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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (25 page)

BOOK: Impacto
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Era un despacho de una amplitud y sobriedad muy agradables, con ventanas que daban a montañas de un marrón grisáceo, abruptamente erguidas tras el gigantesco aparcamiento. El ambiente acogedor y universitario se veía reforzado por dos paredes llenas de libros. Todo estaba como una patena.

—Bueno, bueno —dijo Chaudry, juntando las manos—, así que está escribiendo un libro sobre nuestra misión Marte.

—Exacto —convino Ford.

—Un libro de fotos bien grande, y bien bonito. Me han dicho que todo lo que es cartografiar y fotografiar la superficie lo supervisa usted.

Chaudry asintió con la cabeza.

Ford pasó a describir con entusiasmo hasta el último detalle del libro: su diseño, su contenido y —cómo no— la gran cantidad de magníficas fotos con que iría ilustrado. Abbey quedó estupefacta al ver cómo transformaba su actitud, habitualmente seca y fría, en un entusiasmo efervescente.

Ford terminó.

—Tengo entendido que al tratarse de un proyecto de la NASA las fotos son de dominio público. Me gustaría poder acceder a todas sus imágenes, con la máxima resolución.

Chaudry separó las manos y se inclinó.

—Tiene razón en que las imágenes son de dominio público, pero no a la máxima resolución.

—Es que necesitaremos la mejor resolución que podamos, porque habrá dobles páginas y desplegables.

El director se apoyó en su respaldo.

—Lo siento, pero las imágenes de alta resolución son de acceso rigurosamente limitado. No se preocupe, le conseguiremos todas las imágenes que necesite a una resolución más que adecuada para un libro.

—¿Por qué están tan limitadas?

—Es el procedimiento estándar. La tecnología de digitalización es de alto secreto, y no queremos que nuestros enemigos se enteren de lo buena que es.

—Pero ¿cómo es de alta la máxima resolución?

—Sigo sin poder entrar en detalles. Desde el satélite, generalizando, podemos ver algo de hasta cincuenta centímetros sobre la superficie, y con nuestro radar SHARAD también podemos ver lo que hay debajo hasta unos cien metros de profundidad.

Ford silbó.

—¿Han visto algo fuera de lo común?

Chaudry enseñó unos dientes muy blancos al sonreír.

—Fuera de lo común es prácticamente todo lo que vemos. Somos como Colón al desembarcar en América.

—¿Algo… no estrictamente natural?

La sonrisa se desvaneció.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Chaudry con frialdad.

—Digamos que al mirar la superficie ven algo que no es natural, como una nave extraterrestre. —Ford sonrió un poco.

—¿Qué harían?

Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa.

—Señor Ford, por favor, ahórrese las bromas. Aquí vienen muchos locos con teorías demenciales. Hasta ha habido manifestaciones enfrente de los edificios para exigir que hagamos públicas las fotos de civilizaciones extraterrestres que hemos descubierto. —Hizo una pausa y añadió:

—Porque era broma, ¿verdad, señor Ford? ¿O tiene alguna razón concreta para preguntarlo?

—Sí —dijo Ford—, era una broma.

En ese momento intervino Abbey.

—Tiene razón, doctor Chaudry. He leído en algún sitio que casi el cuarenta por ciento de los norteamericanos creen que existe vida inteligente en alguna otra parte del universo. ¡Imagínese lo tonto que hay que ser!

Chaudry cambió de postura, incómodo.

—Bueno —se apresuró a decir Ford, dirigiendo una mirada dura a Abbey—, nos ha ayudado mucho, doctor Chaudry.

Chaudry se levantó, manifiestamente aliviado.

—Señor Ford, estaremos encantados de colaborar con su libro. Todas las fotos están en nuestra web. Usted elija las que quiera, y con mucho gusto mi oficina de prensa le enviará un DVD con las imágenes a la máxima resolución legal.

Sonriendo con poca naturalidad, los acompañó hasta la puerta como buen conocedor del lugar.

—Ha sido una pérdida de tiempo —murmuró Abbey al enfilar los largos pasillos.

Ford se acarició el mentón y miró a su alrededor, hasta meterse por la esquina de un pasillo equivocado.

—Eh, Einstein —dijo Abbey—, que no es por aquí.

En la cara de Ford apareció una sonrisa.

—¡Vaya! Es que es todo tan grande que me desoriento. Te pierdes fácilmente.

Continuó hasta otra esquina, y por otro pasillo.

Abbey intentó seguir sus largos pasos.

—Tú ve detrás de mí —dijo Ford.

En la siguiente esquina, Abbey se dio cuenta de que Ford debía de saberse el plano de memoria. Llegaron a la puerta cerrada de un despacho. Ford llamó. Dentro se oyó una voz algo irritada:

—Adelante.

Abrió la puerta y entró. Abbey vio a un hombre corpulento, de rostro carnoso y desagradable, camisa de manga corta y brazos como jamones. En el despacho hacía calor, y olía a sudor.

—¿El doctor Winston Derkweiler? —preguntó Ford bruscamente.

—Sí.

—Soy de la Agencia —se presentó. Señaló a Abbey con la cabeza. —Mi ayudante.

Derkweiler la miró primero a ella, y luego a él.

—¿Agencia? ¿Qué agencia?

—Hace cuestión de un mes —añadió Ford, como si no le hubiera oído— asesinaron a uno de sus científicos.

Abbey se llevó una sorpresa. De eso no sabía nada. Ford se guardaba bien sus cartas.

—Es verdad —dijo Derkweiler—, pero tenía entendido que la investigación ya estaba archivada.

Ford se volvió hacia Abbey.

—¿Me hace el favor de cerrar la puerta, señorita Straw?

—Sí, señor.

Abbey la cerró, con llave, por si acaso.

—Estará archivada, pero el fallo de seguridad aún está siendo investigado.

Derkweiler asintió con la cabeza.

—¿Fallo de seguridad? No sé si le entiendo.

—Digamos que el doctor Freeman fue indiscreto.

—No me sorprende.

—Me alegro de que entienda el problema, doctor Derkweiler.

—Gracias.

Ford sonrió.

—Me habían dicho que podía contar con su ayuda. Vamos a ver: me interesaría tener una lista del personal de su departamento.

Derkweiler vaciló.

—Bueno, si hablamos de seguridad… necesitaría ver su pase, una identificación o lo que sea.

—¡Pues claro! Disculpe.

Ford sacó una placa gastada, en la que Abbey vio un sello azul, blanco y dorado con la leyenda Central Intelligence Agency.

—Ah, esa agencia —dijo Derkweiler.

La placa desapareció rápidamente en el traje de Ford.

—Que quede entre nosotros, ¿me explico?

—Perfectamente. —Derkweiler buscó en sus archivos, sacó un papel y se lo dio. —Aquí tiene: el personal de mi departamento, con nombres, cargos y datos de contacto.

—¿Y el antiguo personal?

Derkweiler frunció el entrecejo y buscó en unas carpetas.

—Aquí tiene una lista del último trimestre. Si quiere retroceder aún más, le aconsejo que consulte directamente al departamento de personal.

Cinco minutos más tarde estaban fuera del edificio, en el espacioso aparcamiento lateral. Dentro del coche de alquiler hacía un calor brutal, y los asientos parecían sartenes. Abbey nunca había estado en el sur de California, y esperaba no tener que volver. ¿Cómo podían aguantar aquel clima? A ella, que le dieran los eneros de Maine.

Ford arrancó. El aire acondicionado escupió aire caliente al encenderse. Abbey miró a Ford con perspicacia.

—Bien hecho, agente especial Ford.

—Gracias. —Ford se sacó del bolsillo las listas que le había entregado Derkweiler, y le dio una a ella.

—Búscame a un ex empleado resentido, preferiblemente alguien a quien despidieran.

—¿Tú crees que están tapando algo?

—En sitios así siempre se tapa algo, por naturaleza. Al margen de su función, todas las grandes burocracias se dedican a controlar información, aumentar su presupuesto y perpetuarse a sí mismas. Si han encontrado algo raro en Marte, puedes estar segura de que lo han escondido. Benditos sean los empleados resentidos. Son quienes más contribuyen a dar transparencia al gobierno.

49

Mark Corso entró en la destartalada casa de época y, después de un vistazo al fajo de cartas —que tiró otra vez a la mesa auxiliar, asqueado—, accedió a la sala de estar. Derrumbado en el sofá, encendió la Xbox, con Resident Evil 5. Le faltaba todavía una hora para ir a trabajar a Moto's, y quería matar un poco el tiempo.

En cuanto se puso en marcha el juego, la pequeña sala de estar se vio sacudida por disparos de armas de fuego, explosiones y ruido de carne desgarrada. Corso jugó cinco minutos, pero no servía de nada. Puso el juego en pausa y apartó la consola, dando paso al silencio. Ya no se divertía; no podía ponerse a tono, y menos cuando su descubrimiento seguía en el aire, en espera de que lo llamase Marjory, en espera, en espera, en espera… Estaba decidido a llevar el disco al
Times
a primera hora de la mañana.

Solo habían pasado dos días desde la llamada a Marjory, pero ella seguía aconsejándole que no dijera nada. Quizá estuviera ganando tiempo para buscar la máquina por su cuenta. Pues que tuviera suerte, porque en la superficie de Marte no la encontraría jamás.

Pensó en la periodista que lo había llamado por la mañana. Pese a la cautela y circunspección de sus respuestas, confiaba en haberle dado bastante información para encender fuego debajo del culo de Chaudry. Así se pegaría un buen susto cuando saliera el artículo. No obstante, el recuerdo de la conversación le inquietó un poco; temía haber sido demasiado locuaz. Claro que ella le había asegurado que no hablaría de él, que solo era información de base, y que nunca saldría su nombre…

Al pasar junto a la mesa auxiliar, repasó otra vez el correo, irritablemente, pero era inútil: ni ofertas de trabajo ni nada. La idea de que le hubieran estafado ocho mil dólares le llenaba de rabia. Se acordó del frío desprecio de Chaudry al rechazar su oferta y replicar con otra amenaza.

Hecho un manojo de nervios, fue al lavabo, se echó agua en la cara y se secó con una toalla. El agua fría no sirvió de nada. No veía la hora de llegar a Moto's, distraerse y relajarse con algo bien cargado. Pasarse el día en casa, deprimido, acabaría con él.

Estaba resuelto a hablar con el
Times.
Después de eso el gobierno no se atrevería a detenerlo. Sería un héroe, un Daniel Ellsberg, el de los «Papeles del Pentágono».

En eso cavilaba cuando sonó el gong electrónico del timbre de la puerta.

—¿Mark? —Oyó la tímida voz de su madre en la cocina. —¿Puedes ir tú?

Corso fue a la puerta y pegó el ojo a la mirilla. Había un hombre con chaqueta de tweed, que parecía sufrir con el calor de aquella mañana gris y pegajosa.

—¿Sí? —preguntó a través de la puerta.

En vez de contestar, el hombre levantó una cartera de cuero gastada, que al abrirse por su propio peso dejó ver una placa de policía.

—Teniente Moore.

Mierda. Corso le escrutó por la mirilla. El policía seguía con la placa en alto, casi en señal de desafío. La foto parecía correcta, pero era de la policía de Washington. ¿Qué significaba? Se sintió invadido por el pánico. Sí, Chaudry lo había delatado.

—¿Para qué es?

Casi se le atragantaron las palabras.

—¿Puedo entrar, por favor?

Tragó saliva. ¿Tenía derecho a negarse? ¿Le obligaría a presentar una orden judicial? Quizá fuera mejor no cabrearlo. Quitó el pasador y la cadena, hizo girar la cerradura y abrió la puerta.

El teniente Moore entró. Corso cerró rápidamente la puerta a su paso.

—¿De qué se trata? —preguntó, de pie en el recibidor. El hombre sonrió.

—Nada grave. Vamos a ver… ¿Hay alguien más en casa?

Corso no quería que su madre se enterase.

—Pues… no, nadie. —Más valía quitar de la vista al poli cuanto antes.

—Por aquí —dijo, indicando la sala de estar.

Una vez dentro, cerró la puerta sin hacer ruido. Quizá fuera mejor llamar a un abogado. Era lo que decía todo el mundo que había que hacer: no hablar nunca con la poli sin un abogado.

—Siéntese, por favor —dijo mientras él hacía lo propio en el sofá, procurando mantener un tono relajado.

El poli, sin embargo, se quedó de pie.

—Oiga, mire, creo que necesito hablar con un abogado —puntualizó Corso.

—Se trate de lo que se trate.

El hombre metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola grande y negra. Corso se quedó mirándola.

—Oiga, teniente, no le va a hacer ninguna falta.

—Yo creo que sí.

Sacó un largo cilindro, que fijó en la punta de la pistola. El joven se fijó por primera vez en que llevaba guantes negros.

—¿Qué hace? —preguntó.

Aquello no era normal. Su cerebro se convirtió en un hervidero de perplejidad y conjeturas.

—No se ponga nervioso. Nada de gritar ni de llorar. No pierda el control; si hace lo que le digo no pasará nada.

Corso se quedó callado. La suave voz del hombre le tranquilizaba, pero el resto no tenía la menor lógica. Su cabeza iba a mil por hora.

El hombre alargó un brazo y cogió la Xbox. La imagen seguía congelada en la pantalla.

—¿Juegas, Mark?

Corso intentó contestar, pero le salió un ruido gutural.

El hombre accionó el interruptor, reanudando el juego. Subió el volumen hasta niveles poco menos que ensordecedores.

—Bueno, Mark —dijo, sobreponiéndose al ruido mientras le apuntaba con la pistola—, estoy buscando un disco duro que te llevaste de la NPF. Es lo único que quiero. Me iré cuando lo tenga. ¿Dónde está?

—He dicho que quiero a un abogado.

A Corso se le atragantaban las palabras. Tragó saliva, en un intento de recuperar el aliento.

—No lo pillas, memo. No soy poli. Quiero el disco duro. O me lo das, o te mato.

La cabeza de Corso daba vueltas. ¿Que no era poli? ¿Podía ser que Chaudry le hubiera mandado a un sicario? Aquello era de locos.

—¿El disco? —balbuceó.

—Vale, sí, sí, ahora le digo exactamente dónde está; ya lo acompaño; usted no se preocupe…

De pronto se abrió la puerta de la sala de estar.

—Pero ¿qué pasa aquí? —gritó su madre, en delantal y con la bayeta en la mano. Al ver la pistola abrió mucho los ojos.

—¡Ah! —chilló, dando un paso hacia atrás. —¡Una pistola! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Policía!

El hombre dio media vuelta. Corso saltó para proteger a su madre, pero era demasiado tarde. La pistola se disparó con un ruido sordo. Incrédulo y horrorizado, vio que el impacto de la bala echaba a su madre hacia atrás, mientras la pared del fondo quedaba rociada de sangre. La anciana chocó de espaldas contra la pared, con los ojos muy abiertos, y se derrumbó torpemente en el suelo, perdiendo uno de sus zapatos.

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