para siempre sus fíeles enfermos.

No, no lo habían abandonado. El lunes, desde las dos de la tarde, fueron llegando los que estaban el día del muerto, más algunos otros. Durante una semana y media Abreu trabajó bien, con el consultorio repleto, o poco menos. El miércoles de la segunda semana un enfermo, por demás delgado, inexplicablemente se le murió. Esta vez la gente se retiró para no volver.

Tras una rápida reflexión se dijo que lo mejor era cortar por lo sano y cerrar el consultorio. De ninguna manera suponga el lector que las andanadas de la adversidad perturbaron o descaminaron a mi amigo. Lo ayudaron a dejar atrás una etapa intermedia y a encontrar su vocación.

Abreu sostuvo muchas veces que ciertas aflicciones del hombre, conocidas de siempre, nunca solucionadas, proclamaban la impotencia de la medicina. ¡Qué no daríamos por no resfriarnos, por evitar el dolor de muelas, el dolor de cintura, por no perder gradualmente la vista, o el pelo, por no encanecer! Con relación a estos males, circunscriptos y concretos para el vulgo, el fracaso de la medicina es flagrante. Yo le explicaba:

—En cambio tu optimismo es incurable.

Ignoro si nuestras conversaciones lo alentaron en el nuevo capítulo de su vida, el triunfal y consagratorio. De algo no dudo: sin retaceos Abreu volcó su voluntad férrea y su inteligencia, a la solución de una de las desdichas que inmemorialmente había derrotado a la medicina y torturado a los hombres. Descubrió así, en un tiempo relativamente breve, su renombrada Fórmula Abreu contra la Calvicie. En los laboratorios Hermes, donde la presentó, recibió la mejor acogida de los expertos, que le ofrecieron un anticipo generoso. Resolvió gastarlo a lo grande, en un viaje por Europa con doña Salomé, su mujer. Abreu remató la frase que enumeraba estas buenas noticias, con un afectuoso pedido. Me dijo:

—Anímate y vení con nosotros.

Me animé. Para los argentinos de mi generación, el viaje a Europa era algo comparable a un verdadero premio, como el Nobel para los escritores o el cielo para los justos. Por lo demás, ¡qué gratísimos compañeros! Abreu, un amigo de toda la vida, con el que siempre me sentí cómodo y a cuyo lado aprendí tantas cosas; doña Salomé, toda una señora y, por si fuera poco, lo que se dice una buena moza de verdad.

Empezamos la gira por Amsterdam. En el hotel afirmó alguien que un sismo había sacudido nuestro país. A la tarde nos largamos a la embajada, a pedir noticias. Nos recibió el embajador en persona, un señor o doctor Braulio Bermúdez, que según se aclaró entre palmaditas y risotadas, había sido condiscípulo de Abreu, en la Escuela Argentina Modelo. Era un criollo a la antigua, de lo más afable. El movimiento de tierra no produjo daños ni víctimas, así que lo tenía sin cuidado; lo que realmente lo preocupaba era una ceremonia, de fecha próxima, en la que se presentaría ante la reina, en La Haya. Intuimos que ese diplomático tan campechano y dado con nosotros, era tal vez corto de genio con los extranjeros.

Mientras conversábamos se arrimó a un gran espejo. Se miró con detención y de pronto comentó:

—Hay que embromarse. El aspecto físico tiene su importancia.

—Yo te envidio el aspecto físico —dijo Abreu.

—Salí de ahí —respondió el embajador, sacudiendo la cabeza—. ¡Todavía si fuera un poco menos pelado!

Me pareció que había llegado el momento de darle una manito a mi compañero de viaje. Observé:

—Querido embajador, ¿no sabe que nuestro amigo, el doctor Abreu, ha encontrado la solución para eso?

Bastó que el embajador manifestara interés, para que Abreu emprendiera un desmedido elogio de su elixir, al que atribuyó eficacia fulminante. Yo me sentí avergonzado. «Poco falta», pensé, «para que diga que de un día para el otro le va a cubrir esa pelada con la melena de león». Confieso que la actitud de mi amigo me sorprendió y me entristeció. Demasiado pronto se había pasado al grupo de los médicos charlatanes.

Don Braulio debía de estar de veras preocupado por la calvicie, ya que preguntó:

—Y ahora, en Holanda, ¿qué puede hacer un hombre como yo para armarse de un frasquito de tu maravilloso elixir?

Quedamos en mandárselo esa misma tarde. Cuando salimos lamenté no haber pedido en canje tarjetas para asistir a la ceremonia. Abreu volvió a sorprenderme, al declarar:

—Yo ni loco iría.

—Pero ¿no te das cuenta? ¡Una ceremonia en palacio! ¿Te has detenido a pensar que semejante ocasión no se presenta dos veces en la vida humana?

Todo fue inútil. Mis intentos de conseguir como aliada a doña Salomé fracasaron. Para ella, como para Abreu, las ceremonias oficiales eran frívolas, y aburridas. Admito que tenían su personalidad, pero yo tenía la mía; sin entrar en explicaciones, pedí a Abreu un frasquito de su tónico.

—Ahora se lo llevo personalmente —dije.

Así lo hice, y esa noche volví al hotel con la preciosa tarjeta en mi poder.

Los días que siguieron fueron agradables, aunque en repetidas ocasiones me sobresaltó la idea de que la esperada ceremonia pudiera resultar una fatal prueba de fuego para el buen nombre de Abreu. Parecía imposible que su tónico diera resultado apreciable en un plazo tan corto. La preocupación, a medida que nos aproximábamos a la fecha, aumentaba. Estuve a punto de llevar aparte a la bellísima Salomé y abrirle mi corazón. En momentos de angustia y desconcierto siempre buscamos refugio en el pecho de una mujer. Recapacité, sin embargo, que lo más leal era someter mis dudas al amigo. Comprobé, entonces, que su fe en el tónico era inconmovible.

Cuando por fin llega lo que hemos deseado, advertimos que también eso, como todo en la vida, está erizado de incomodidades. La ceremonia empezaba a las once de la mañana, pero no se desarrollaría en Amsterdam, como me obstinaba en creer, olvidando lo que me habían dicho, sino en La Haya. El conserje del hotel, hombre muy seguro de sus informaciones, me aconsejó que estuviera en el palacio a las diez y media. Para tomar temprano el tren no había más remedio que abreviar los placeres del desayuno y del baño de inmersión.

Por lo demás la tarjeta que me habían dado no era tan preciosa que digamos. Las que realmente valían la pena eran la blancas, de los invitados especiales. Las verdes, como la mía, le permitían a uno mezclarse con la turba que se agolpaba en los fondos del salón. Es claro que parado en puntas de pie podía ver a la reina y a los dignatarios que recibían el saludo del cuerpo diplomático; pero cansa estar en puntas de pie, de modo que me estiraba de vez en cuando, para echar una mirada y, al comprobar que todavía no le tocaba el turno a Bermúdez, volvía a mi nivel, inferior al de la gente que me rodeaba: holandeses de considerable estatura, por lo general. A causa de estas evoluciones, casi me pierdo el hecho, tan comentado después. Cuando calculé que el saludo del afgano habría concluido, intenté asomarme entre los hombros de dos holandeses, para descubrir que le había llegado el turno al representante de Albania; aunque no tardé en encaramarme de nuevo, ya nuestro Braulio Bermúdez avanzaba hacia la reina. Con el deseo de que un milagro me probara que mi amigo Abreu no había exagerado, como vulgar charlatán, los méritos de su tónico, fijé la mirada en el cráneo de Bermúdez. En un primer momento, lo confieso, me abatí. Si la imagen esperada había sido una cabeza cubierta de abundante cabellera, sólo cabía la desilusión. Sin embargo, bien mirado ese cráneo alentaba esperanzas, ya que parecía cubierto por la sombra de una pelusa; pero algo debí de vislumbrar en la cara de Bermúdez, que me distrajo de tales consideraciones. Una extraordinaria ansiedad y fijeza de expresión había en el rostro que lenta, contenidamente, avanzaba hacia la reina. Murmuré: «Un tímido, un verdadero tímido». No pasé por alto la espectacular disparidad entre los dos personajes que atraían mi atención: Bermúdez, como agarrotado por contracturas, y la reina, amplia, dorada, plácida. Según quienes vieron (porque yo no vi; para darme un resuello había bajado, por unos segundos, de la punta a la planta de los pies) como si fuera un resorte, aquella terrible contractura de pronto proyectó al embajador en un salto felino. A continuación presenciamos una escena desordenada y penosa. Por un lado, el patetismo de las solícitas atenciones para socorrer a la soberana, para consolarla y recuperar para ella y también para el gran acto solemne que nos había reunido, la compostura que por un instante pareció maltrecha. Por otro lado, el oprobio: nuestro embajador expulsado a empujones. Las consecuencias del extraño incidente fueron las de prever. Un sector de la prensa dio pie a imputaciones escandalosas, que ambos gobiernos trataron de acallar mediante comunicados tan circunspectos y vagos, que reavivaron la suspicacia. El saldo fue muy triste: uno de nuestros mejores diplomáticos dado de baja.

Nosotros no lo acompañamos en la dura prueba que le tocó en suerte. Nos dejamos arrastrar por las perentorias exigencias de un viaje programado de antemano, con escalas donde asesores científicos y directores de sociedades vinculadas a los Laboratorios Hermes aguardaban a Abreu en fechas y horas prefijadas. La escala siguiente fue nada menos que París. Abreu había quedado satisfecho de sus interlocutores de no recuerdo qué empresa local, pero el día que visitamos la torre Eiffel, doña Salomé nos dio una mala sorpresa: pretextando vértigo, nos privó de su compañía. Mientras contemplábamos París desde lo alto, Abreu descargó la pregunta:

—¿Notaste que de un tiempo a esta parte me trata con un dejo de impaciencia?

Traté de pensar en cómo ayudarlos y me armé de coraje para decir:

—Concentrado en el trabajo, a lo mejor descuidaste tu apariencia física. Una espléndida señora como doña Salomé no se presenta con un viejo a su lado. La verdad es que el inventor de la gran fórmula contra la calvicie está perdiendo el pelo. ¡Qué paradoja, qué locura!

En la etapa siguiente comprobé que mi sugerencia no había caído en el vacío. Aquel fin de semana, junto al lago Leman, fue paradisíaco. ¿A qué misterioso hecho nuevo debíamos atribuir el buen ánimo de la señora? No, por cierto, a un cambio en el aspecto del cuero cabelludo de Abreu. Nadie calificaría de cambio para mejor la pelusa que ahora sombreaba aquella calvicie. Era una esperanza, eso sí, y era también una prueba de que Abreu estaba cuidando su aspecto físico. Doña Salomé debió de sentirse halagada y agradecida de que su marido se tomara tales cuidados.

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