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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (2 page)

BOOK: Historias desaforadas
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—No se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.

Gerardi insistió:

—No se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.

Con impaciencia dijo Lohner:

—No va a ser fácil retener al tal Moureira.

Cuando quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.

Sin perder un minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la encontró.

—¡Te acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.

La verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:

—¿Llego a tiempo?

—Por suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.

—Yo creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.

—Nadie te considera viejo.

—Estás equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.

—¿Para qué?

—Para avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.

—No puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.

—No hay antecedentes.

—No importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura. Tendrá que admitirlo.

—No lo hará.

—¿Cuál es tu plan?

—Un lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:

—¿Qué pasa? ¿No estás dispuesta?

—Sí. ¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me inculcaron cuando era chica.

—¿Nos vamos o nos quedamos?

—¿Quedarnos y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno es Lohner?

—Y el otro, Gerardi.

—Un atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.

—Lohner, no.

—Circulan tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.

Las palabras «dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y dijo:

—No creo que haya tiempo.

—Y es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean por acá.

En ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:

—¿Entonces, qué hago?

—Te vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?

—En Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.

Repitió Valeria:

—En Liniers y Pirovano. —De pronto agregó:

—Si no voy a casa, voy directamente.

Se avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.

En el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:

—Lo esperaba.

Entraron juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:

—¿El médico?

Tristemente el médico asintió con la cabeza.

—Aunque debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho, esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame, ¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?

—Parece justo.

—Son todos iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine, opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos codician el puesto.

—Entonces no hay escapatoria.

—Eso lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud Pública, paso el informe.

El médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.

—De cualquier modo, muchas gracias.

—Dígame una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.

—Es verdad —admitió Hernández—.
Qué solos se quedan los muertos…

Cerró la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.

—Creíamos que no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.

—No pierda tiempo —dijo Lohner.

—Suba a la lancha —dijo Moureira.

—Un momento —dijo el profesor—. Espero a una amiga.

—La mujer siempre llega tarde —sentenció Moureira.

Discutieron (esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.

—Menos mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo —observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.

Gerardi le preguntó:

—¿Algún mensaje?

—Dígale que para mí era lo mejor de la vida.

—¿Pero que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.

Volvieron a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira le dijo:

—Acuéstese en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.

Obedeció Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es justa, pero en este momento no me consuela».

Lentamente, resueltamente, se alejaron rumbo al río Lujan y aguas afuera.

MÁSCARAS VENECIANAS

Cuando algunos hablan de somatización como de un mecanismo real e inevitable, con amargura me digo que la vida es más compleja de lo que suponen. No trato de convencerlos, pero tampoco olvido mi experiencia. Durante largos años anduve sin rumbo entre un amor y otro: pocos, para tanto tiempo, y mal avenidos y tristes. Después encontré a Daniela y supe que no debía buscar más, que se me había dado todo. Entonces precisamente empezaron mis ataques de fiebre.

Recuerdo la primera visita al médico.

—De esta fiebre no son ajenos tus ganglios —anunció—. Voy a recetarte algo para bajarla.

Interpreté la frase como una buena noticia, pero mientras el médico escribía la receta me pregunté si el hecho de que me diera algo para el síntoma no significaría que no me daba nada para la enfermedad, porque era incurable. Reflexioné que si no salía de dudas me preparaba un futuro angustioso, y que si preguntaba me exponía a recibir como respuesta una certidumbre capaz de volver imposible la continuación de la vida. De todos modos, la idea de una larga duda me pareció demasiado cansadora y me animé a plantear la pregunta. Contestó:

—¿Incurable? No necesariamente. Hay casos, puedo afirmar que se recuerdan casos, de remisión total.

—¿De cura total?

—Vos lo has dicho. Pongo las cartas sobre la mesa. En situaciones como la presente, el médico recurrirá a toda su energía para dar confianza al enfermo. Toma nota de lo que voy a decirte, porque es importante: de los casos de curación no tengo dudas. Las dudas aparecen en el análisis del cómo y del por qué de las curaciones.

—Entonces, ¿no hay tratamiento?

—Desde luego que lo hay. Tratamiento paliativo.

—¿Que resulta curativo, de vez en cuando?

No me dijo que no y en esa imperfecta esperanza volqué la voluntad de curarme.

Parecía indudable que me había ido bastante mal en el examen clínico, pero cuando salí del consultorio no sabía qué pensar, todavía no me hallaba en condiciones de intentar un balance, como si me hubieran llegado noticias que, por falta de tiempo, no hubiese leído con detención. Estaba menos triste que apabullado.

En dos o tres días el remedio me libró de la fiebre. Quedé un poco débil, o cansado, y tal vez por eso acepté literalmente el diagnóstico del médico. Después me sentí bien, mejor que antes de enfermarme, y empecé a decir que no siempre los médicos aciertan con sus diagnósticos; que tal vez yo no tuviera un segundo ataque. Razonaba: «Si fuera a tenerlo, algún malestar lo anunciaría, pero la verdad es que me siento mejor que nunca».

No negaré que había en mí una marcada propensión a descreer de la enfermedad. Probablemente de ese modo me defendía de las cavilaciones en que solía caer, sobre sus posibles efectos en mi futuro con Daniela. Me había acostumbrado a ser feliz y la vida sin ella no era imaginable. Yo le decía que un siglo no me alcanzaba para mirarla, para estar juntos. La exageración expresaba lo que sentía.

Me gustaba que me hablase de sus experimentos. Espontáneamente yo imaginaba la biología, su materia, como un enorme río que avanzaba entre prodigiosas revelaciones. Gracias a una beca, Daniela había estudiado en Francia con Jean Rostand y con Leclerc, su no menos famoso colaborador. Al describirme el proyecto en que Leclerc trabajaba por aquellos años, Daniela empleó la palabra carbónico; Rostand, por su parte, indagaba las posibilidades de aceleración del anabolismo. Recuerdo que dije:

—Yo ni siquiera sé qué es el anabolismo.

—Todos los seres pasamos por tres períodos —explicó Daniela—. El anabólico, de crecimiento, después una meseta más o menos larga, el período en que somos adultos, y por último el catabólico o decadencia. Rostand pensó que si perdiéramos menos tiempo en crecer, ganaríamos años útilísimos para la vida.

—¿Qué edad tiene?

—Casi ochenta. Pero no creas que es viejo. Todas sus discípulas se enamoran de él.

Daniela sonrió. Sin mirarla, contesté:

—Yo, si fuera Rostand, dedicaría mi esfuerzo a postergar, aun a suprimir, el catabolismo. Te aclaro que no digo esto porque lo considere viejo.

—Rostand piensa como vos, pero sostiene que para entender el mecanismo de la decadencia es indispensable conocer el del crecimiento.

A pocas semanas de mi primer ataque de fiebre, Daniela recibió una carta de su maestro. Cuando me la leyó, tuve una verdadera satisfacción. Para mí fue sumamente agradable que un hombre famoso por su inteligencia estimara y quisiera tanto a Daniela. El motivo de la carta era pedirle que asistiera a las próximas Jornadas de Biología de Montevideo, donde encontraría a uno de los investigadores de su grupo, el doctor Proux, o Prioux, que podría ponerla al tanto del estado actual de los trabajos.

Daniela me preguntó:

—¿Cómo le digo que no quiero ir?

Siempre consideró que esos congresos y jornadas internacionales eran inútiles. No conozco persona más reacia a la figuración.

—¿Te parece una ingratitud decirle que no a Rostand?

—Le debo todo lo que sé.

—Entonces no le digas que no. Te acompaño.

Recuerdo la escena como si la viera. Daniela se echó en mis brazos, murmuró un sobrenombre (ahora lo callo porque todo sobrenombre ajeno parece ridículo) y exclamó alborozada:

—Una semana en el Uruguay, con vos. ¡Qué pertido! —Hizo una pausa y agregó:

—Sobre todo si no hubiera Jornadas.

Se dejó convencer. El día de la partida amanecí con fiebre y, al promediar la mañana, me sentía pésimamente. Si no quería ser una carga para Daniela, debía renunciar al viaje. Confieso que estuve esperando un milagro y que sólo a última hora le anuncié que no la acompañaba. Aceptó mi decisión, pero se quejó:

—¡Una semana separados para que yo no me pierda ese aburrimiento! ¡Por qué no le dije que no a Rostand!

De repente se hizo tarde. La despedida, muy apresurada, me dejó un sentimiento de incomprensión mezclado a la tristeza. De incomprensión y desamparo. Para consolarme pensé que fue una suerte no tener tiempo de explicarle el alcance de mis ataques de fiebre. Suponía tal vez que si no hablaba de ellos, les quitaba importancia. Esta ilusión duró poco. Me encontré tan enfermo que me desanimé profundamente y entendí que estaba grave y que no tenía cura. La fiebre cedió al tratamiento más trabajosamente que en la ocasión anterior, y me dejó nervioso y agotado. Cuando Daniela volvió me sentí feliz, pero mi aspecto no debía de ser bueno, porque preguntó con alguna insistencia cómo me sentía.

Me había propuesto no hablar de la enfermedad, pero ante no sé qué frase en que noté, o creí notar, un velado reproche por no haberla acompañado a Montevideo, le recordé el diagnóstico. Le dije lo esencial, pasando por alto los casos de cura, que tal vez no fueran sino un recurso del médico para atenuar la terrible verdad que me había comunicado. Daniela preguntó:

—¿Qué propones? ¿Que dejemos de vernos?

Le aseguré:

—No tengo fuerzas para decirlo, pero hay algo que no puedo olvidar: el día en que me conociste yo era un hombre sano y ahora soy otro.

—No entiendo —contestó.

Traté de explicarle que yo no tenía derecho a cargarla para siempre con mi invalidez. Interpretó como una decisión lo que en definitiva eran cavilaciones y escrúpulos. Murmuró:

—Está bien.

No discutimos, porque Daniela era muy respetuosa de la voluntad ajena y sobre todo porque estaba enojada. Desde ese día no la vi. Yo razonaba tristemente: «Es la mejor solución. Por horrible que me parezca la ausencia de Daniela, peor sería cerrar los ojos, cansarla, notar su cansancio y sus ganas de alejarse». Además la enfermedad podría obligarme a renunciar a mi empleo en el diario; entonces Daniela no sólo tendría que aguantarme, sino también que mantenerme.

Recordaba un comentario suyo, que alguna vez me hizo gracia. Daniela había dicho: «Qué cansadora esa gente aficionada a las peleas y a las reconciliaciones». No me atreví, pues, a buscar una reconciliación. No fui a verla ni la llamé por teléfono. Busqué un encuentro casual. Nunca he caminado tanto por Buenos Aires. Cuando salía del diario, no me resignaba a volver a casa y postergar hasta el día siguiente la posibilidad de encontrarla. Dormía mal y despertaba como si no hubiera dormido, pero seguro de que ese día la encontraría en alguna parte, por la simple razón de no tener fuerzas para seguir viviendo sin ella. En medio de esta ansiosa expectativa me enteré de que Daniela se había ido a Francia.

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