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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (24 page)

BOOK: Impacto
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Abbey tragó saliva y miró por la ventana.

Su padre dejó la taza en la mesa, con el ceño fruncido.

—Quiero conocerlo.

—Ya lo conocerás, te lo prometo. —Abbey señaló por la ventana.

—Mira el puerto.

—¿Qué?

Su padre tenía la cara roja de preocupación. «Ahora o nunca», pensó Abbey.

—¡Eh, mira tu amarre!

Su padre se volvió a mirar por la ventana de la cocina, y echó la silla atrás de irritación.

—Pero ¡habrase visto! Algún zopenco ha amarrado en mi sitio.

—Estos veraneantes del demonio… —dijo Abbey.

La cantinela de siempre: gente de vacaciones que les quitaba los sitios vacíos a los pescadores.

—Vienen de Massachusetts y se creen que el puerto es suyo.

—Tendrías que apuntarte el nombre del barco y decírselo al práctico.

—Es lo que voy a hacer. —Su padre hurgó en el revistero y sacó unos prismáticos. Se le arrugó la cara al mirar por ellos.

—Pero bueno, ¿qué es esto?

—¿Cómo se llama el barco?

—¿Es una broma o qué?

Abbey ya no se podía aguantar.

—Papá, es el
Marea II,
un Willis Beal de once metros con motor Volvo de doscientos quince caballos y menos de dos mil horas, cabrestante, cisternas de agua no tratada… Todo lo necesario. Construido en 2002 por R. P. Boatworks. Listo para pescar. No es nuevo, pero solo tenía cien mil dólares.

Los prismáticos empezaron a temblar.

—Pero… ¿Se puede saber…?

Se oyó un claxon en el camino de entrada.

—Uy, que ya me vienen a buscar.

—Yo los plazos no los puedo pagar de ninguna manera…

—Ya está todo pagado. Te lo he comprado con mi prima por contrato. Toda la documentación está a bordo. Tengo que irme.

—Abbey… Un momento. ¿Me has comprado un barco nuevo? Espera un poco, por Dios…

—Llevo el móvil. Te llamo mientras estoy de camino.

Salió rápidamente de su casa, metió la maleta en la parte trasera del todoterreno y saltó en pos de ella. Su padre se asomó a la puerta, sin salir de su perplejidad. Abbey se despidió con la mano, mientras el coche se alejaba por la grava del camino y salía a la carretera principal.

46

Cuando Ford entró en el vestíbulo de vidrio y cromo del hotel Watergate, el subdirector, que debía de estar al acecho, irrumpió de detrás del mostrador, juntando las manos por delante. Era bajo, llevaba el uniforme negro de hotel y tenía una expresión amanerada y obsequiosa.

—¿Señor Ford?

—Dígame.

—Perdone mi inquietud, pero es sobre la joven de la habitación que reservó usted.

Ford detectó un matiz de reproche en el tono nervioso del subdirector. Tal vez hubiera sido un error alojarla en el Watergate. Hoteles más tranquilos y baratos los había de sobra en Washington. Levantó las cejas.

—¿Qué pasa?

—Lleva dos días sin salir de la habitación, y sin dejar que entre nadie a limpiar ni a reponer el minibar; recibe comida a domicilio a todas horas de la noche y no se pone al teléfono de la habitación. —Se retorció literalmente las manos.

—Bueno, y… hace una hora se han quejado de ruidos.

—¿Ruidos?

—Berridos. Gritos de alegría. Parecía como una especie de… fiesta.

Ford intentó mantener la seriedad de su rostro.

—Voy a ver qué pasa.

—Estamos preocupados. Acabamos de reformar el hotel. Cualquier deterioro en las habitaciones es responsabilidad de los clientes…

El tono de reproche dejó paso a un silencio de lo más elocuente.

Ford metió una mano en el bolsillo y puso un billete de veinte en la del subdirector.

—No pasará nada, se lo aseguro.

El empleado del hotel miró el billete con desdén mientras se lo guardaba en el bolsillo, y se retiró otra vez a su puesto. Ford fue a los ascensores, diciéndose que la propuesta le estaba saliendo más cara de lo que se había imaginado.

Llamó a la puerta. Le abrió Abbey. Estaba todo hecho un desastre, con platos sucios, cajas de pizza y cartones vacíos de comida china amontonados en la entrada, desprendiendo olor a rancio. En el cubo de basura había tantas latas de Coca-Cola Light que se caían. El suelo estaba lleno de papeles, y la cama totalmente deshecha.

La chica vio su mirada.

—¿Qué pasa?

—En los hoteles grandes como este tienen la anticuada costumbre del servicio de habitaciones. ¿Te suena de algo?

—Si hay alguien limpiando no puedo concentrarme.

—Me dijiste que tardarías una hora.

—Pues me equivoqué.

—¿Equivocarte? ¿Tú?

—Mira, lo mejor sería que te sentases y echases un vistazo a lo que he descubierto.

Ford se fijó en ella: estaba consumida, con el pelo revuelto y enredado, los ojos rojos y la misma ropa con la que parecía haber dormido. En cambio, su expresión era de victoria en estado puro.

—No me digas que has resuelto el problema.

—¿A los váteres les dan por el culo?

Ford hizo una mueca.

—Deberías publicar un diccionario con tus expresiones.

Abbey abrió el minibar y sacó una Coca-Cola Light.

—¿Quieres una?

Ford se estremeció.

—No, gracias.

Abbey se sentó en la silla de delante del ordenador. Él lo hizo a su lado.

—Era un problema un poco más difícil de lo que pensaba. —Bebió un largo sorbo, prolongando la espera.

—Todo objeto del sistema solar dibuja una curva, que puede ser una elipse o una hipérbole. Una órbita hiperbólica significa que el objeto procede de fuera del sistema solar, y volverá a salir de él moviéndose a una velocidad superior a la de escape. En cambio, nuestro objeto X seguía una órbita elíptica.

—¿Objeto X?

—De alguna manera hay que llamarlo.

Ford se echó hacia delante.

—¿Me estás diciendo que su origen estaba dentro del sistema solar?

—Exacto. Yo tenía el ángulo de entrada en la Tierra y una foto del objeto X al entrar, pero me faltaba su velocidad. Resulta que la Universidad de Maine en Orono tiene una estación de seguimiento de meteoroides. No disponían de ninguna foto del objeto X, pero sí de una grabación de su huella acústica (los impactos sonoros), y les daba una velocidad exacta de veinte coma nueve kilómetros por segundo, mucho más lenta que los casi doscientos mil kilómetros por hora que la prensa dijo al principio.

Ford asintió con la cabeza.

—De momento te sigo.

—Es decir, que era una órbita elíptica. El apogeo, el punto más alejado del Sol, es donde probablemente empezara su viaje.

—Entiendo.

Abbey pulsó unas cuantas teclas, haciendo aparecer un esquema del sistema solar. Después tecleó una orden, y apareció una elipse.

—Esto es la órbita del objeto X. Haz el favor de fijarte en que el apogeo queda justo en la órbita de Marte. Ahora viene lo fuerte: si extrapolas hacia atrás, te da que Marte estaba exactamente en este punto de su órbita cuando X emprendió su viaje hacia la Tierra.

Se apoyó en el respaldo.

—El objeto X —dijo— llegó de Marte.

La habitación del hotel quedó un buen rato en silencio. Ford miraba fijamente la pantalla. Aquello parecía increíble.

—¿Estás segura?

—Lo he revisado tres veces.

Se echó hacia atrás, acariciándose la barbilla.

—Parece que tendremos que ir a donde sepan de Marte.

—¿Y eso dónde es?

Reflexionó un instante.

—Justo ahora están cartografiando el planeta. En la NPF, la National Propulsion Facility de Pasadena, California. Será cuestión de ir a echar un vistazo, por si han encontrado algo fuera de lo normal.

Abbey le miró con la cabeza ladeada.

—Hay una cosa que no entiendo, Wyman. ¿Tú por qué haces esto? ¿En qué te beneficia? Porque no te paga nadie, ¿verdad?

—Me preocupa profundamente. No sé muy bien por qué, pero las alarmas internas se me han disparado como locas, y no podré descansar hasta tener una respuesta.

—¿Qué te preocupa, exactamente?

—Si era un agujero negro en miniatura, al planeta le ha besado la Parca. Así de cerca hemos estado de la extinción. ¿Y si hay más en el lugar de origen?

47

Harry Burr esperaba en el aparcamiento del Connecticut, un centro comercial de lujo, apoyado en el capó de su Volkswagen New Beetle y fumando un cigarrillo American Spirit. El mensaje («Urgente») lo había recibido la noche anterior. De hecho, nunca le habían encargado nada que no fuera urgente. Cuando alguien quería ver muerta a otra persona, lo último que le decía era «tranquilo, que no hay prisa».

Pensativo, hizo rodar el cigarrillo entre el pulgar y el índice, palpando la esponjosidad del filtro y contemplando las volutas que salían de la ceniza encendida. Pésima costumbre, mala para su salud, poco atractiva y propia de obreros. Los profesores de universidad clasicones no fumaban, o si fumaban era en pipa de brezo. Tiró la colilla al suelo de cemento del garaje, y la aplastó haciendo girar una docena de veces la suela de su mocasín, hasta que solo quedó una masa deshilachada. Ya dejaría de fumar, pero más adelante.

Pasaron unos cuantos coches, hasta que uno se paró al llegar cerca de él. Era un coche americano feo, un Crown Victoria de los últimos modelos, negro, por supuesto. Fueran quienes fuesen sus clientes, habían visto demasiadas películas. A él le encantaba su New Beetle, y era perfecto para su trabajo. Nadie se esperaba que un asesino a sueldo llegase en un Escarabajo, ni que llevase americana de tweed de L. L. Bean con parches de cuero en los codos, chinos y calcetines de rombos.

Al asistir a la desmesurada maniobra del coche negro, Burr ni sabía ni quería saber quién le estaba contratando, pero estaba prácticamente seguro de que era algo casi oficial. De ese tipo de encargos había tenido más de uno, últimamente.

El Crown Vic se paró. Bajaron la ventanilla tintada (¡tintada!). Era el mismo asiático con quien había tratado antes, que llevaba traje azul y gafas de sol. Aun así, cumplió con el numerito de la contraseña.

—¿Se va? —preguntó el del Crown Vic.

—Aún tardaré seis minutos.

Les encantaba aquel tipo de cosas. La respuesta fue una mano tendida, con un grueso sobre de papel. Burr lo cogió, lo abrió, pasó un dedo por el fajo de billetes y lo arrojó al asiento del acompañante.

—Lo que más nos interesa es el disco duro —dijo el hombre—. A cambio del disco intacto, elevamos la prima a doscientos mil dólares. ¿Estamos?

—Estamos.

Burr movió la mano en señal de despedida, con una sonrisa insulsa. El Crown Vic hizo un chirrido ostentoso de neumáticos al alejarse. «Eso, eso —pensó él—; tú llama un poco la atención, que está muy bien.»

Una vez dentro de su coche, abrió el sobre y derramó su contenido: una hoja con datos, fotos y el dinero. Mucho dinero. Y el que vendría. Era un buen trabajo, por no decir magnífico.

Después de guardar el dinero en la guantera, examinó las fotos y silbó mientras leía la carta por encima. Sería fácil: coger un disco duro y matar a un cerebrito. El disco en cuestión debía de contener algo bastante suculento.

Sacó del fajo una foto publicitaria muy brillante del disco duro. Tras examinarla unos instantes, la metió entre las demás, echó un vistazo al resto y consultó la hoja de datos. Por la noche la leería más a fondo, y haría sus indagaciones para el día siguiente, el del golpe. Casi ya no se podía imaginar la época de antes de Google Earth, MapQuest, Facebook, YouTube, las páginas blancas inversas, los buscadores de personas y todas las otras herramientas que brindaba internet contra la intimidad. Podía hacer en media hora lo que en otros tiempos le hubiera costado una semana de investigación.

Harry Burr dejó los papeles y se permitió reflexionar un poco sobre sí mismo. Era un buen profesional, y no solo por haber ido a un colegio privado y poder recitar la primera declinación del latín; era bueno porque no le gustaba matar. No le procuraba ningún placer. Ni lo necesitaba, ni tenía por qué hacerlo, a diferencia de la comida, o del sexo. Era bueno porque se compadecía de sus víctimas. Sabiendo que eran personas reales, podía ponerse en su sitio y ver el mundo a través de sus ojos. Así era mucho más fácil matarlos.

Y en último término, Harry Burr era eficiente. En los tiempos en que era otra persona, un gilipollas de Greenwich estirado y con ínfulas que respondía al nombre de Gordie Hill, su padre se lo había enseñado todo sobre la eficiencia. Tenía un arsenal de citas que desplegaba a la primera de cambio: si vas a hacerlo, hazlo; si ganas mucho dinero, a nadie le importará cómo lo hayas ganado; si pretendes ganar, cualquier manera es buena. «Al vencedor no le preguntarán jamás si esgrime la verdad», había dicho el viejo al salir de la cocina después de pegarle un tiro a su madre. Y no habían vuelto a verlo más. Al cabo de unos años, Harry se había enterado de que su padre citaba a Hitler. Anda que no tenía gracia…

Sonrió. Estaba «trastornado»; al menos, de eso quería convencerlo la pandilla de psicólogos escolares, trabajadores sociales, consejeros y demás caterva de profesionales de consejos a cien dólares por hora tras el asesinato de su madre. Pues entonces, ¿por qué no usar su trastorno para ganarse la vida? Se sacó del bolsillo de la camisa el paquete de cigarrillos arrugado. Cogió el último, lo encendió y se guardó otra vez la cajetilla. ¿Qué había dicho san Agustín? «Que Dios me dé castidad, pero más adelante.» Ya lo dejaría, pero más adelante.

48

Abbey esperó detrás de Ford, que dio unos golpes en la puerta abierta del despacho del doctor Charles Chaudry, director de la misión de Marte. El traje nuevo, imposición de aquel, le picaba y le daba calor, sobre todo porque era junio en California.

El director se levantó y salió de detrás del escritorio con la mano tendida.

—Mi ayudante, Abbey Straw.

Abbey estrechó una mano fresca. Chaudry era guapo, con rasgos enjutos y correctos, y ojos de color marrón oscuro; un hombre de paso ligero, cuerpo atlético y trato cordial. Llevaba una de esas coletitas muy apretadas que parecían endémicas entre los californianos de una determinada edad.

—Pasen, por favor —dijo Chaudry, con una voz de tenor casi musical.

Ford encajó su cuerpo en una silla. Abbey hizo otro tanto, mientras se esforzaba por disimular su nerviosismo. En parte le entusiasmaba todo lo que aquello tenía de capa y espada, la ficción con la que habían logrado que les abrieran las puertas. Con lo tieso y convencional que parecía, Ford, en el fondo, era un subversivo, y eso a ella le gustaba.

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