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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (9 page)

BOOK: Historias desaforadas
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Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó:

—¿Por suerte anda buscando que lo mate?

—Que me lleven.

—No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casa cuanto antes.

—¿Dónde vive?

—Pasando Constitución.

—No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.

—¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.

—Me deja donde pueda.

Resignado, el cochero pidió:

—Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga.

—Usted no es chofer, que yo sepa.

—Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.

Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:

—Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?

—Usted dirá.

—Que se viaja más cómodo en coche que a pie.

El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente:

—La ciudad está vacía, pero tranquila.

—Una tranquilidad que mete miedo —aseguró Arturo.

Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.

—Armas largas —dictaminó el cochero.

—¿Dónde? —preguntó Arturo.

—Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.

En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:

—¿Cuánto le debo? Bajo acá.

—Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos? —Sin esperar respuesta, concluyó el cochero:

—Nada, entonces.

Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:

—¿Dónde va?

—A tomar el tren —contestó.

—¿Qué tren?

—El de las cinco, a Bahía Blanca.

—No creo que salga —dijo el vigilante.

«Con tal que atiendan en la boletería», se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:

—El último tren que corre.

En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos.

Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó:

—¿Llegamos a eso de las ocho y media?

—Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a bajar.

—¿Vos crees?

—La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren.

—No sé. Los trabajadores están cansados.

Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:

—Tengo sed.

—Vayamos al vagón comedor.

—Ha de estar cerrado.

Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó:

—Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a la baraja.

—Eso fue en los últimos años de mi abuelo. Antes lo acompañabas a cazar.

De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó:

—¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora?

—No estoy loco, che —replicó Arruti—. Todos los gobiernos son malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de amigos.

—¿El que tenemos es de enemigos?

—Digamos que es de tu gente, no de la mía.

—No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.

—No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política. Una gran cosa.

—Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los políticos.

—Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar.

Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó, entonces, lo que había pasado. Se dijo: «Debo sobreponerme», pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran a una frase como: «¿Para qué vivir si después no puedo comentar las cosas con Carlota?».

Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo, cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón de indios.

A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo.

—Seguro que Basilio vino con el
break
—dijo—. ¿Te llevo?

—No, hombre —contestó Arruti—. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más de lo que tienes pensado.

Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó:

—¿Qué tal viaje tuvieron? —y agregó después de agacharse un poco y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo—: ¿No olvidaste nada, Arturito?

—Nada.

—¿Qué debía traer? —preguntó Arruti.

—Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que pesan.

Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:

—¿Cómo andan por acá?

—Bien. Esperando el agua.

—¿Mucha seca?

—Se acaba el campo, si no llueve.

Emprendieron el largo trayecto en el
break
. Hubo conversación, por momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche. Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: «Para vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o porque pase la mortandad de los terneros… Lo que es yo, no voy a permitir que me contagien la angustia». Iba a agregar «por lo menos hasta mañana a la mañana», cuando se acordó de la otra angustia y se dijo: «Qué estúpido. Todavía tengo ganas de hacerme el gracioso».

Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada. La casera le tendió una mano blanda y dijo:

—Bien ¿y usted? ¿Paseando?

En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del piso, del zócalo, de los muebles.

Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio, apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño.

Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima, que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo: «No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una invención mía». Pasó el resto de la noche en cavilaciones acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo despertó la campanilla del teléfono.

Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la señorita de la red local de teléfonos, que le decía:

—Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?

—Pásela, por favor.

Oyó apenas:

—Un rato después de salir del Parque Japonés… Imagino cómo te caerá la noticia… Encontraron el cuerpo en la gruta de las barrancas de la Recoleta.

—¿El cuerpo de quién? —gritó Arturo—. ¿Quién habla?

No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:

—Después de salir del Parque Japonés.

El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con relativa claridad:

—Se pegó un balazo.

La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo preguntó:

—¿No sabe hasta cuándo?

—Por tiempo indeterminado.

—¿No sabe de qué número llamaron?

—No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los abonados. Hoy, no.

Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo exclamó en un murmullo: «No puede ser Carlota». La exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte, consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla. Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía socorro. «Los sueños son convincentes», se dijo, «pero no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está solo y mal informado». De pronto le vinieron a la memoria ciertas palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió replicarle que el suicida es un inpiduo más impaciente que filosófico: a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: «Sin embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo que lo haya hecho… Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio, podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no fue al hipódromo, porque no era domingo». En tono de intencionada despreocupación agregó: «¿Qué carrerista va a matarse en vísperas de carreras?».

¿Quiénes quedaban? «¿Amenábar? No veo por qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?». En cuanto a Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo. Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo? «Supongamos que no fue el que llamó por teléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la mujer en el episodio?». Se dijo: «Mejor no saberlo».

A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases era evidente y no dejaba muchas esperanzas: «Imagino cómo te caerá la noticia», «encontraron el cuerpo en la gruta de la Recoleta», «se pegó un balazo». También se dijo que llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no identificara al muerto.

En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer, sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el intento con las demás. Se dijo: «Con todas las demás», pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera.

A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez.

Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución, tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar a su casa, dijo al hombre:

—A Soler y Aráoz, por favor.

En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La brusca revelación lo aturdió. El chofer trató de entablar conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida. Murmuró:

—Qué tristeza.

No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró:

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