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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (2 page)

BOOK: Impacto
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Abbey volvió la cabeza y miró a Jackie con una sonrisa burlona.

—¿Lo has leído? Se ha hundido en el mar. Lo que pone en todos los periódicos.

Se echó hacia atrás con los brazos cruzados, disfrutando de la mirada de extrañeza de Jackie.

—Ya veo que te ronda alguna idea —dijo esta última.

Abbey bajó la voz.

—Vamos a hacernos ricas.

De manera teatral, Jackie puso los ojos en blanco.

—No es la primera vez que lo dices.

—Esta vez va en serio.

Abbey miró a su alrededor, sacó un papel de su bolsillo y lo desplegó sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Los datos de la boya meteorológica GoMOOS 44032 entre las 4.40 y las 5.50 GMT. Es la boya de instrumentos que hay pasado el arrecife de Weber.

Jackie arrugó su frente pecosa al examinarlo.

—Ya la conozco.

—Fíjate en la altura de las olas: calma chicha, sin cambios.

—¿Y qué?

—¿Un meteorito de cincuenta kilos choca con el mar a casi doscientos mil kilómetros por hora y no genera olas?

Jackie se encogió de hombros.

—Pues si no se cayó en el mar, ¿dónde lo hizo?

Abbey se inclinó, juntó las manos y redujo su voz a un susurro, con un rubor triunfal en el rostro.

—En una isla.

—¿Y qué?

—Pues que le cogemos prestado el barco a mi padre, registramos las islas y nos llevamos el meteorito.

—¿Prestado? Robado, dirás. Tu padre no te prestaría el barco ni muerto.

—Prestado, robado, expropiado… ¡Qué más da!

Jackie frunció el ceño.

—Marear la perdiz otra vez no, por favor. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a buscar el tesoro de Dixie Bull? ¿Y del lío que armamos al excavar los túmulos indios?

—Éramos niñas.

—En la bahía de Muscongus hay docenas de islas, y tienes que abarcar miles de hectáreas. Sería imposible buscar en todas partes.

—No hace falta, porque tengo esto. —Abbey sacó la foto del meteoro y la puso sobre un mapa de la bahía de Muscongus. —Con esta foto puedes extrapolar una línea al horizonte, y luego dibujas otra desde ahí hasta donde se hizo la foto. El meteorito tuvo que aterrizar en algún punto de la segunda línea.

—Si tú lo dices…

Abbey acercó el mapa a Jackie.

—Mira la línea. —Clavó el dedo en una raya hecha con lápiz que cruzaba todo el mapa. —Fíjate: solo corta cinco islas.

Se acercó la camarera, con dos bollos de pacana enormes y pegajosos. Abbey ocultó rápidamente el mapa y la foto, y se apoyó en el respaldo, sonriendo.

—Ah, gracias.

Cuando la camarera se fue, Abbey volvió a mostrar el mapa.

—Pues eso, que el meteorito está en una de estas islas. —Su dedo fue dando golpes en cada una de las que nombraba —: Louds, Marsh, Ripp, Egg Rock y Shark. Podríamos registrarlas en menos de una semana.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—Tendremos que esperar hasta finales de mayo, que es cuando mi padre se irá del pueblo.

Jackie cruzó los brazos.

—¿Qué coño vamos a hacer con un meteorito?

—Venderlo.

Miró a Abbey fijamente.

—¿Vale algo?

—Entre un cuarto y medio millón. Solo eso.

—Me estás tomando el pelo.

Abbey sacudió la cabeza.

—He mirado los precios en eBay, y he estado hablando con un marchante de meteoritos.

Jackie se echó hacia atrás, mientras en su cara pecosa se iba dibujando lentamente una sonrisa.

—Me apunto.

3

Mayo

Dolores Muñoz subió por la escalera de piedra del bungalow del profesor en Glendale, California, y antes de introducir la llave descansó un momento en el porche, con jadeos que agitaban su abundante pechera. Sabía que el roce de la llave en la cerradura desencadenaría una explosión de ladridos por parte de Stamp, el Jack Russell terrier del profesor, enloquecido por su llegada. Nada más abrir la puerta, aquella bola de pelo saldría como una bala, entre ladridos furibundos, y empezaría a dar vueltas por el césped del minúsculo jardín como si quisiera limpiarlo de animales salvajes y de delincuentes. Luego la ronda de siempre, levantando la patita sobre cada triste arbusto y cada flor muerta. Por último, cumplido su deber, regresaría corriendo, se echaría ante Dolores y empezaría a rodar sobre su lomo con las patas encogidas y la lengua fuera, listo para que lo rascasen, como cada mañana.

Dolores Muñoz estaba enamorada de aquel perro.

Esbozando una ligera sonrisa solo de pensarlo, introdujo la llave en la cerradura y la movió con suavidad, atenta al brote de entusiasmo.

Nada.

Escuchó un instante. Después giró la llave, pensando que tarde o temprano oiría un ladrido de alegría, pero no fue así. Extrañada, entró en un pequeño recibidor, y lo primero que llamó su atención fue que el cajón de la mesita estuviera abierto y que en el suelo hubiera varios sobres.

—¿Profesor? —dijo en voz alta. —¿Stamp?

Silencio. Últimamente el profesor se levantaba cada vez más tarde. Era de esos hombres que bebían mucho vino durante la cena y la remataban con copas de coñac, tendencia que empeoraba desde hacía un tiempo, sobre todo desde que no iba a trabajar. Luego estaban las mujeres. Dolores no era mojigata; si se hubiera tratado de la misma chica, a ella le habría dado igual, pero nunca lo era, y en algunos casos tenían diez o veinte años menos que él. A pesar de todo, el profesor era un hombre apuesto y en buena forma física, en la flor de la vida, que se dirigía a ella en español usando la forma «usted», cosa que Dolores agradecía.

—¿Stamp?

Quizá hubieran salido a dar un paseo. Pasó al vestíbulo, y al mirar hacia el salón se le cortó la respiración. El suelo estaba lleno de papeles y libros; había una lámpara volcada, y las estanterías habían sido vaciadas sin contemplaciones, dejando los libros esparcidos por el suelo de cualquier manera.

—¡Profesor!

Asimiló la situación en todo su horror. El coche del profesor estaba en el camino de entrada. Tenía que estar en casa. ¿Por qué no contestaba? ¿Y dónde estaba Stamp? Metió una mano regordeta en su vestido verde de estar por casa y buscó casi inconscientemente el móvil para marcar el 911, pero miró el teclado sin poder apretar los números. ¿Le convenía verse envuelta en algo así? Cuando llegasen, le pedirían su nombre y dirección, consultarían su historial, y estaba segura de que a continuación la deportarían a El Salvador. Aunque hiciese una llamada anónima por el móvil, la buscarían como testigo de… No quiso seguir adelante con la idea.

La invadió un sentimiento de terror y de incertidumbre. El profesor podía estar en el piso de arriba. Quizá le hubieran robado, apalizado, herido; incluso quizá estuviera agonizante… ¿Y Stamp? ¿Qué le habrían hecho a Stamp?

Presa del pánico, examinó toda la estancia con los ojos muy abiertos, mientras su respiración acelerada hacía subir y bajar su prominente pecho. Algo había que hacer. Tenía que llamar a la policía. No podía irse así como así. ¡Qué ocurrencia! El profesor podía estar herido. Tal vez se estaba muriendo. Lo mínimo era echar un vistazo, por si necesitaba ayuda, y pensar en alguna solución.

Al ir hacia el salón vio algo en el suelo, como una almohada arrugada. Con un miedo insoportable en el pecho, avanzó dos pasos consecutivos, apoyando el pie en la alfombra blanda con mucha precaución, y gimió en voz baja. Era Stamp, echado de bruces en la alfombra persa. Parecía que estuviera dormido, con su pequeña lengua rosa asomando por la boca, de no haber sido por sus ojos, muy abiertos y vidriosos, y por la mancha oscura que había debajo, en la alfombra.

—Oooooh…, oooooh… —exclamó Dolores, emitiendo un sonido involuntario por su boca abierta.

Algo más lejos estaba el profesor, arrodillado, como si rezase, como si aún estuviera vivo, en un extraño equilibrio en el que parecía estar a punto de romperse; pero su cabeza pendía de costado, medio arrancada, como la cabeza de un muñeco, y del cuello parcialmente seccionado colgaba un alambre enrollado entre dos maderas. La sangre había salpicado las paredes y el techo, como si los hubieran rociado con una manguera.

Dolores Muñoz gritó una y otra vez, con la vaga conciencia de que en aquellos gritos estaba el germen de su deportación, aunque por alguna razón no podía parar, ni le importaba.

4

Wyman Ford cruzó los diferentes ambientes del elegante despacho de la calle Diecisiete donde trabajaba Stanton Lockwood III, asesor científico del presidente de Estados Unidos. Recordaba la sala por su anterior misión: la pared llena de símbolos de poder, las fotos de la esposa y los niños rubitos, y los muebles antiguos de Cargo Importante en Washington.

Lockwood —pelo plateado, ojos azules y risueños— salió del otro lado de la mesa con pasos cuyo ruido era absorbido por la alfombra de Sultanabad, y estrechó cordial la mano que le tendía Ford.

—Me alegro de volver a verte, Wyman.

A Ford le recordaba a Peter Graves, el actor de pelo blanco que interpretaba al jefe de equipo de
Misión imposible
en la antigua serie de televisión.

—Yo también me alegro, Stan —dijo.

—Aquí estaremos más cómodos —añadió Lockwood, indicando un par de sillones orejeros de piel que flanqueaban una mesa de centro estilo Luis XIV; y mientras Ford tomaba asiento en uno, él lo hizo en el de enfrente, dando un pequeño estirón a la afilada raya de sus pantalones de gabardina.

—¿Cuánto tiempo hace, un año?

—Más o menos.

—¿Café? ¿Un botellín de agua Pellegrino?

—Café, por favor.

Lockwood hizo señas a su secretaria, y se apoyó en el respaldo. Apareció en su mano el viejo y gastado fósil de trilobites, que Ford le vio mover pensativo entre el pulgar y el índice. A continuación, dirigió al detective una sonrisa de profesional de Washington.

—¿Has tenido algún caso interesante últimamente?

—Alguno.

—¿Tienes tiempo para otro?

—Si se parece en algo al último, no, gracias.

—Este te gustará, te lo aseguro. —Señaló con la cabeza una cajita metálica que había sobre la mesa. —Las llaman «mieles». ¿Te suenan?

Ford se inclinó para mirar por el grueso cristal de encima de la caja. Dentro titilaban varias gemas de color naranja oscuro.

—Pues la verdad es que no.

—Aparecieron hará unas dos semanas en el mercado al por mayor de Bangkok. Pedían una barbaridad por ellas: mil dólares por quilate tallado.

Entró un empleado con una camarera pequeña y recargada, en la que había una cafetera de plata, terrones de azúcar moreno, nata y leche en sendas jarritas de plata y tazas de porcelana. Al rodar, la bandejita traqueteaba y chirriaba. El empleado la dejó al lado de Ford.

—¿Señor?

—Solo y sin azúcar, por favor.

Le sirvió el café. Ford se apoyó en el respaldo, con la taza echando humo, y bebió un sorbo.

—Dejo aquí la cafetera, por si el señor quiere repetir.

«Por si el señor quiere repetir», pensó Ford al apurar de un solo trago la tacita de porcelana, que llenó otra vez.

Lockwood no paraba de mover la piedra en sus manos.

—Tengo a un equipo de geofísicos estudiándolas en Nueva York, en Lamont-Doherty. Son piedras de una composición poco frecuente, con un índice de refracción superior al del diamante, una gravedad específica de trece coma dos y una dureza de nueve. El color miel oscuro es prácticamente único. Una piedra muy bonita, pero con una peculiaridad: está entreverada de americio 241.

—Un elemento radiactivo.

—Exacto, con una vida media de cuatrocientos treinta y tres años. No es radiación suficiente para matarlo a uno enseguida, pero sí para que la exposición a largo plazo te ocasione problemas. Si te pones un collar hecho con estas piedras se te puede caer el pelo en cuestión de semanas. Si las llevas un par de meses en el bolsillo podrías engendrar al monstruo de la laguna negra.

—Maravilloso.

—Son piedras duras, pero quebradizas, y fáciles de pulverizar. De estas gemas se podrían moler algunos kilos, meterlos con explosivo C-4 en un cinturón suicida y hacerlo detonar en Battery Park con viento del sur; así flotaría una bonita nube radiactiva sobre el distrito financiero, borraría unos cuantos billones de capitalización del mercado estadounidense en media hora y dejaría inhabitable la parte baja de Manhattan durante un par de siglos.

—Un trabajo envidiable.

—En Seguridad Interna se tiran de los pelos.

—¿Los traficantes de Bangkok saben el valor que tienen?

—Los mayoristas con buen nombre no quieren ni tocarlas. Las están vehiculando por lo peorcito del mercado de piedras preciosas.

—¿Tienes idea de cómo se formaron estas gemas?

—Lo estamos estudiando. El americio 241 no es un elemento que exista en la Tierra de forma natural. La única manera de obtenerlo, que se sepa, es como un derivado de la producción de plutonio para uso armamentístico en un reactor nuclear. Estas «mieles» podrían ser pruebas de una actividad nuclear ilícita.

Ford apuró la segunda taza, y se sirvió la tercera.

—Según todos los indicios, todas ellas tienen la misma procedencia: el sureste asiático, muy probablemente Camboya —dijo Lockwood.

Apurada la tercera taza, Ford se retrepó en el asiento.

—Bueno, y ¿cuál es la misión?

—Quiero que viajes a Bangkok con una falsa identidad, que sigas el rastro de las mieles radiactivas y que vuelvas habiendo documentado su origen.

—¿Y luego?

—Eliminaremos el problema.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no la CIA?

—Es un asunto delicado. Camboya es un país aliado. Si te pillan, tendremos que estar en condiciones de negarlo. No es el tipo de operación que se le dé bien a la CIA: pequeña y rápida, entrar y salir; algo para un solo hombre. Siento decir que en este caso no contarás con el respaldo de la Agencia.

—Gracias por la oferta.

Ford dejó la taza y se levantó para irse.

—La operación tiene el beneplácito personal del presidente.

—Muy buen café.

Se dirigió hacia la puerta.

—Te prometo que no te dejaremos en la estacada.

Se detuvo.

—Es muy sencillo: llegar, buscar la mina y marcharse. Sin hacer nada en absoluto. Sin tocar la mina. Aún no hemos acabado de analizar las piedras preciosas. Podrían ser de la máxima importancia.

—No tengo el menor interés en volver a Camboya —dijo Ford, con la mano en el pomo de la puerta.

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