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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (28 page)

BOOK: Impacto
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Eligió un escondite en un grupo de tejos que bordeaba el camino, y esperó acuclillado en lo más denso de la sombra. Cabía la posibilidad de que Lockwood se quedara toda la noche trabajando, pero Ford conocía bastante bien sus costumbres para saber que no dormiría en la oficina. Tarde o temprano volvería a casa.

Esperó.

Pasó una hora. Cambió de postura, intentando desentumecer sus piernas. La luz de lo alto de la casa se apagó. Pasó otra hora. Pocos minutos después de las dos vio luces de coche en la calle, y oyó el brusco traqueteo de la puerta automática del garaje al ser activada y empezar a levantarse.

Poco después, por el camino de entrada se deslizaron unos faros, y entró un Toyota Highlander, que pasó de largo. Ford salió de su escondite y se metió corriendo en el garaje, tras el vehículo. Instantes después se abrió la puerta de la izquierda, y bajó un hombre alto.

Ford se levantó y salió de detrás del coche.

Lockwood se volvió con un respingo y lo miró fijamente.

—Pero ¿se puede saber qué…?

Ford sonrió y le tendió la mano. Lockwood se quedó mirándola.

—Me has pegado un susto de órdago. ¿Qué haces tú aquí?

Sin perder la sonrisa amistosa, Ford bajó la mano y dio un paso adelante.

—Dile a tu hombre que pare.

—¿De qué hablas? ¿Qué hombre?

En la voz de Lockwood había una entonación que a Ford le pareció sincera.

—El que asesinó a Mark Corso y que esta tarde, en Brooklyn, ha intentado matarnos a mí y a mi ayudante, ha estado pegando tiros en un bar y se ha cargado al dueño. Lo puedes leer en el
Times
online. Yo diría que era de la Agencia. Buscaba un disco duro.

—Pero Wyman, por Dios, sabes muy bien que yo nunca tendría nada que ver con algo así. Si intentan matarte, no somos nosotros. Más vale que me expliques qué narices has hecho para provocarlo.

Ford miró a Lockwood fijamente. Se le veía perplejo, y agitado. La palabra importante era «veía». Después de ocho años en Washington, cualquiera se volvía un as del engaño.

—Aún estoy investigando el tema.

Lockwood frunció los labios. Dio la impresión de rehacerse.

—Si te persigue alguien, no es la CIA. No son tan bastos. Además, tú eras uno de los suyos. Podría ser uno de esos acrónimos de la DIA, claro; algún operativo supersecreto. No responden ante nadie, los muy hijos de puta. —Se sonrojó. —Me enteraré inmediatamente, y si son ellos tomaré las medidas oportunas. Pero Wyman, ¿se puede saber qué carajo estás haciendo? Tu misión ya hace tiempo que acabó. Te avisé de que no siguieras removiendo el asunto. Ahora te digo que, si no paras, te meto en la cárcel. ¿Queda claro?

—No, en absoluto. Otra cosa: mi ayudante es una estudiante de veintiún años, sin ninguna culpa en todo este tema.

Lockwood inclinó la cabeza y la movió de un lado a otro.

—Si es uno de los nuestros, te aseguro que me enteraré y montaré un escándalo, aunque yo de ti me plantearía quién podría ser fuera del gobierno. —Y añadió:

—Pero tengo que preguntártelo otra vez: ¿por qué carajo lo haces? Tú no tienes vela en este entierro.

—No lo entenderías. He venido a buscar más información. Quiero que me expliques qué pasa y qué es lo que sabes.

—¿Lo dices en serio? No pienso explicarte nada.

—¿Ni siquiera a cambio de la información que tengo yo?

—¿Cuál?

—El objeto no cayó frente a las costas de Maine. Chocó con una isla.

Lockwood dio un paso adelante y bajó la voz.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado allí. He visto el agujero.

—¿Dónde?

—Es la información que recibirás… a cambio.

Lockwood lo miró sin parpadear.

—De acuerdo. Según nuestros físicos, lo que atravesó la Tierra era un trozo de materia extraña, también llamado
strangelet.

—¿No era un agujero negro en miniatura?

—No.

—¿Qué narices es eso de «materia extraña»?

—Una forma superdensa de la materia, compuesta totalmente de quarks, y en extremo peligrosa. Yo no lo acabo de entender del todo; si quieres saber más, búscalo. La verdad es que eso es lo único nuevo que tenemos. Bueno, ¿dónde está la isla?

—Se llama Shark. Está en la bahía de Muscongus, a unos trece kilómetros de la costa. Es una isla pequeña y desierta. Encontraréis el cráter en el punto más alto.

Lockwood se dio la vuelta, sacó su maletín del coche y cerró la portezuela. Cuando Ford se disponía a irse, aquel le tendió la mano y cogió la suya por sorpresa.

—Ten cuidado, y no llames la atención. Si me entero de que te persiguen los nuestros, te juro que pararé esa persecución; pero ten en cuenta que podrían no ser nuestros…

Ford se volvió, cruzó la puerta del garaje y se adentró en la oscuridad del parque, atravesando el jardín. Fue hacia el punto del arroyo más poblado de vegetación, lo cruzó y salió al camino. Al encontrar la calle Quebec se irguió, se arregló el traje y se atusó el pelo. Volvía a adoptar la actitud y los movimientos rápidos de un vecino que tomara el fresco. En algún momento se metió en la oscuridad para evitar a un coche patrulla. Después de haber cruzado varias esquinas, llegó al final de la calle donde había aparcado y se quedó a la sombra de una arboleda.

Malas noticias. Al mirar a través de la pantalla de árboles, vio dos coches patrulla con las luces encendidas, uno a cada lado de su vehículo de alquiler. Estaba claro que le estaban tomando la matrícula. ¿Habría llamado Lockwood a la poli? A menos que él lo hubiera dejado aparcado demasiado tiempo: ya hacía mucho que se había terminado la fiesta, y quizá algún paranoico de la urbanización hubiera llamado a la policía. Por desgracia, el Mercedes estaba alquilado con su auténtico nombre. No había tenido más remedio.

Musitando una palabrota, volvió a fundirse con la oscuridad, y un sinuoso recorrido de jardines y parques lo llevó hasta la American University y la parada de autobús de la avenida Massachusetts.

56

Abbey consultó los archivos del disco duro de ciento sesenta terabytes e hizo un muestreo aleatorio. Había cientos de miles, o quizá millones, de imágenes de Marte: imágenes espectaculares, sorprendentes y extraordinarias de cráteres, volcanes, desiertos, campos de dunas, montañas y llanuras. No menos espectaculares eran las imágenes por radar, cortes en la corteza marciana. En cambio, los datos de rayos gamma eran simples tablas de números y una sucesión de gráficos indescifrables. En aquel caso no había imágenes, solo números.

Le llamó la atención una carpeta titulada ANOMALÍA GAMMA. Contenía un solo archivo, que tenía una extensión
pps:
una presentación de PowerPoint, creada en el disco hacía solo unas semanas.

Clicó en el archivo
pps.
Se abrió una ventana, y empezó la presentación.

El detector de centelleo de rayos gamma Compton

del MMO: análisis de datos de emisión anómalos

de rayos gamma de alta energía

Mark Corso, técnico superior de análisis de datos

Tenía buena pinta. Debía de ser la presentación que había irritado al jefe, Derkweiler, y había desembocado en el despido. La obsesión de Corso. Clicó en la página siguiente, donde había un esquema del planeta Marte con las trayectorias orbitales del satélite MMO dibujadas a su alrededor, superponiendo las múltiples órbitas. Lo siguiente era un gráfico titulado «Firma teórica de una fuente puntual de rayos gamma en la superficie de Marte», que estaba compuesto por una onda cuadrada sin complicaciones. Después venía otro gráfico con la etiqueta «Firma real de rayos gamma», de difícil lectura, y en último lugar se combinaban ambos, mostrando coincidencias que a Abbey le parecieron bastante inconsistentes, con grandes barras de error y mucho ruido de fondo. A duras penas había picos y valles, y las firmas teórica y real parecían desfasadas.

Clicó otra vez, pero allí terminaba todo.

¿Qué significaba aquello? Obviamente, era una presentación oral, sin textos escritos que la acompañasen.

Volvió a clicar desde el principio hasta el final, tratando de entenderlo. «Firma teórica de una fuente puntual de rayos gamma en la superficie de Marte.» Pensó en sus clases de física del primer año en Princeton, y en lo que se suponía que tenía que saber acerca de los rayos gamma. Eran la parte más energética del espectro electromagnético, y tenían más energía que los rayos equis. Rayos gamma, rayos gamma… Tal como le había dicho a Ford, Marte no debería emitir ninguno. ¿O sí? Se reprochó no haber estudiado más.

Buscó «rayos gamma» en Google, y se puso al corriente. Solo los producían acontecimientos de violencia extrema: supernovas, agujeros negros, estrellas de neutrones, aniquilaciones materia-antimateria… Leyó que en el sistema solar solo había una manera natural de que se crearan rayos gamma: cuando llegaban del espacio exterior rayos cósmicos de gran potencia y golpeaban la atmósfera o la superficie de un planeta. Cada impacto de los rayos cósmicos escindía átomos de materia, produciendo un fogonazo de radiación gamma. De resultas de ello, todos los planetas del sistema solar, bañados en un bombardeo difuso de rayos gamma procedentes del espacio exterior, emanaban un tenue resplandor de rayos gamma. Era un brillo difuso, que abarcaba todo el planeta.

Leyó varios artículos, pero la conclusión siempre era la misma: que ningún proceso natural conocido podía crear una fuente puntual de rayos gamma en el sistema solar. Nada más lógico que el interés de Corso: él había encontrado una fuente puntual de rayos gamma en Marte, y en la NPF no le creía nadie. A menos que se lo inventase todo… Difícil saberlo.

Fijó la vista en la pantalla del ordenador. Después de frotarse los ojos, echó un vistazo al reloj. Las tres de la madrugada. ¿Dónde estaba Ford?

Suspiró, se levantó y buscó en el minibar. Vacío. Se había bebido todas las Coca-Cola Light, se había comido todas las bolsas de Cheetos y acabado con todas las barritas Mars. Tal vez le conviniera dormir. Sin embargo, la idea del sueño no la atraía. Estaba demasiado preocupada por Ford. Empezó a repasar los datos, por hacer algo, y a buscar el Mars Mapping Orbiter en Google. Lo habían lanzado hacía pocos años, y un año después se había puesto en órbita alrededor de Marte. Un módulo orbital repleto de cámaras y espectrómetros, con un georradar y un detector de centelleo de rayos gamma. Objetivo: cartografiar Marte. Transportaba el telescopio más potente enviado jamás al espacio: el HiRISE, del que, aun siendo secreto, se consideraba que podía ver un objeto de treinta centímetros de diámetro desde más de doscientos kilómetros. Durante los pocos meses que llevaba siendo operativo, el MMO había devuelto más datos a la Tierra que todas las misiones espaciales anteriores juntas.

Y al parecer, gran parte de esos datos —por no decir todos— estaban en el disco duro.

Reordenó las carpetas por fecha. La primera de todas era reciente, muy reciente. Se llamaba MÁQUINA DE DEIMOS.

Intrigada por el nombre, la abrió y vio que contenía más de treinta archivos, con nombres como DEIMOS-GRANDE y VOLTAIRE-ORIG, siguiendo con VOLTAIRE-DETALLE, y una serie titulada VOLTAIRE1 a VOLTAIRE33.

Los clicó uno tras otro, empezando por imágenes borrosas de colores falsos, cada una más nítida que la anterior. Todas eran de una construcción de aspecto extraño, un cilindro hueco rodeado de proyecciones esféricas sobre una base de cinco lados.

Hundida en el polvo. Parecía salida de un decorado de cine, o de algún tipo de proyecto artístico.

Procedió a abrir todas las imágenes de Voltaire, y finalmente los archivos más grandes de arriba, DEIMOS-GRANDE y DEIMOS-ORIG. Al mirar fijamente las imágenes, lo entendió poco a poco, y se le aceleró el pulso al darse cuenta desde dónde había sido fotografiada aquella extraña construcción. Casi no podía respirar. Era increíble, asombroso…

Oyó un paso al otro lado de la puerta; luego un golpe, y el clic de la cerradura. Abrieron.

Abbey se incorporó.

—¡No te vas a creer…!

Ford hizo que se callara con un gesto tajante.

—Apágalo y guárdalo, que tenemos que irnos. Ahora mismo.

57

Al observar la recepción del hotelucho, Harry Burr olió algo y se miró los zapatos por si había pisado una caca de perro. No, debía de haberla traído otra persona. Le había sobrado tiempo para descansar durante el viaje a Washington. Con lo cerca que había estado… ¡Hasta había visto que la chica arrancaba el disco de detrás de la nevera al salir! Pero al final se habían subido a un taxi, antes de que pudiera darles caza y rematar la faena.

Pero no se le habían escapado del todo. Gracias al número del techo del taxi, y a un poco de ayuda por parte de un amigo en la policía de la capital, había podido seguir su rastro hasta allí. Fue al mostrador y tocó la campanilla. Instantes después salió del fondo, arrastrando los pies, un individuo mantecoso, con cara de niño y un cinturón tres agujeros demasiado apretado que marcaba un anillo en la grasa.

—¿Le puedo ayudar?

Burr afectó nerviosismo, como era de rigor, y habló de forma atropellada.

—Pues eso espero, mire. Estoy buscando a mi hija. Se ha fugado con un hombre, un cerdo redomado que la conoció en la iglesia, fíjese si es pervertido. —Se paró a respirar.

—Creo que han pasado aquí la noche. Tengo fotos. —Hurgó en su maletín, hasta sacar instantáneas de Ford y de Abbey. —Aquí están.

Respiró agitadamente.

El recepcionista hizo un ruido con los labios e, inclinándose despacio hacia las fotos, las miró. Se hizo un largo silencio. Burr contuvo el impulso de pasarle uno de veinte, que era lo que a todas luces esperaba. A él no le gustaba pagar la información; de esa manera a veces te la daban mala. En cambio, los que te proporcionaban información por simple bondad —¡almas de cántaro!— siempre te la daban buena.

Otro ruido con los labios. Don Flemático alzó la mirada, hasta encontrar la de Burr.

—¿Hija? —preguntó, con una nota escéptica en la voz.

—Adoptada —dijo Burr—. De Nigeria. Mi mujer no podía quedarse embarazada, y quisimos darle una oportunidad a una niña de África. ¿La ha visto o no? Ayúdeme, por favor, es la niña de mis ojos. El muy cerdo la conoció en nuestra iglesia; le dobla la edad, y encima está casado.

La mirada regresó a la foto. Se oyó un largo suspiro, como una bolsa estrujada.

—Los he visto.

—¿De verdad? ¿Dónde? ¿Se alojan aquí?

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