Authors: Dan Simmons
—¿Qué pasa con eso?
—Creo que
era
realmente Próspero —susurró Harman. Se acercó más—. Creo que, de algún modo, estaba prisionero en la ciudad asteroidal de los posthumanos... lo que el holo de Próspero llamaba «mi isla», igual que también estaba prisionero Calibán.
—¿Quién los aprisionó?
Harman se echó atrás y suspiró.
—No lo sé. Últimamente no sé nada de nada.
Daeman asintió.
—Nos llevó mucho tiempo aprender lo suficiente para darnos cuenta de que ninguno de nosotros sabe nada, ¿verdad, Harman?
El otro hombre se echó a reír. Pero cuando volvió a hablar entre susurros, su tono era serio.
—Me temo que los hemos liberado.
—¿Liberado? —susurró Daeman. Un segundo antes estaba hambriento, pero ahora sintió como si su barriga se llenara de agua helada—. A Calibán y Próspero.
—Sí.
—O tal vez los matamos —dijo Daeman con dureza.
—Sí. —Harman se levantó y dio una palmada en el hombro del joven—. Voy a marcharme para dejarte dormir un poco. Gracias, Daeman.
—¿Por qué?
—Gracias —repitió Harman. Salió de la habitación.
Daeman se recostó contra las almohadas, exhausto, pero no pudo conciliar el sueño. Escuchó los sonidos de la noche que llegaban a través de la ventana abierta (grillos, aves nocturnas a las que no podía poner nombre, ranas croando en el pequeño estanque, tras la casa, el rumor de las hojas con la brisa nocturna), y descubrió que estaba sonriendo.
Si Calibán está vivo es una maldita lástima. Pero yo también estoy vivo. Estoy vivo.
Durmió entonces, un sueño limpio y sin pesadillas que duró hasta que Ada lo despertó después del amanecer con su primer desayuno de verdad en cinco semanas.
Cuatro días más tarde, Daeman paseaba a solas por los jardines, disfrutando de una tarde fresca pero hermosa, cuando Ada, Harman, Hannah, Odiseo, Petyr y la joven llamada Peaen bajaron la colina para reunirse con él.
—El sonie está arreglado —dijo Odiseo—. O al menos puede volar. ¿Quieres ver las pruebas de vuelo?
Daeman se encogió de hombros.
—No me interesa especialmente. Pero quiero saber qué vas a hacer con él.
Odiseo miró a Petyr, Peaen y Harman.
—Primero, voy a explorar un poco —dijo—. Voy a ver cuáles son los daños causados por el meteorito en las inmediaciones, y si la máquina puede llevarme hasta la costa y volver.
—¿Y si no puede? —preguntó Harman,
Odiseo se encogió de hombros.
—Volveré andando a casa.
—¿Dónde está eso? —preguntó Daeman—. ¿Y cuánto tardarás en llegar allí, Odiseo
Uhr
?
Odiseo sonrió, pero había una gran tristeza en sus ojos.
—Si al menos lo supiera... —dijo en voz baja—. Si lo supiera...
Seguido por sus dos jóvenes discípulos y por Hannah, el bárbaro volvió a subir la colina hacia la casa.
Harman y Ada pasearon con Daeman.
—¿Qué pretende en realidad? —le preguntó Daeman a Harman.
—Va a buscar a los voynix —dijo Harman.
—Y luego, ¿qué?
—No lo sé.
Harman ya no necesitaba bastón, pero decía que se había acostumbrado a usarlo y ahora lo empleó para arrancar un hierbajo que crecía entre las flores.
—Los servidores solían arrancar los hierbajos del jardín —dijo Ada——. Yo lo intento pero estoy tan ocupada con las comidas, la colada y lo demás...
Harman se echó a reír.
—Es difícil encontrar buena ayuda hoy en día.
Harman rodeó la cintura de Ada con el brazo. La joven lo miró con una expresión que Daeman no pudo interpretar, pero supo que era importante.
—He mentido —le dijo Harman a Daeman—. Tú y yo sabemos que Odiseo planea atacar a los voynix, impedirles que hagan lo que estén planeando hacer.
—Sí —dijo Daeman—. Lo sé.
—Usará esta guerra para preparar a sus discípulos para lo que considera que es la guerra auténtica —dijo Harman, contemplando la blanca mansión en lo alto de la colina—. Está intentando enseñarnos a luchar antes de que llegue la verdadera batalla. Dice que lo sabremos, que la guerra vendrá con esferas giratorias que abrirán agujeros en el cielo, y que nos traerán nuevos mundos y nos llevarán a nuevos mundos.
—Lo sé. Le he oído decirlo.
—Está loco.
—No —dijo Daeman—. No lo está.
—¿Vas a ir a la guerra con el? —pregunto Harman, como si hubiera hecho esa pregunta muchas veces.
—No contra los voynix —dijo Daeman—. No a menos que tenga que hacerlo. Tengo otra batalla que librar primero.
—Lo sé —dijo Harman—. Lo sé.
Besó a Ada.
—Te veré en la casa —dijo, y se marchó colina arriba él solo, cojeando todavía débilmente.
Daeman se encontró de pronto sin energía. Había un banco de madera encarado hacia el prado inferior y el valle fluvial en sombras, y se sentó en él con alivio. Ada se sentó a su lado.
—Harman ha entendido de qué estabas hablando —dijo—, pero yo no. ¿Qué batalla tienes que librar primero?
Daeman se encogió de hombros, avergonzado de hablar del tema.
—¿Daeman? —Su voz sugería que iba a permanecer sentada en aquel banco hasta que él hablara, y Daeman no tenía fuerzas para levantarse y marcharse en ese momento.
—Hay un haz de luz azul que se alza en la noche en un lugar llamado Jerusalén —dijo por fin—, y en esa luz están atrapados más de nueve mil miembros del pueblo de Savi. Nueve mil judíos. Sean lo que sean los judíos.
Ada lo miró, sin comprender. Daeman advirtió que ella todavía no había escuchado esa parte de su historia. Todos estaban volviendo a aprender lentamente el delicado arte de la narración: llenaba las noches iluminadas por la luz de las velas de algo más que platos por fregar.
—Antes de que la guerra prometida por Odiseo llegue aquí —dijo Daeman, la voz suave pero decidida—, antes de que yo no tenga más remedio que luchar en una enorme confrontación que no comprendo, voy a sacar a esas nueve mil personas de esa maldita luz azul.
—¿Cómo? —preguntó Ada.
Daeman se echó a reír. Fue una risa fácil, inconsciente, algo que había aprendido en los dos últimos meses.
—No tengo ni puñetera idea —dijo.
Se puso en pie con esfuerzo, seguido de Ada para sostenerlo, y subieron por la colina hacia Ardis Hall. Algunos de los discípulos estaban encendiendo ya las linternas de la mesa al aire libre, aunque todavía faltaba una hora para la cena. Esta noche le tocaba a Daeman el turno de cocinar, y estaba intentando recordar qué plato le tocaba. Ensalada, esperaba.
—¿Daeman? —Ada se había detenido y lo estaba mirando.
Él se detuvo y le devolvió la mirada, sabiendo que la joven amaría a Harman eternamente y de algún modo sintiéndose feliz por ello. Tal vez eran las heridas y la fatiga, pero Daeman ya no quería tener sexo con toda hembra a la que encontrara. Naturalmente, advirtió, no se había encontrado con muchas hembras nuevas desde la tormenta de meteoritos.
—Daeman, ¿cómo lo hiciste?
—¡Hacer qué!
—Matar a Calibán.
—No estoy seguro de haberlo matado.
—Pero lo
derrotaste
—dijo la joven, casi con ferocidad—. ¿Cómo?
—Tenía un arma secreta —dijo Daeman. Vio la verdad de lo que estaba diciendo incluso mientras lo hacía.
—¿Cuál? —preguntó Ada. Las sombras de la tarde eran largas y suaves sobre el jardín que los rodeaba, el cielo amable sobre Ardis Hall, pero Daeman vio nubes oscuras congregándose en el horizonte detrás de ella.
—La cólera —dijo por fin—. La cólera.
Unas tres semanas después de la guerra para acabar con todas las guerras (sin coñas), uso mi viejo medallón para TCearme al otro lado del mundo. Le había prometido a Nightenhelser que volvería por él y me gusta cumplir mis promesas si puedo.
Me había marchado en plena noche según el horario de Ilión-Olimpo, tras salir de una reunión en una de las nuevas tiendas a prueba de bombas donde Aquiles se reúne ahora con sus capitanes supervivientes. Me TCeé por capricho, sabiendo que toda la teleportación cuántica personal será pronto un recuerdo, y es una sorpresa cuando aparezco en una colina boscosa en una mañana soleada, en la Norteamérica prehistórica. No hay mucha hierba alrededor de Ilión hoy en día y ninguna en las ensangrentadas llanuras de Marte.
Bajo la colina hasta el arroyo, luego cruzo el río hasta el bosque, parpadeando ante la luz y el relativo silencio que hay aquí. No hay explosiones, ni gritos de hombres moribundos, ni dioses teleportándose en medio de la violencia de hombres y caballos que chillan. Durante un minuto me preocupa que pueda haber indios por aquí, pero luego me río yo solo. No llevo una armadura de impacto ya, ni tengo un mágico Casco de Hades ni un brazalete morfeador, pero la armadura de bronce y duraplast que llevo puesta ha sido probada. Y sé cómo usar la espada que llevo al cinto y el arco que llevo ahora al hombro. Naturalmente, si me encuentro a Patroclo, y si ha conseguido armarse, y si me guarda rencor (¿y cuál de estos puñeteros héroes aqueos no lo guarda?), no apostaría mucho dinero a mis posibilidades.
A la mierda. Como le gusta decir a Aquiles, o tal vez sea al centurión líder Mep Ahoo: «Sin valor, no hay gloria.»
—¡Nightenhelser! —le grito al bosque—. ¡Keith!
A pesar de todos mis gritos, tardo una hora en encontrarlo, y lo hago sólo porque me topo con el poblado indio que hay en un claro a cosa de un kilómetro de donde he TCeado. No hay tipis en este poblado, sólo burdas chozas hechas con ramas dobladas, hojas y lo que parece ser barro. Una hoguera arde en el centro de la aldea compuesta por seis
wigwams
. De repente los perros empiezan a ladrar, las mujeres gritan y se llevan a los niños, y seis indios me apuntan con sus arcos y flechas.
Yo empuño mi hermoso arco de cedro, fabricado por artesanos de la lejana Argos, cargo una hermosa flecha hecha a mano con un movimiento fluido y bien practicado y les apunto, dispuesto a abatirlos disparándoles al hígado mientras sus palos mal afilados rebotan en mi armadura. A menos que me den en la cara o en el ojo. O en la garganta. O...
El ex escólico Nightenhelser, vestido con las mismas pieles de animales que los delgados guerreros indios, se interpone entre nosotros y grita a los hombres unas sílabas. Los indios parecen hoscos pero bajan sus arcos. Yo bajo el mío.
Nightenhelser se encara conmigo.
—Maldita sea, Hockenberry, ¿qué crees que estás haciendo?
—¿Rescatarte?
—No te muevas —ordena. Ladra más extrañas sílabas a los hombres y luego les dice en griego clásico—: Y por favor, esperadme antes de servir el perro asado. Vuelvo dentro de un minuto.
Me agarra por el codo y me lleva de vuelta al arroyo, lejos de la aldea.
—¿Griego? —digo—. ¿Perro asado?
Él sólo responde a la primera parte de la pregunta.
—Su lenguaje es primitivo, me cuesta trabajo aprenderlo. Me resulta más fácil enseñarles griego.
Me río entonces, sobre todo porque imagino a los arqueólogos de dentro de cuatro o cinco mil años, cuando excaven en esta aldea prehistórica de nativos americanos en Indiana y encuentren fragmentos de vasijas con imágenes griegas de la guerra de Troya.
—¿Qué? —dice Nightenhelser.
—Nada.
Nos sentamos en unos peñascos bastante incómodos al otro lado del arroyo y hablamos durante unos minutos.
—¿Cómo va la guerra? —pregunta Nightenhelser. Advierto que ha perdido algo de peso. Parece sano y feliz. Me doy cuenta de que yo debo parecerle tan cansado y sucio como me siento.
—¿Qué guerra? —digo—. Tenemos una nueva.
Siempre hombre de pocas palabras, Nightenhelser alza las cejas y espera.
Le cuento algo sobre la guerra definitiva, sin referirme a algunos de los peores detalles. No quiero ponerme a llorar ni a temblar delante de mi viejo amigo escólico.
Nightenhelser escucha unos minutos y luego dice:
—¿Te estás quedando conmigo?
—No me estoy quedando contigo. ¿Me inventaría todo esto? ¿Podría inventarme todo esto?
—No, tienes razón —dice Nightenhelser—. Nunca has demostrado tener la imaginación necesaria para inventar una cosa así.
Parpadeo al oír esto, pero no digo nada.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta.
Me encojo de hombros.
—¿Rescatarte?
Nightenhelser se echa a reír.
—Parece que tú necesitas más que yo que te rescaten. ¿Por qué querría volver a eso que acabas de describir?
—¿Curiosidad profesional? —sugiero.
—Mi especialidad era la
Ilíada
—dice Nightenhelser—. Parece que has dejado todo eso muy atrás. —Sacude la cabeza y se frota las mejillas—. ¿Cómo puede nadie asediar el Olimpo?
—Aquiles y Héctor encontraron un modo —digo—. Tengo que volver. ¿Vas a acompañarme? No puedo prometerte que pueda volver a TCear aquí otra vez.
El gran escólico niega con la cabeza.
—Me quedaré aquí.
—¿Te das cuenta —digo lentamente, pasando al griego por si su inglés se le ha oxidado— de que aquí no estás a salvo? De la guerra, quiero decir. Si las cosas salen mal, toda la Tierra...
—Lo sé. Te he estado escuchando —dice Nightenhelser—. Me quedaré aquí.
Los dos nos ponemos de pie. Toco el medallón TC, pero luego bajo la mano.
—Tienes una mujer aquí —digo.
Nightenhelser se encoge de hombros.
—Hice unos cuantos trucos con mi brazalete morfeador, el táser y los otros juguetes. Impresionó al clan. O al menos fingieron estar impresionados. —Sonríe a su manera irónica—. Es un grupo pequeño y un gran país vacío, Thomas. No hay otras tribus en kilómetros y kilómetros. Necesitan ADN en su pequeña reserva genética.
—Mira qué bien —digo, y le doy una palmada en el hombro. Toco de nuevo el medallón, pero se me ocurre algo más—. ¿Dónde está tu brazalete morfeador? ¿El bastón taser?
—Patroclo se lo llevó todo —dice Nightenhelser.
Miro por encima del hombro y coloco la mano en el pomo de mi espada.
—No te preocupes, se fue hace tiempo —dice Nightenhelser.
—¿Adonde?
—Dijo algo de volver a Ilión para reunirse con su amigo Aquiles —dice Nightenhelser—. Luego me preguntó en qué dirección estaba Ilión. Le señalé el este. Se marchó en esa dirección... y me dejó vivir.
—Jesús —susurro—. Probablemente estará cruzando el Atlántico a nado mientras hablamos.