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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (16 page)

BOOK: Historias desaforadas
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Aún temía que alguien nos sorprendiera y nos tomara por ladrones o por espías. Además, a pesar de mi turbación, recordaba perfectamente el peligro de llegar tarde al encuentro con los turistas, frente al parque. Me acerqué a la escalera.

—No es necesario subir —dijo Brescia—. Venga por acá.

Lo seguí como sonámbulo. Salimos del cuarto, recorrimos el zaguán oscuro, de piso de mosaicos, y por la misma puerta, con la cerradura rota, salimos a la calle. Había chicos jugando al fútbol. Pregunté:

—¿Por todas las escaleras bajé a su cuarto?

—Claro.

—No acabo de entender.

Mientras cerraba la puerta con la cadena y el candado, observó calmosamente:

—Menos mal que se dedicó a la literatura. El que se pierde en las circunstancias no encuentra la verdad.

—La verdad —contesté— es que si nos descuidamos, no llegamos a tiempo al ómnibus.

Caminé con apuro y aprensión. El error de apartarme del grupo no sólo me pareció imperdonable: no entendía por qué lo cometí. Desde luego echaba la culpa a Brescia, pero me alegraba de tenerlo a mi lado, por si me interrogaba algún policía.

Subimos la cuesta. Por una callecita llegamos a la avenida, frente al parque. El ómnibus estaba donde lo dejamos y el chofer conversaba animadamente con un policía de uniforme verde. Apenas tuve tiempo de retroceder y parapetarme contra la pared de un quiosco. Por el portón del parque salía el grupo de turistas, con el guía a la cabeza, perorando a voz en cuello y por momentos caminando para atrás. Cuando pasó el último turista, me sumé al grupo. Sin volverme, dije a Brescia:

—Vamos.

Ya en el ómnibus, me dejé caer en mi asiento. El corazón me palpitaba audiblemente. Si el guía me interrogaba (miraba como si fuera a hablarme) yo no sabría qué decir. No había preparado una explicación y estaba demasiado nervioso como para improvisarla. La señora que protestó cuando nos dejaron al rayo del sol, al comienzo de la excursión, volvió a protestar y por suerte atrajo la atención del guía, que dio una respuesta cortés, en la que se adivinaba el enojo:

—No, señora —dijo—. A lo mejor el lugar no es tan bello como los que usted frecuenta, pero esté segura de que no la retendremos acá para siempre.

Con el mayor cuidado, para pasar inadvertido, me incorporé, eché una mirada. Brescia no estaba ahí.

El chofer subió al ómnibus, puso el motor en marcha. Me pregunté: «Si nos vamos y no digo nada ¿lo abandono?, pero si digo ¿lo delato? Y, peor todavía ¿me expongo a que algún turista comente que Brescia y yo no participamos en el paseo por el parque?». Mientras en mi cavilación alternaba escrúpulos y temores contradictorios, emprendimos el regreso. Antes de llegar al límite de los dos sectores, me dije: «Seguramente a la entrada nos contaron y ahora descubrirán que falta uno». Sin disgustos cruzamos a Berlín Oeste. La verdad es que sentí alivio. Después, al analizar mi conducta, llegué siempre a la misma conclusión: no tenía nada que reprocharme, porque no pude obrar de otro modo. Sin embargo, el recuerdo de esa tarde me trae un malestar bastante parecido al remordimiento.

LA RATA O UNA LLAVE PARA LA CONDUCTA
1. LUNES

—Si fuera por mí no saldría nunca de esta casa —dijo el profesor.

Se llamaba Melville y algunos lo conocían por el capitán, no porque fuera capitán, sino porque solía renguear por la galería de su chalet de la costa, como un pirata en el puente de mando. Era un hombre viejo, ágil a pesar de la pierna ortopédica, flaco, de pelo blanco y frondoso, de frente espaciosa, de cara rasurada. Usaba corbata La Vallière. Tal vez por la corbata y el pelo tuviera cierto aire de artista del siglo XIX.

—Me atrevo a insistir, señor: un paseíto de cuando en cuando a nadie le viene mal —dijo el alumno.

Se llamaba Rugeroni. Era joven, atlético, pelirrojo, pecoso, de boca protuberante y dientes mal cubiertos por los labios. Tomaba clases para preparar las materias en que lo habían aplazado. Aunque no fuera buen estudiante, el profesor sentía afecto por él. Sin proponérselo tal vez, habían pasado de una relación de profesor y alumno a la de maestro y discípulo.

—¿Para qué salir? —preguntó el maestro—. Los días son tan cortos que apenas alcanzan para pensar, para leer, para tocar el armonio.

—Mire, señor, si por ahí empiezan a decir que se volvió maniático. Que está viejo.

—No me importa lo que digan.

—Va a sufrir en su amor propio.

—No tengo amor propio.

—Yo sí. Mucho. ¿Qué sería de un joven que se propone triunfar en la vida si no tuviera amor propio y ambición?

—¿Y por qué no pone, señor Rugeroni, una pizca de todo eso en el estudio? —observó con una sonrisa benévola el maestro—. No crea que falta mucho para los exámenes.

—Usted una vez me dijo que ni los exámenes ni la instrucción cuentan demasiado. Lo que realmente quiero es aprender a pensar.

—En ese punto quizá no se equivoca. La vida es tan corta que no hay que malgastar el tiempo. ¿Entiende ahora por qué no salgo? Aquí adentro nada me falta. El chalecito es lindo. Tiene la mejor orientación. Cuando quiero descansar me asomo a una ventana. Por ésta, del frente, veo el mar y pienso en barcos y en viajes. Los viajes imaginarios son atractivos y están libres de molestias. Si me asomo a la ventana del fondo, siento el aroma de los pinos.

—¿Qué es eso? ¿No oye? —preguntó Rugeroni.

Hubo un silencio apenas perturbado por el rumor de dientes que roían madera.

—Todas las cosas tienen su defecto —explicó el maestro—. El de este chalet es la rata.

Mirando el cielo raso preguntó Rugeroni:

—¿Está en el piso de arriba?

—Probablemente.

—¿Por qué no pone una trampa?

—Sería inútil.

—No sé por qué el rumor ese me resulta desagradable.

—A mí también —dijo Melville—. Es claro que tenemos suerte de que nos haya tocado oír el animal y no olerlo.

Después de mirar el reloj dijo Rugeroni:

—Me voy. Me espera Marisa.

2. MARTES

A poco de comenzar la clase, oyeron el inconfundible rumor de dientes que roían. Era el mismo de la víspera, sólo que más intenso. Ahora provenía del cuarto de al lado. Comentó Rugeroni:

—Nadie creería que es una rata. Debe de ser grande.

—Muy grande.

—¿Usted la vio?

—No, no la he visto.

—Entonces, ¿cómo sabe?

—Otros la vieron.

—Y dijeron que era enorme. Mintieron tal vez.

—No mintieron.

—¿Cómo sabe?

Rugeroni se levantó y se acercó a la puerta que daba al otro cuarto.

—¿Qué está por hacer? —preguntó Melville.

—Con su permiso, abrir la puerta. Salir de dudas. Nada más fácil.

—No mintieron porque no hablaron.

—¿Por qué no hablaron? Eso es lo que yo quisiera saber —dijo Rugeroni y resueltamente empuñó el picaporte.

—No se los vio más. Desaparecieron. Dejaron de existir. ¿Entiende?

—Creo que sí.

Rugeroni soltó el picaporte y quedó inmóvil, mirando con estupor y mucha atención al maestro. Éste reflexionó, sin malevolencia: «Tiene cara de rata. ¿Cómo no lo noté antes? La cara de una rata limpia, pecosa y pelirroja. Además, qué dentadura». En voz alta preguntó:

—¿Ve esa chimenea en el horizonte? —Tomó a Rugeroni por un brazo, lo llevó hasta la ventana, señaló el mar.

—¿Ve el barco? Nos permite soñar con fugas. Un sueño indispensable para todo el inundo.

3. MIÉRCOLES

Aquella mañana, Melville se había asomado más de una vez a la galería, no sin mirar a un lado y otro antes de volver adentro. Poco después, cuando abrió la puerta a su discípulo, exclamó:

—¡Por fin!

—¿Llego tarde para la clase?

—Hoy no hay clase. Tengo algo que contarle. No sabe con qué impaciencia estuve esperando. Es algo extraordinario.

Minuciosamente Rugeroni refirió que su chica, Marisa, lo llevó a ver una casa en venta, próxima a la estación de servicio, y que pasaron una hora larga midiendo cuartos y planeando la distribución de cama, sillas, mesa y otros muebles, mientras él repetía que no había plata y que si un día estallaba el fuego en la estación de servicio todo el vecindario iba a volar por el aire.

—Pobre chica. No ve la hora de vivir con usted —comentó el maestro—. Sin embargo, mi consejo es no precipitarse. Hasta que estén plenamente seguros de haber encontrado la casa que colme sus aspiraciones no alquilen. Ni compren, desde luego.

—Por favor, señor. Entre Marisa y yo no reunimos lo necesario para el alquiler de una casilla de perro.

—¿Qué motivo hay para descorazonarse? Todo hombre debe contar siempre con una lotería o con una herencia.

—No compramos billetes de lotería y francamente no sé a quién vamos a heredar.

—Mejor que mejor. De otro modo no tendría gracia recibir el premio. Hagan el favor de no meterse en la primera casa que vean. No se apuren. Créanme: Es importante que a uno le guste la casa en que vive.

—¿Con rata y todo, le gusta la suya?

—Con rata y todo. Y ahora me acuerdo, quién sabe por qué, de la gran noticia que le prometí. Anoche tuve una revelación. Hice un descubrimiento.

—¿Qué descubrió?

—Una llave. La llave de la conducta. No olvide la fecha de hoy.

—¿Qué fecha es hoy?

—No tengo idea. Consulte su agenda, y escriba en la página correspondiente: «En este memorable día me enteré, antes que nadie, de la piedra de toque descubierta por Melville, para saber qué impulsos, qué actos, qué sentimientos son buenos y para saber también cuáles son malos». El principio de una ética fue uno de los proyectos o sueños que nos propusimos, para meditar el día menos pensado, mis amigos y yo, en las grandes conversaciones de la juventud.

—Lo que usted descubrió es muy importante. Lo felicito, maestro.

—Tal vez habría que celebrarlo.

El discípulo repitió la frase y el maestro abrió un armarito, sacó un botellón que contenía líquido de color granate y llenó dos pequeños vasos. Brindaron.

—¿Le cuento?

—Cuente.

—Primero un poco de historia. Si bien me acostumbré a compartir este chalet con la rata, noto que el animal año tras año ocupa mayor lugar en mis pensamientos. Para que no me domine, procuro entretenerme y me pregunto, como en un juego, qué razón de ser, qué utilidad puede tener un animal tan horrible. El solo intento de encontrarle una aparente justificación me enoja.

Bruscamente se levantó de la silla y se puso a caminar (y a renguear), de un lado a otro, por el cuarto. «Ahora sí que parece un capitán», pensó Rugeroni. «O tal vez un arponero oteando el mar en busca de una ballena».

Observó Melville que justificación y orden son anhelos de nuestra mente, ignorados por el mundo físico. Se diría, además, que en la mente hay cierta vocación de inmortalidad y que el cuerpo es manifiestamente precario. De estas incompatibilidades surge toda la tristeza de la vida. Continuó:

—Pero como yo tengo la mente para pensar y me creo el centro del mundo, sigo buscando. El que busca encuentra. Anoche,
eureka
, tuve mi revelación y ahora puedo ofrecer al prójimo una suerte de varita de rabdomante, para que aplique a cualquier sentimiento, actividad, impulso, estado de ánimo y descubra su índole.

Le recomendó al discípulo que hiciera él mismo la prueba.

—Elija un sentimiento y confróntelo.

—¿Con la rata?

—Con la rata.

—¿Qué elijo? —preguntó Rugeroni.

—Lo que se le ocurra: amor, amor físico, amistad, egoísmo, compasión, envidia, crueldad, o el ansia de poder, o los placeres y las cosas buenas, o la ostentación, o la acumulación de riqueza. Lo que se le ocurra.

—¿Entiendo correctamente? —preguntó Rugeroni—. ¿La rata es la muerte?

—Sí, nuestra muerte, nuestra desaparición y también la desaparición de todas las cosas, gente, historia: el mundo entero.

—Lo que después de la confrontación queda mal parado, ¿es malo?

—Desde luego, aunque su querido amor propio y su prestigiosa ambición no hagan buen papel, que digamos.

—¿Y la cobardía? —preguntó Rugeroni, que sólo disponía de una inteligencia rápida cuando le tocaban el amor propio—. A lo mejor tiene la ventaja de postergar la muerte.

—Una postergación que no vale mucho —dijo Melville—, porque la rata llegará inevitablemente. La muerte, por los siglos de los siglos. ¿Qué valor acordaremos a unos días, a unos años, ante esa eternidad? Para tomarlos en cuenta hay que valorar demasiado, casi diría con exceso romántico, la existencia.

No se rindió el discípulo. Con verdadera saña (así, por lo menos, le pareció a Melville) replicó:

—Está bien, señor. Convendrá, entonces, conmigo, que si las posibles ganancias del cobarde son ridículas, con igual lógica llegaremos a la conclusión de que no es muy grave la culpa del homicida. Confrontada, por supuesto, con su preciosa piedra de toque.

Si no lo hubiera cegado la satisfacción por su gimnasia intelectual, probablemente Rugeroni habría advertido cambios en la coloración de la cara del maestro. De un carmín intenso pasó primero al amoratado y después al blanco. El mal momento duró poco. Casi repuesto, el maestro sonrió y dijo:

—Lo felicito, Rugeroni. Estoy orgulloso de usted. Su crítica ha detectado una limitación, inútil negarlo, en mi gran llave maestra de la conducta humana. Yo pensaba, evidentemente, en una humanidad compuesta de gente como usted y como yo. ¿Se figura a uno de nosotros preguntándose con la mayor gravedad si está bien o está mal que asesinemos a un prójimo? Me apresuro a confesarle que nunca tuve en cuenta a los asesinos, seres misteriosos y extraños…

—Admitirá, de todos modos, que uno le pierde un poco de confianza a su llave, o piedra de toque, o varita de rabdomante… No siempre es un instrumento exacto.

—Quiero creer, Rugeroni, que usted no busca la exactitud científica en las mal llamadas ciencias sociales. Los que pretenden elevarlas a la categoría de ciencias exactas, las desacreditan.

Rugeroni observó de pronto:

—Hoy no hemos oído la rata. Quién le dice que no se fue.

Con un dejo de ferocidad replicó Melville:

—Aunque no se la oiga, puede muy bien estar cerca.

4. JUEVES

Tenía la respiración entrecortada porque había corrido. De nuevo llegaba tarde. Más tarde que nunca. Encontró la puerta abierta, una lámpara en el suelo, un vigilante sentado en el sillón de Melville. Preguntó:

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