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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (4 page)

BOOK: Impacto
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—Vale.

La levantaron y justo cuando iban a subirla por la borda, Worth les cerró el paso.

—He dicho que os estoy hablando.

Marcó músculo, pero en su cuerpo demacrado el efecto era ridículo. Abbey dejó la nevera en el suelo y lo miró fijamente. De pronto sentía una enorme tristeza.

—¡Uy! ¿No te dejo pasar? —dijo el chico con una sonrisita.

Abbey esperó cruzada de brazos, sin mirarlo.

Worth se acercó más y se inclinó hasta que sus caras casi se tocaron, envolviendo a Abbey en un olor fétido a sudor. Sus labios agrietados dibujaron una sonrisa torcida.

—¿Creías que me ibas a dejar plantado?

—Para empezar, entre tú y yo no ha habido nunca nada, así que aquí nadie ha dejado plantado a nadie —repuso Abbey.

—¿Ah, no? ¿Pues cómo le llamas a esto? —Worth contoneó obscenamente sus caderas, en un vaivén acompañado de gemidos en falsete:

—«Más adentro, más adentro.»

—Sí, claro. Para lo que me sirvió, podría haberme ahorrado el aliento.

A Jackie se le escapó la risa.

Silencio.

—¿Qué quiere decir eso?

Abbey se volvió, sin rastro ya de compasión.

—Nada, solo que te apartes.

—Las tías que me follo son para mí. ¿No lo sabías, negra?

—¡Oye, tú, racista asqueroso, cállate de una puta vez! —dijo Jackie.

¿Por qué? ¿Por qué había hecho la tontería de liarse con él? Abbey cogió el asa y levantó la nevera.

—¿Piensas apartarte, o tengo que llamar a la policía? Como infrinjas la condicional, te vuelves a la cárcel.

Él no se movió.

—Jackie, enciende el VHF. El canal dieciséis. Llama a la poli.

Esta saltó al barco, entró en la cabina y bajó el micro.

—Que te den —dijo Worth, apartándose. —De poli, nada. Seguid, seguid, que yo no os molesto. Solo te digo una cosa: a mí no me dejas tirado. —Levantó mucho el brazo y apuntó a Abbey con el dedo. —Porque eres madera negra, y ya sabes lo que dicen: el mejor tajo es el que das a la madera negra.

—Déjame en paz.

Abbey lo rozó al pasar, con la cara muy roja, y subió la última nevera por la borda. Después de guardarla en la cabina, cogió el timón y puso una mano en la palanca de cambios.

—Suelta amarras, Jackie.

Jackie desató los cabos, los echó en el barco y subió a bordo. Abbey puso el barco en marcha adelante, sacó la popa, cambió a marcha atrás y se alejó.

Worth se quedó en el embarcadero, bajito y flaco como un espantapájaros, intentando poner voz de duro.

—¡Sé a qué vais! —gritó. —Todo el mundo se ha enterado de que volvéis a buscar el tesoro pirata. No engañáis a nadie.

En cuanto el
Marea
dejó atrás la boya de la entrada del puerto, Abbey viró a estribor, aceleró y puso rumbo a mar abierto.

—Pero qué gilipollas —dijo Jackie.

—¿Le has visto la boca de pastillero?

Abbey no dijo nada.

—Racista cabrón… Alucino de que te haya llamado negra. Para blancos de mierda, este hijo de puta.

—Ojalá… fuera yo negra.

—¿Con qué coño me sales ahora?

—No sé. Es que me siento tan… blanca.

—Bueno, es que en cierto modo eres blanca. Vaya, que bailando eres un desastre.

Jackie soltó una risa forzada. Abbey entornó los ojos.

—No, ahora en serio. No tienes nada que parezca de negra: ni la forma de hablar, ni la educación, ni los amigos… No te ofendas, pero… —Jackie no acabó la frase.

—Eso es lo malo —repuso Abbey—, que en el fondo no tengo nada que parezca yo. Soy negra genéticamente, pero blanca en todos los demás sentidos.

—¿Qué más da? Eres lo que eres, y a la mierda con el resto. —Tras un silencio incómodo, Jackie preguntó:

—¿De verdad que os acostasteis?

—No me lo recuerdes.

—¿Cuándo?

—Hace dos años, en aquella fiesta de despedida de los Lawlers. Antes de que empezara él con la meta.

—¿Por qué?

—Estaba borracha.

—Vale, pero ¿con un tipo así?

Abbey se encogió de hombros.

—Fue el primer chico al que di un beso, en sexto… —Vio la sonrisa burlona de Jackie.

—Vale, vale, soy una tonta.

—No, es que tienes mal gusto con los hombres. Un gusto realmente malo.

—Gracias.

Abbey abrió la ventanilla de la cabina, exponiendo su cara a un chorro de aire marino. El barco surcaba un mar de cristal. Al cabo de un rato se animó. Era una aventura, y se iban a hacer ricas.

—¡Eh, primera oficiala! —Levantó una mano.

—¡Chócala!

Hicieron chocar sus manos. Abbey pegó un grito.

—Romeo Foxtrot, ¿bailamos?

Enchufó el iPod en el equipo de música Bose de su padre, buscó la
Cabalgata de las valquirias
y puso el volumen a tope. El barco rugía por el estrecho de Muscongus, atronando las aguas con las notas de Wagner.

—Primera oficiala —dijo Abbey—, apunte en el diario de a bordo: ¡
Marea
, 15 de mayo, 6.25 de la mañana, combustible al cien por cien, agua al cien por cien, bourbon al cien por cien y hierba al cien por cien, horas de motor 9.114,4, viento insignificante, estado del mar uno, todos los sistemas en funcionamiento, sesenta grados a doce nudos rumbo a Louds Island en busca del meteorito de la bahía de Muscongus!

—Sí, mi capitana. ¿Y si antes lío un porro?

—¡Magnífica idea, primera oficiala! —Abbey soltó otro grito, sin acordarse ya de Worth.

—Esto sí que es vida.

7

Ford pagó al taxista y caminó sin prisa por la acera. En el barrio de las gemas de Bangkok —un laberinto de callejas cerca de Silom Road, a poca distancia del río— se mezclaban los almacenes gigantescos al por mayor con los feos escaparates de los falsificadores. La calle era un hervidero de coches, con aceras estrechas obstruidas por el aparcamiento ilegal, y dos hileras de edificios baratos, modernos y chabacanos. Bangkok era una de las ciudades que menos le gustaban a Ford.

Llegó a la esquina de Bamroonmuang Road, a un edificio bajo de ladrillo gris oscuro. En el cartel que había encima de la puerta ponía PIYAMANEE LTD. Las ventanas tintadas reflejaban su imagen.

Se alisó el pelo hacia atrás con el peine y se ajustó la americana de seda cruda. Se había vestido de traficante de drogas, con camisa de seda desabrochada hasta el esternón, cadenas de oro, gafas de sol Bollé y barba de tres días. Se acercó tranquilamente a la puerta abierta, con las manos en los bolsillos, y echó un vistazo a su alrededor. Dentro había poca luz, para que no se pudieran examinar muy bien las piedras preciosas, y olía un poco a Clorox. Las vitrinas, de iluminación anémica, formaban un recuadro gigante, abierto por un lado. Había una pareja norteamericana joven —de luna de miel, obviamente— que miraba varios zafiros estrella turbios sobre terciopelo negro.

Enseguida llegaron corriendo dos vendedoras, ninguna de las cuales tendría más de dieciséis años.

—Sawasdee!
¡Bienvenido, amigo especial! —Una de ellas ofrecía una bebida de mango con una flor y una sombrilla.

—¿Usted viene a aprovechar último día de exportación especial de piedras preciosas por gobierno tailandés?

Ford no les hizo caso.

—¿Señor?

—Quiero ver al dueño.

Lo dijo en el vacío, a treinta centímetros de las cabezas de las chicas, sin sacar las manos de los bolsillos ni quitarse las gafas de sol.

—¿El señor desea copa bienvenida?

—El señor no desea copa bienvenida.

Se fueron las dos, desengañadas. Instantes después, de la trastienda salió un hombre que llevaba un traje negro impecable, camisa blanca y corbata gris, y que hizo varias reverencias obsequiosas con las manos juntas mientras se acercaba.

—¡Bienvenido, amigo especial! ¡Bienvenido! ¿De dónde viene? ¿De Estados Unidos?

Ford lo miró de hito en hito.

—Vengo a ver al dueño.

—¡Thaksin, Thaksin, para servirle, señor!

—Y una mierda. Yo con un lacayo no hablo.

Ford se dio la vuelta para marcharse.

—Un momentito, señor.

Transcurrieron unos minutos, hasta que salió de la trastienda un hombre muy bajo y con aspecto de cansado. Llevaba chándal y caminaba encorvado, sin la prisa de los otros, y tenía bolsas en los ojos. Al llegar hasta Ford hizo una pausa y lo miró de arriba abajo con una calma inescrutable.

—¿Su nombre, por favor?

Ford, sin contestar, sacó una piedra naranja de su bolsillo y se la enseñó.

El hombre dio un paso hacia atrás, sin alterarse.

—Vamos a mi despacho.

Era una estancia pequeña, cuyo revestimiento de madera falsa se había combado y despegado a causa de la humedad. Apestaba a cigarrillos. Ford, que ya había hecho negocios en el sureste asiático, sabía que la cutrez de un despacho, o el mal corte de la ropa de alguien, no eran indicativos de quién fuera ese alguien; la más destartalada de las oficinas podía ser la guarida de un multimillonario.

—Soy Adirake Boonmee.

El hombre tendió una mano pequeña, con la que estrechó pulcramente la de Ford.

—Kirk Mandrake.

—¿Puedo volver a ver la piedra, señor Mandrake?

Ford la sacó, pero el hombre no la cogió.

—Puede dejarla encima de la mesa.

Ford lo hizo. Boonmee la examinó un buen rato antes de acercarse un poco más, cogerla y exponerla a una luz puntual de gran intensidad que tenía su origen en un rincón de la salita.

—Es falsa —concluyó. —Un topacio recubierto.

Ford fingió una confusión de la que se recuperó enseguida.

—Naturalmente, ya lo sé —dijo.

—Naturalmente. —Boonmee lo dejó en su escritorio, sobre un tablero de fieltro.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Tengo un cliente importante que quiere muchas de estas piedras; mieles, de las de verdad. Y está dispuesto a pagarlas muy bien. En lingotes de oro.

—¿Qué le ha hecho pensar que nosotros vendemos este tipo de piedras?

El detective metió una mano en el bolsillo y sacó un puñado de águilas americanas de oro, que dejó caer una por una sobre el fieltro, con un tintineo sordo. Boonmee no dio muestras de mirar siquiera las monedas; sin embargo, Ford vio que se le aceleraba el pulso en el cuello. Era curioso que la visión del oro tuviera aquel efecto.

—Esto para empezar la conversación.

Boonmee sonrió, con una expresión de curiosa inocencia que le iluminó el rostro. Cerró una mano en torno a las monedas, que se guardó en el bolsillo. Después se apoyó en el respaldo de la silla.

—Creo, señor Mandrake, que vamos a entendernos.

—Mi cliente, que vende al por mayor en Estados Unidos, busca como mínimo diez mil quilates para tallar y vender. Yo, por mi parte, no soy tratante en piedras preciosas. No sabría distinguir un diamante de un trozo de cristal. Soy lo que podríamos llamar «facilitador de importaciones» en lo relativo a… esto…, conseguir que los envíos pasen la aduana estadounidense.

Ford dejó que su voz se tiñera de cierta presunción.

—Comprendo. Pero diez mil quilates es imposible; al menos ahora mismo.

—¿Por qué?

—Son piedras raras, que salen despacio, y yo no soy el único negociante de gemas de Bangkok. Podría empezar con algunos centenares de quilates, y luego iríamos subiendo.

Ford cambió de postura y frunció el ceño.

—De empezar nada, señor Boonmee. El negocio es a todo o nada: o diez mil quilates, o me largo.

—¿Cuál es su precio, señor Mandrake?

—Veinte por ciento más que el habitual: seiscientos dólares norteamericanos por quilate sin tallar; o sea, un total de seis millones de dólares, por si las matemáticas no son su fuerte.

La sonrisa de Ford tuvo la estupidez de rigor.

—Voy a hacer una llamada. ¿Tiene usted tarjeta, señor Mandrake?

Ford sacó una tarjeta llamativa, al estilo asiático, de mucho gramaje y con estampado de oro en relieve, por delante en inglés y por detrás en tailandés. Se la dio a Boonmee con un gesto teatral.

—Una hora, señor Boonmee.

Este inclinó la cabeza.

Tras un último apretón de manos, Ford salió de la tienda y se puso a buscar un taxi en una esquina, desde donde despedía por señas a los
tuk-tuks.
Se acercaron dos taxis ilegales, pero también los rechazó. Tras diez minutos de dar vueltas frustrantes en torno al mismo sitio, sacó la cartera, buscó algo y entró otra vez en la tienda.

Las vendedoras se le echaron encima inmediatamente. Él pasó de largo y fue a la trastienda. Llamó a la puerta. Poco después apareció el hombrecillo.

—¿Señor Boonmee?

El tailandés lo miró con cara de sorpresa.

—¿Algún problema?

Ford sonrió, compungido.

—Es que le he dado la tarjeta equivocada. Una vieja. Si me permite…

Boonmee fue a su mesa, cogió la tarjeta vieja y se la dio.

—Disculpe.

Ford le ofreció la nueva, se guardó la vieja en el bolsillo de la camisa y salió otra vez a aquel sol de justicia. En esta ocasión encontró taxi enseguida.

8

«Parece mentira que estos sitios siempre sean iguales», pensó Mark Corso al recorrer los pasillos largos y pulidos de la National Propulsion Facility. Pese a estar al otro lado del continente, los pasillos de la NPF olían igual que los del MIT (o Los Álamos, o Fermilab, tanto daba): la misma mezcla de cera de suelos, aparatos electrónicos calientes y manuales polvorientos. También era idéntico su aspecto, a base de linóleo, revestimiento barato de madera clara y paneles fluorescentes que zumbaban, montados a intervalos regulares sobre placas acústicas.

Tocó la identificación recién impresa que colgaba de su cuello con un hilo de plástico, como si fuera un talismán. De niño había querido ser astronauta. La Luna ya había sido conquistada, pero quedaba Marte, que aún era mejor. Y allí estaba, con treinta años: el técnico superior más joven de toda la misión Marte, en un momento de la historia humana que no admitía comparación con ningún otro. En menos de dos décadas —antes de que él cumpliera los cincuenta—, habría participado en el mayor acontecimiento de los anales de la exploración: mandar a otro planeta a los primeros seres humanos. Y si jugaba bien sus cartas, hasta podía ser director de la misión.

Se paró frente a una vitrina vacía del pasillo, para ver su reflejo: bata de laboratorio inmaculada, desabrochada para darle un toque informal; camisa blanca de algodón recién planchada, corbata-fular de seda y pantalones de gabardina. Era un hombre puntilloso en el vestir, atento a evitar cualquier indicación de que pudiera ser un cerebrito. Al mirar su reflejo, fingió verse por primera vez. Llevaba el pelo corto (léase, de fiar), barba (poco convencional), pero bien recortada (no demasiado poco), y estaba delgado y musculado (nada de afeminamiento). Era un hombre guapo, un moreno a la italiana, de rasgos proporcionados y ojos grandes y marrones. Las gafas caras de Armani y la ropa a medida reforzaban esa impresión: nada que ver con un friqui de la informática.

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