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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (3 page)

BOOK: Historias desaforadas
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Conté a Héctor Massey, un amigo de toda la vida, lo que me había pasado. Reflexionó en voz alta:

—Mira, la gente desaparece. Uno rompe con una persona y ya no vuelve a verla. Siempre sucede lo mismo.

—Buenos Aires sin Daniela es otra ciudad.

—Si es así, tal vez te sirva de aliento algo que he leído en una revista: en otras ciudades suele haber dobles de las personas que conocemos.

A lo mejor decía eso para distraerme. Debió de apinar mi irritación porque se disculpó:

—Comprendo lo que será renunciar a Daniela. Nunca tendrás una mujer igual.

A mí no me gusta hablar de mi vida privada. Sin embargo, he descubierto que tarde o temprano consulto con Massey todas mis dificultades y dudas. Probablemente busco su aprobación porque lo considero honesto y justo y porque no deja que los sentimientos desvíen su criterio. Cuando le conté mi última conversación con Daniela, quiso cerciorarse de que la enfermedad era realmente como yo la había descrito y después me dio la razón. Añadió:

—No vas a encontrar otra Daniela.

—Lo sé demasiado bien —dije.

He pensado muchas veces que la ingenua insensibilidad de mi amigo era una virtud, pues le permitía opinar con absoluta franqueza. Personas que lo consultan profesionalmente (es abogado) lo elogian por decir lo que piensa y por tener una visión clara y simple de los hechos.

Pasé años aislado en mi pesadilla. Ocultaba la enfermedad como algo vergonzoso y creía, a lo mejor con razón, que si no veía a Daniela no valía la pena ver a nadie. Evité al propio Massey; un día supe que andaba por los Estados Unidos o por Europa. En las horas de trabajo, en el diario, trataba de aislarme de los compañeros que me rodeaban. Mantuve con todo una esperanza que no formulé de manera explícita, pero que me sirvió para sobreponerme al desconsuelo y para ajustar mis actos a la invariable meta de recomponer el destruido castillito de arena de la salud: la desesperada esperanza de curarme (no me pregunten cuándo) y de reunirme con Daniela. Esperar no me bastó; imaginé. Soñaba con nuestra reunión. Como un exigente director de cine, repetía la escena hasta el cansancio, para que fuera más triunfal y conmovedora. Muchos opinan que la inteligencia es un estorbo para la felicidad. El verdadero estorbo es la imaginación.

Llegaron de París noticias de que Daniela se había volcado íntegramente en sus trabajos y experimentos biológicos. Las consideré buenas. Nunca tuve celos de Rostand ni de Leclerc.

Me parece que empecé a mejorar. (El enfermo vive en un continuo vaivén de ilusiones y desilusiones). Durante el día ya no cavilaba tanto sobre el próximo ataque; las noches eran menos angustiosas. Una mañana, muy temprano, me despertó el timbre de la puerta de calle. Al abrir, me encontré con Massey que según entendí llegaba de Francia, directamente, sin pasar por su casa. Le pregunté si la había visto. Contestó que sí. Hubo un silencio tan largo, que me pregunté si el hecho de que Massey estuviera ahí presente se relacionaría de algún modo con Daniela. Entonces me dijo que viajó con el único propósito de anunciarme que se habían casado.

La sorpresa, la turbación, no me dejaban hablar. Por último aduje que tenía hora con el médico. Yo estaba tan mal, que debió de creerme.

No dudé nunca de que Massey había obrado de buena fe. Debía de figurarse que no me quitaba nada, pues yo me había alejado de Daniela. Cuando me dijo que su casamiento no sería obstáculo para que los tres nos viéramos como antes, debí explicarle que mejor sería pasar un tiempo sin vernos.

No le dije que su matrimonio no iba a durar. A esta convicción no llegué por despecho, sino por conocimiento de las personas. Es claro que el despecho me consumía.

A los pocos meses oí la noticia de que se habían separado. Ninguno de los dos volvió a Buenos Aires. En cuanto al restablecimiento aquel (uno de tantos), resultó ilusorio, de modo que yo seguía arrastrando una vidita en que los ataques de fiebre alternaban con los períodos de esperanzada recuperación.

Los años se fueron rápidamente. Quizás habría que decir insensiblemente: nada menos que diez, arrastrados por la vertiginosa repetición de semanas casi iguales. Dos hechos probaban, sin embargo, la realidad del tiempo. Una nueva mejoría de mi salud (entendí que era
la
mejoría) y un nuevo ensayo por parte de Massey y Daniela de vivir juntos. Tantos meses yo había pasado sin fiebre, que me pregunté si estaba sano; Massey y Daniela estuvieron separados tantos años, que la noticia de que volvían a reunirse me sorprendió.

Para afianzar mi restablecimiento pensé que debía salir de la rutina, romper con el pasado. Quizás un viaje a Europa fuera la mejor solución.

Visité al médico. Largamente cavilé sobre la frase que emplearía para comunicarle mis planes. No quería dar pie a una posible objeción. En realidad temía que por buenas o malas razones me disuadiera.

Sin levantar los ojos de mi historia clínica murmuró:

—Me parece una idea excelente.

Me miró como si quisiera decirme algo, pero la campanilla del teléfono lo distrajo. Tuvo una larga conversación. Mientras tanto recordé, con un poco de asombro, que en mi primera visita había visto ese consultorio como parte de un mal sueño y al médico (lo que ahora parecía increíble) como un enemigo. Al recordar todo esto me sentía muy seguro, pero de pronto se me ocurrieron preguntas que me alarmaron: «¿Qué me querrá decir? ¿Yo podría jurar que sus palabras fueron 'una idea excelente'? Y si lo fueron, ¿no las habrá dicho con intención irónica?». Se acabó la ansiedad cuando cortó la comunicación y explicó:

—La parte anímica tiene su importancia. En este momento un viaje por Europa te caerá mejor que todos los medicamentos que yo pueda recetarte.

Diversas circunstancias, entre las que un temporario fortalecimiento de nuestro peso fue la principal, permitieron que emprendiera ese viaje. Parecía que el destino me ayudaba.

Pensé que el agrado de demorarme indefinidamente en casi cualquier lugar del mundo me impediría caer en el clásico turismo de las agencias: dos días en París, una noche en Niza, almuerzo en Génova, etcétera; pero una impaciencia, como de quien se afana en busca de algo o está huyendo (¿para que la enfermedad no lo alcance?), me obligaba a retomar el viaje al otro día de llegar a los sitios más agradables. Seguí en mi absurdo apuro hasta una tarde de fines de diciembre, en que por un canal, en una góndola (ahora me pregunto si no fue en una lancha cargada de turistas y equipaje ¡qué importa!), entré en Venecia y me encontré en un estado de ánimo en que se combinaban, en perfecta armonía, la exaltación y la paz. Exclamé:

—Aquí me quedo. Esto era lo que buscaba.

Bajé en el hotel Mocenigo, donde me habían reservado un cuarto. Recuerdo que dormí bien, ansioso de que llegara el día, para levantarme y recorrer Venecia. De repente me pareció que la tenue luz encuadraba la ventana. Corrí, me asomé. «El amanecer refulgía en el Gran Canal y sacaba de las sombras el Rialto». Un frío húmedo me obligó a cerrar y a refugiarme entre las mantas.

Cuando me pareció que había entrado en calor salté de la cama. Tras un ligero desayuno me di un baño bien caliente y, sin más demora, salí a recorrer la ciudad. Por un instante me creí en un sueño. No, fue más extraño aún. Sabía que no soñaba, pero no encontraba explicación para lo que veía. «A su debido tiempo todo esto va a aclararse», me dije sin mayor convicción, porque seguía perplejo. Mientras dos o tres gondoleros reclamaban mi atención con gritos y ademanes, en una lancha se alejaba un arlequín. Resuelto, no sé muy bien por qué, a no traslucir mi asombro, con indiferencia pregunté a uno de los hombres cuánto cobraba por un viaje al Rialto y entré con paso vacilante en su góndola. Partimos en dirección opuesta a la que llevaba la máscara. Mirando los palacios de ambos lados del canal reflexioné: «Parecería que Venecia fue edificada como una interminable serie de escenarios, pero ¿por qué, lo primero que veo, al salir de mi hotel, es un arlequín? Tal vez para convencerme de que estoy en un teatro y subyugarme aún más. Es claro que si de pronto me encontrara con Massey le oiría decir que todo en este mundo es gris y mediocre y que Venecia me deslumbra porque yo vine dispuesto a deslumbrarme».

Fue necesario que me cruzara con más de un dominó y un segundo arlequín para recordar que estábamos en carnaval. Le dije al gondolero que me extrañaba la abundancia de gente disfrazada a esa hora.

Si entendí bien (el dialecto del hombre era bastante cerrado) me contestó que todos iban a la Plaza San Marcos, donde a las doce había un concurso de disfraces, al que yo no debía faltar, porque allá se reunirían las más lindas venecianas, que eran famosas en todo el mundo por su belleza. Tal vez me tuviera por muy ignorante, porque nombraba, silabeando para ser más claro, las máscaras que veía.

—Po-li-chi-ne-la. Co-lom-bi-na. Do-mi-nó.

Desde luego pasaron algunas que yo no hubiera reconocido:
Il dottore
, con lentes y nariz larga,
Meneghino
, con una corbata de tiras blancas, otra francamente desagradable:
la peste
o
la malattia
, y una que no recuerdo bien, llamada
Brighella
o algo así.

Bajé a tierra cerca del puente del Rialto. En el correo despaché una tarjeta para el médico (
Querido
dottore:
Viaje espléndido. Yo muy bien. Saludos
) y por la calle de la Mercería me encaminé hacia la Plaza San Marcos, mirando las ocasionales máscaras, como si buscara alguna en particular. Por algo se dice que si nos acordamos de una persona al rato la encontramos. En un puente, cerca de una iglesia, San Giuliano o Salvatore, casi me llevo por delante a Massey. Con espontánea efusividad le grité:

—¡Vos acá!

—Hace tiempo que vivimos en Venecia. ¿Cuándo llegaste?

No le contesté en seguida, porque ese verbo en plural me cayó desagradablemente. Bastó la alusión a Daniela para sumirme en la tristeza. Yo creía que las viejas heridas habían cicatrizado. Por fin murmuré:

—Anoche.

—¿Por qué no te venís con nosotros? Hay cuartos de sobra.

—Me hubiera gustado, pero mañana viajo a París —mentí para no exponerme a un encuentro que no sabía cómo me afectaría.

—Si mi mujer sabe que estuviste en Venecia y que te vas sin verla, no me perdonará. Esta noche dan
Lorelei
de Catalani, en La Fenice.

—No me gusta la ópera.

—¿Qué importa la ópera? Lo que me importa es pasar un rato juntos. Vení a nuestro palco. Te vas a pertir. Hay función de gala, por el carnaval, y la gente va disfrazada.

—A mí no me gusta disfrazarme.

—Muy pocos hombres lo hacen. Las que van disfrazadas son las mujeres.

Debí de pensar que ya había hecho bastante de mi parte y que si Massey insistía, no podría negarme por mucho tiempo. Creo que en ese momento descubrí que el secreto estímulo de mi viaje había sido la esperanza de encontrar a Daniela y que, sabiéndola en Venecia, la idea de partir sin verla me parecía una renuncia muy superior a mis fuerzas.

—Te buscamos en tu hotel —dijo.

—No, voy por mi lado. Dejame la entrada en la boletería.

Insistió en que fuera puntual, porque si llegaba después del primer acorde no entraría hasta el fin del acto. Sentí impulsos de preguntar por Daniela, pero también aprensión y disgusto de que Massey la nombrara. Nos despedimos.

Por cierto no me acordé más del concurso de disfraces. Pensar en Daniela y en la emoción de verla fueron mis únicas preocupaciones. De vez en cuando me llegaba, en dolorosas puntadas, la conciencia de lo que estaba en juego en la entrevista. Después de todo lo que sufrí, reavivaría una pena que, si no había desaparecido, se había acallado. ¿Alentaba alguna ilusión de encontrar el modo, en un rato, en un palco, en una función de ópera, de recuperar a Daniela? ¿Le haría eso a Massey? Para qué plantearme una posibilidad que no existía… Es claro que bastaba la expectativa de ver a Daniela, para que la suerte estuviera echada.

Cuando llegué, la función había empezado. Un acomodador me condujo hasta el palco, que era de los llamados balcones. Al entreabrir la puerta lo primero que vi fue a Daniela, vestida de dominó, comiendo chocolates. A su lado estaba Massey. Daniela me sonreía y, detrás del antifaz, que no se quitó, como yo hubiera deseado, brillaban sus ojos. Me susurró:

—Acerca una silla.

—Estoy bien acá —le dije.

Para no hacer ruido, me senté en la primera silla que encontré.

—No vas a ver nada —dijo Massey.

Yo estaba perturbado. Pasaba de la alegría a un sordo fastidio por la presencia de Massey en el palco. Una soprano empezó a cantar:

Vieni, deh, vieni

y Daniela, como fascinada, se volvió hacia el escenario y me dio la espalda. Injustamente, sin duda, pensé que la mujer de mi vida, al cabo de una separación interminable, me había concedido (creo que la palabra adecuada es
prestado
) su atención por menos de un minuto. Lo más extraordinario, tal vez lo más triste, era que yo reaccionaba con indiferencia. Tan distante me sentía que pude enterarme de los desgraciados amores de Ana, de Walter y de Lorelei, que por despecho y para obtener poderes mágicos se casa con un río (si mal no recuerdo, el Rhin). En un primer momento la única similitud que advertí entre la historia que se desarrollaba en el escenario y la mía fue la de envolver a tres personas; no necesité más para seguirla con notable interés. A ratos, es verdad, me abstraía en mi desconcierto… Me encontraba en una situación imprevista, que me escandalizaba: Daniela y yo nos mirábamos como extraños. Algo peor, quería irme. Cuando llegó el entreacto, Daniela preguntó:

—¿Quién es el ángel que me trae más chocolates como éstos? Los venden acá enfrente, en el bar de la plaza.

—Yo voy —me apresuré a contestar.

Con disgusto oí la voz de Massey que anunciaba:

—Te acompaño.

Rodeados de máscaras y de señores de etiqueta, lentamente bajamos por la escalera de mármol. Echamos a correr al salir del teatro, porque en la placita hacía demasiado frío. En el bar, Massey eligió una mesa contra la puerta. Entraron una muchacha vestida de dama antigua, con miriñaque, un «noble» y un «turco»; pertidos con la conversación, se demoraban en la puerta entreabierta.

—Esta corriente de aire no me gusta —dije—. Cambiemos de mesa.

Nos mudamos a una del fondo. En seguida tomaron nuestro pedido: para mí un
strega
, para Massey un café y los chocolates. Casi no hablamos, como si hubiera un solo tema y estuviera vedado. En el momento de pagar no quedaban mesas desocupadas; por más que los llamáramos, los mozos pasaban de largo. El frío había traído a la gente. De pronto, en el rumor de las conversaciones, se oyó con nitidez una voz inconfundible y los dos miramos hacia la puerta de entrada. No sé por qué me pareció que tuvimos una brevísima vacilación, como si cada cual sintiera que el otro lo había sorprendido. En nuestra primera mesa (le habían arrimado otras) vi arlequines, colombinas y dos o tres dominós. En el acto supe cuál era Daniela. El brillo de sus ojos, que miraban desde el antifaz, no dejaba lugar a dudas.

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