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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (14 page)

BOOK: Historias desaforadas
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No sé cuándo reconoceremos como corresponde la ascendencia de la mujer sobre nuestro carácter. Ni siquiera la circunstancia de que los ginebrinos se mostraran menos dispuestos que los holandeses y los franceses a creer en las virtudes de su tónico, irritó al amigo Abreu. El bienestar es contagioso. Lo mismo, a pesar de mi soltería, me sentía contento. Doña Salomé, resplandeciente como si una primavera interior la colmara, afrontaba con divertida indulgencia los tropiezos y las molestias que nunca faltan en un viaje. Mi admiración por ella crecía. Por primera vez me hallaba ante una mujer auténticamente alegre y despreocupada.

Los tres viajeros abordamos el Orient Express en idéntico estado de ánimo. Si esta afirmación no correspondía por igual a los sentimientos de cada uno de nosotros, yo no advertí la diferencia. Es posible que en el curso del largo viaje en tren, el matrimonio dejara entrever algún roce, al que francamente no tomé en serio. Por eso lo que sucedió después me dejó helado. Toda la noche me había revuelto en la cucheta, como si un mal presentimiento me atormentara. A cada rato encendía la luz y miraba el reloj. Llegó el momento en que no aguanté más: me levanté, me vestí y me dirigí al coche comedor, en la esperanza de encontrarlo abierto. Estaba cerrado. Eran las 6 y 45.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Cuando yo volvía tristemente por el pasillo, el tren se detuvo en una estación. Abrí una ventana, me asomé, leí un letrero: Zagreb. Deambulaban por el andén pintorescos campesinos y vendedores de baratijas. Entre ellos vislumbré una presencia increíble: doña Salomé en persona, valijita en mano y con el aspecto de quien se ha vestido de apuro. Si no la llamaba en el acto, la perdería de vista, porque se encaminaba hacia la salida de la estación. Con la esperanza de que no fuera ella, me puse a gritar:

—¡Doña Salomé! ¡Doña Salomé!

Giró sobre sí misma, se llevó un dedo a los labios y por toda explicación lanzó un grito ahogado y desgarrador:

—¡No puedo más!

Como si el cansancio la doblegara, retomó su camino. Pronto desapareció.

Mi intención fue bajar y de un modo u otro recuperarla, pero vacilé. El tren se puso en marcha. Me sentí culpable, me pregunté qué le diría a Abreu y cómo sería su reacción.

Se mostró más triste que sorprendido. Repetidamente murmuraba:

—¿Qué voy a hacer sin ella?

Los seres humanos somos inescrutables, o por lo menos Abreu resultó inescrutable para mí. Parecía ansioso, es verdad, pero demasiado dispuesto a mirar a otras mujeres. A pocas horas de la partida de doña Salomé, bastaba que una mujer pasara a su lado para que le brillaran los ojos y dejara oír comentarios salaces. Recuerdo que me dije: «Si no lo sujetan, no va a perdonar una pollera».

Tras una breve etapa en Estambul, volamos a Bagdad, ciudad a la que llegué con favorable expectativa, porque su nombre siempre ejerció un poderoso encanto sobre mi imaginación. Paramos en el hotel Khayam. El conserje me dio un plano de la ciudad y algunos prospectos turísticos, amén del consejo de precaverme del sol. En nuestra primera salida, le dije a Abreu:

—Con una temperatura como ésta no habría que salir del hotel hasta la caída de la tarde. Ante todo vamos a comprar sombreros.

Tras consultar el reloj, contestó:

—Si no tomo un taxi ahora mismo, no llego a tiempo a la entrevista con la filial de Hermes.

Se fue. Seguí con la mirada el taxi, hasta que se perdió con Abreu en el desordenado y colorido mundo musulmán. Ese recuerdo ahora me parece patético. Siguiendo la estrecha franja de sombra contra las casas, como si fuera una cornisa al borde del abismo, llegué a un negocio en cuya vidriera había algún fez, unas gorras y un casco colonial. Compré el casco colonial. Era de corcho, livianísimo, pero tan duro que molestaba como si fuera de plomo.

Recorrí el bazar. Me cansé. Por uno de los folletos que me dio el conserje me enteré de que al bazar lo llamaban calle carrozada y que fue construido por una famoso pashá. Reflexión hecha, descubro que estas informaciones corresponden al bazar de Damasco, ciudad que no visité.

Cuando llegué al hotel, cansado y hambriento, me esperaba una novedad que al principio no me alarmó: Abreu no había vuelto. Sentado en el hall de entrada, con la mirada fija en la puerta giratoria, postergué el almuerzo hasta donde lo permitió mi languidez.

Almorcé, dormí la siesta. Para matar el tiempo me dispuse a dar una vuelta por la ciudad. Antes de salir, eché una mirada al salón, por si el amigo hubiera llegado. Un viejo que servía café me dijo en voz baja:

—El conserje le quiere hablar.

El conserje me pidió que lo siguiera hasta un saloncito, donde el gerente me atendería en seguida. Mientras esperaba, empecé a cavilar. Se me ocurrieron hipótesis que tuve por descabelladas; muy pronto descubriría, sin embargo, que la imaginación no puede competir con la realidad. Lo que el gerente del hotel, hablando en tercera persona, en un tono cortés y muy triste, me comunicó, era increíble. Tras participar en un episodio callejero sin duda grave, Abreu se hallaba detenido en una dependencia policial, cuya dirección mi interlocutor ignoraba. Exclamé:

—¿Sabe quién es el doctor Abreu? ¡Una personalidad internacional, un investigador famoso!

El gerente movía la cabeza y como podía se excusaba.

—Sinceramente, lo deploro —dijo.

De mal talante pregunté:

—¿Sabe, por lo menos, dónde está la embajada argentina?

Después de interrogar a personal subalterno y de consultar guías de variado formato, escribió en un papel una dirección. Explicó:

—Para mostrar al conductor del taxi.

El viaje fue tan corto que me pregunté si no me habrían sugerido el taxi por el simple afán de esquilmar al forastero. Paramos frente a una casa que tenía un mástil y una chapa de bronce. Con disgusto leí la inscripción… Me habían mandado al consulado, no a la embajada. Ese atolondrado gerente, ya me iba a oír. Mi intención había sido que la más alta investidura de nuestra representación interviniera, para que las autoridades locales midiesen de una vez la barrabasada cometida. La intervención del cónsul privaría a mi protesta de toda espectacularidad. Sin embargo, para no perder un minuto, ya que se trataba de sacar al amigo de la pesadilla que estaba viviendo, resolví iniciar ahí mismo las gestiones.

El cónsul, un doctor Laborde, me recibió en su despacho. No diré que me miró hostilmente, pero sí con desafecto y resignación.

—¿Qué lo trae por acá? —preguntó, como si para hablar tuviera que sobreponerse al cansancio.

¡Lo que va de un hombre a otro! ¡Qué diferencia con Bermúdez, el ex embajador en Holanda! Después no entendemos por qué en nuestro país las cosas andan mal. El que recibe sin ganas al compatriota sigue en funciones y un diplomático de la talla de Bermúdez, dado de baja. Lo único que tenían en común esos dos funcionarios era la nacionalidad y la calvicie.

Recapacité: «No es el momento de manifestar el desagrado que el individuo me provoca». Por el contrario, debía ganarlo para la causa, comprometerlo en la defensa de Abreu.

—Mi compañero de viaje, nuestro famoso investigador Abreu, ha sido víctima de un incalificable atropello, por parte de las autoridades locales.

Tras mirarme fijamente, Laborde habló en el tono de quien trata de sincerarse, de comunicar una verdad profunda.

—Uno está acá, donde el diablo perdió el poncho, a la espera del criollo que le traiga, por así decirlo, un pedazo de patria, un poco de aire vivificador y, cuando llega alguno, viene con asuntos desagradables, para que un servidor saque la cara. ¡Es matarse!

Temblando de rabia, repliqué:

—Le agradezco la franqueza, que trataré de retribuir. Ese mismo hombre que usted no quiere socorrer dispone de lo que podría ser para usted la verdadera salvación.

—Mire —contestó—, ¿no le parece qué hace demasiado calor para andar con acertijos?

—Está bien. Se lo digo claramente: usted se está quedando calvo.

Me miró sin pestañear.

—¿Y por casa cómo andamos? —preguntó—. De acuerdo, le concedo, soy un pelado y además un ingenuo. ¿O el ingenuo es usted? Porque si no me equivoco está pidiendo que me malquiste con las autoridades locales, a las que tengo que ver a sol y a sombra, para defender a un charlatán que ha sacado el último específico contra la calvicie.

No me di por vencido. Expliqué:

—Usted lo ha dicho. Es el último específico, porque es el único eficaz. Entre nosotros, le confesaré que me sorprende que un representante de nuestro país confunda a Abreu con un charlatán.

Siguió la polémica hasta que Laborde se resignó a llamar por teléfono a un conocido suyo, que era, según dijo, su punta de lanza en la Jefatura de Policía. La conversación con el conocido llevó su tiempo. Mientras esperaba el resultado, no pude menos que notar que la cara de Laborde progresivamente se ensombrecía. Cortó, giró hacia mí y sacudiendo lentamente la cabeza declaró:

—Me lavo las manos.

—¿Se puede saber por qué?

—Están furiosos. Acometió en plena calle y, óigame bien, por la espalda, a un derviche.

—¿A un derviche?

—Aullador, para colmo. Aquí no andan con vueltas: le cortan la cabeza o le amputan un miembro.

—Yo quiero hablar con el embajador en persona.

Laborde me dio explicaciones vagas, pero alarmantes, y concluyó:

—Si yo fuera usted, quiero decir si yo fuera el compañero de viaje del señor Abreu, me tomaría el primer avión, antes que pasaran a buscarme. ¿Entiende?

Le dije que si estaba tan seguro de la inminencia del peligro, por favor me reservara un pasaje para el primer vuelo. Se hizo rogar, pero finalmente habló por teléfono con una agencia de viajes. Palmeándome y empujándome hacia la puerta, me previno:

—No perdamos tiempo. Se va hoy en el vuelo de las 20 y 45, de la Austrian Lines. Dispone de cincuenta minutos para pasar por el hotel, buscar su equipaje y ponerse a salvo.

Ya me iba de su despacho cuando me preguntó si el específico de Abreu era realmente bueno y si yo podría mandarle un frasquito.

Recuperé en parte mi aplomo.

—Si me queda alguno, se lo dejo en el hotel Khayam. Pídalo al conserje —contesté fríamente.

Salí a la calle y me precipité en un taxi, de lo que me arrepentí en el acto, porque entre esa muchedumbre, a pie hubiera avanzado con mayor rapidez. Desde luego, me hubiera extraviado.

En la recepción del Khayam ordené que prepararan la cuenta. Sin esperar el ascensor corrí escaleras arriba. A la disparada metí en mi valija la ropa y los dos últimos frascos del elixir. Un empleado del hotel, acaso en busca de propina, en un santiamén se encargó de llevarme las valijas.

En la recepción me preguntaron:

—¿El doctor Abreu también se va?

—Sí… a lo mejor —vacilé.

—¿Qué hacemos con el equipaje del doctor? ¿Lo guardamos en la
reserve
?

No sabía qué era eso. Respondí:

—Por favor, lo guardan en la
reserve
.

Se me acercó el conserje para despedirse y, por acto de presencia, recordarme que le debía una propina. Cuando entregué el dinero, me dije que tal vez le dejaría nomás al cónsul el frasquito que me había pedido. Ni siquiera me pregunté por qué: estaba demasiado apurado, demasiado nervioso, para pensar claramente. Recuerdo que abrí una valija, escarbé en el desorden, sorprendí una fugaz mueca reprobatoria en la cara de alguno de los que miraban y encontré el frasco. Lo puse en manos del conserje, con la recomendación:

—Cuando el cónsul argentino, un tal señor Laborde, venga a buscarlo, por favor se lo entrega.

Llegué al aeropuerto casi a la hora de partida. Cargué las valijas y, bañado en transpiración, corrí tambaleando por el peso. Pasé tribulaciones. Había tantos inspectores y tanta policía que me pregunté si estarían ahí para detenerme. Cuando me desplomé en el asiento del avión, pensé con alivio: «¡Es un milagro!». Debí de perder la conciencia, porque desperté en pleno vuelo, en el momento en que la azafata colocaba las bandejas para la comida.

Durante los tramos a Viena y a Frankfurt me acompañó un agradable sentimiento de hallarme a salvo; pero entre Frankfurt y Buenos Aires por primera vez me pregunté si antes de alejarme de Bagdad había hecho lo humanamente posible en favor de Abreu. Empecé por no estar seguro, para después caer en remordimientos, quizás infundados, pero bastante vivos. Me pregunté cómo me recibirían en Buenos Aires. Imaginé calumniosas campañas periodísticas, que me acusaban de traidor y cobarde.

No recuerdo qué viajero dijo que la llegada al país obra siempre en nosotros como un despertar. Había periodistas en Ezeiza, pero no desconfiados, ni hostiles; gente para quien yo era el último amigo que había visto a nuestro gran hombre de ciencia antes de caer preso en una ciudad remota. Me acosaban a preguntas, para acercarse a mí y, de ese modo, acercarse un poco al ya famoso Abreu, qué estaba fuera de alcance. Creían cuanto les decía e insaciablemente pedían más información. Debía cuidarme. Aquello era una invitación a deformar o enriquecer la verdad, lo que en mi situación era peligroso; también se me ofrecía la oportunidad de hundir para siempre, con unas pocas palabras certeras, al cónsul Laborde. La tentación era grande, pero instintivamente supe que en esa conversación entre argentinos, a quienes unía un generoso dolor, no había que sacar a relucir malos sentimientos ni reyertas.

Por mi estado de ánimo, aquellos primeros días en Buenos Aires, después del viaje, me recordaban épocas de exámenes. ¿Qué otra cosa eran las conversaciones con periodistas, diariamente repetidas, por la mañana, por la tarde o por la noche, siempre con la posibilidad de preguntas incómodas? Felizmente, al cabo de un tiempo, aunque se mantenía la preocupación nacional por la suerte de Abreu, los reportajes mermaron. Yo retomé el antiguo ritmo de vida, con la satisfacción de no haber dado un paso en falso. Todavía me congratulaba de mi buena estrella, cuando me encontré con el doctor Gaviatti, que está en la Academia Argentina de Medicina. Me explicó:

—De Relaciones Exteriores nos mandaron decir que sería oportuno un acto de la Academia en honor de tu compinche Francisco Abreu. Después de un largo cambio de ideas, le arrancamos al doctor Osán la promesa de hablar y hemos pensado que sería simpático que vos pronunciaras unas palabras en nombre de los amigos:

La propuesta me colmaba de satisfacción, pero argumenté:

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