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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (5 page)

BOOK: Impacto
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Respiró hondo y llamó con aplomo a la puerta cerrada del despacho.

—Entrez
—dijo alguien.

Empujó la puerta, y al entrar en el despacho se encontró frente a la mesa. No había donde sentarse; el despacho de su nuevo jefe, Winston Derkweiler, era pequeño y estaba muy lleno, a pesar de que el principal responsable del equipo podría haber conseguido uno mucho mayor. Derkweiler, sin embargo, era de esos científicos que afectan desdeñar los incentivos y las apariencias, un hombre cuyos modales bruscos y cuyo aspecto descuidado proclamaban su dedicación pura a la ciencia.

El director volvió a sentarse en la silla de despacho, a cuyos contornos se adaptó su blanda corpulencia.

—¿Qué, Corso, acostumbrándose al manicomio? Ahora tiene un cargo nuevo e importante, con nuevas responsabilidades.

No le gustaba que le llamaran Corso, pero ya estaba acostumbrado.

—Sí, bastante bien.

—Me alegro. ¿En qué puedo ayudarlo?

Corso respiró hondo.

—He estado mirando algunos datos de rayos gamma de Marte…

Darkweiler frunció bruscamente el entrecejo.

—¿Datos de rayos gamma?

—Pues sí. Me estaba familiarizando con mis nuevas responsabilidades, y al consultar todos los datos antiguos… —Al ver que su superior persistía en su ostentosa seriedad, hizo una pausa. —Perdone, doctor Derkweiler, ¿pasa algo?

El director del proyecto no miraba los listados de datos que Corso le había puesto delante, sino al propio Corso. Había juntado las manos, pensativo.

—¿Cuánto tiempo lleva mirando datos antiguos de rayos gamma?

—Toda esta semana.

Corso sintió una súbita aprensión. Quizá Derkweiler y Freeman se hubieran enfrentado a causa de esos datos.

—Cada semana recibimos medio terabyte de datos de radar y visuales, que van acumulándose sin que nadie los mire. Los de rayos gamma son los menos importantes.

—Sí, ya lo sé. —Corso sintió cierta agitación. —Lo que ocurre es que antes de… humm… irse de la NPF, el doctor Freeman estuvo trabajando en un análisis de los datos de rayos gamma. Yo voy a continuar su trabajo en ese campo, y al repasarlo me han llamado la atención algunos resultados anómalos…

Derkweiler juntó las manos y se inclinó sobre la mesa.

—Corso, ¿usted sabe cuál es nuestra misión?

—¿Misión? ¿Quiere decir…?

Corso no pudo evitar ruborizarse como un colegial que ha olvidado la lección. Era absurdo tratar de aquel modo a un técnico superior. Freeman ya se le había quejado más de una vez sobre Derkweiler.

—Quiero decir… —Derkweiler abrió los brazos, sonriendo, y contempló su despacho. —Estamos en California, en las hermosas afueras de Pasadena, en un lugar precioso como es la National Propulsion Facility. ¿Estamos de vacaciones? No, no estamos de vacaciones. Pues entonces, Corso, ¿qué hacemos aquí? ¿Cuáles son los objetivos?

—¿Los del Mars Mapping Orbiter o los de la NPF en general?

Corso intentaba mantener su inexpresividad.

—¡Del MMO! ¡No estamos criando pollos ecológicos, Corso!

Derkweiler se rió de su propia ocurrencia.

—Observar la superficie de Marte, buscar agua debajo de la misma, analizar minerales, cartografiar el terreno…

—Muy bien. Como preparativo de futuras misiones que aterricen en el planeta. ¿Aún no se ha enterado de que estamos en una nueva carrera espacial, pero esta vez con los chinos?

Dicho en términos tan crudos, como de guerra fría, la frase sorprendió a Corso.

—Los chinos ni siquiera están cerca de la línea de salida.

—¿Que no están en la línea de salida? —Derkweiler estuvo a punto de saltar de su asiento. —¡Si a su satélite
Hu Jintao
le faltan pocas semanas para llegar a la órbita de Marte!

—Nosotros hace décadas que tenemos módulos orbitales alrededor de Marte. Hemos hecho aterrizar sondas, hemos explorado la superficie con vehículos…

Derkweiler le hizo señas de que se callara.

—Me refiero a largo plazo. Los chinos se han saltado la Luna y van directos a por Marte. No subestime sus capacidades, y menos ahora que Estados Unidos titubea en su programa espacial.

Corso asintió, mostrándose de acuerdo.

—Y usted perdiendo el tiempo con los rayos gamma. ¿Qué tienen que ver unos rayos gamma rebeldes con la misión Marte?

—El MMO lleva un detector de rayos gamma —respondió Corso. —Su análisis forma parte de las atribuciones de mi cargo.

—El detector se lo instalaron en el último momento —dijo Derkweiler—; se lo puso el doctor Freeman en contra de mi parecer, sin que se conocieran las razones. Los rayos gamma eran el monotema del doctor Freeman. Mire, no es ningún reproche: usted lo que intenta es ordenar el caos que él dejó, y no se ha dado cuenta de las prioridades. Si me lo permite, le sugiero que se ciña a la misión y a los datos cartográficos del SHARAD.

Esforzándose por mantener su mejor sonrisa de lameculos, Corso recogió los gráficos de rayos gamma y los volvió a guardar en el sobre de papel. Estaba decidido a llevarse bien con Derkweiler a toda costa.

—Ahora mismo me pongo a trabajar en eso —anunció resueltamente.

—Estupendo. Dentro de una semana tiene su primera presentación como miembro de la junta directiva, y quiero que le salga bien. Por eso que dicen de las primeras impresiones. ¿Me explico?

—Sí, gracias.

—No me las dé. Mi trabajo consiste en ser un coñazo.

Otra risita.

—Claro.

Cuando Corso ya se daba la vuelta, Derkweiler habló: —Una cosa más.

Corso volvió a mirarlo.

—Esto probablemente le interese. —Derkweiler lanzó un fajo de hojas grapadas que aterrizó en la mesa, delante de Corso.

—Es el informe definitivo de la policía sobre el asesinato de Freeman. Fue un robo. Parece que el doctor llegó a su casa a una mala hora. Le robaron varias cosas: un Rolex, joyas, ordenadores… He pensado que le gustaría leerlo. Sé que tenían buenas relaciones.

—Gracias.

Corso lo cogió. Al volver a su despacho se sentó a la mesa, metió los gráficos de rayos gamma viejos de Freeman en un cajón y lo cerró de golpe. El profesor tenía razón: Derkweiler era un jefe insufrible. Aun así, las anomalías de rayos gamma que había visto en el disco duro de Freeman —y de las cuales había hecho un seguimiento en el trabajo— eran desconcertantes, y se quedaba corto. Freeman estaba en lo cierto: podía ser un descubrimiento importante, potencialmente explosivo. Cuanto más pensaba en las implicaciones, más miedo le daba. Tendría que ser discreto y procesar los datos hasta presentarlos de manera fría y objetiva. Aunque a Derkweiler quizá no le gustaran, lo que contaba era la opinión del director de la misión, Charles Chaudry, la antítesis de Derkweiler.

Cogió el informe sobre la muerte de Freeman y lo hojeó. Estaba escrito en jerga policial, con frases como «el culpable cometió la agresión contra la víctima agarrotándola con una cuerda de piano» y «el culpable registró el domicilio y efectuó a pie una salida rápida del lugar del homicidio». Mientras leía, se dio cuenta de que la pena y el horror que le inspiraba el asesinato de Freeman se teñían de un sentimiento de alivio por lo aleatorio del crimen. Además, ya habían atrapado al asesino, un drogadicto que buscaba dinero. La típica historia triste y sin sentido. Cerró el informe con un escalofrío que lo hizo sentirse mortal. Le había chocado que al entierro de Freeman solo asistieran unas veinte personas, y que la única de la NPF fuera él. Era una de las experiencias más tristes de su vida.

Olvidándose de aquellas reflexiones malsanas, volcó su atención en el ordenador, donde abrió los datos del SHARAD, el georradar de alcance limitado que estaba usando el MMO para cartografiar los accidentes geográficos del subsuelo de Marte. Trabajó ininterrumpidamente en ellos hasta el final del día, procesando los datos y puliendo las imágenes resultantes. Todavía tenía el disco duro en su apartamento. Podía seguir trabajando en casa sobre los rayos gamma. A pesar de dos auditorías de seguridad, nadie se había dado cuenta aún de la ausencia del disco. Freeman se las había ingeniado para eludir todas las medidas y comprobaciones de seguridad. Si llegaban a percatarse de que faltaba un disco duro, Corso tenía un plan para quitárselo de encima; mientras tanto, sin embargo, era de suma utilidad tenerlo en casa, donde podía trabajar hasta altas horas sin interrupciones.

Se dijo que aquel descubrimiento sería la clave de su carrera.

9

Wyman Ford entró en su suite del Royal Orchid, y disfrutó unos instantes del chorro de aire acondicionado que salía por el techo, en medio de la sala. El ventanal gigante que ocupaba todo un lado de la suite le ofrecía un panorama del río Chao Phraya, con su tráfico incesante de típicos barcos tailandeses. A mediodía el sol estaba en su cenit, y la ardiente ciudad aparecía cubierta de una capa marrón que lo dejaba todo descolorido. Hacía un calor infernal, incluso para Bangkok.

Habían pasado cuatro años desde su última visita, que hizo con su esposa, justo antes de que la asesinaran. Se habían alojado en el Mandarín Oriental, en una suite de un lujo exorbitante, estratégicamente sembrada de espejos. Se esforzó por apartar esos recuerdos, haciendo que sus pensamientos cambiasen de canal a la fuerza. Tras vagar por el paisaje urbano que tenía a sus pies, su mirada se posó en las columnas del Templo de la Aurora, que en aquel aire inmóvil y contaminado parecían un racimo de palillos dorados surgiendo de un mar de color marrón.

Con un largo suspiro se acercó a la caja fuerte de la habitación, la abrió y sacó su ordenador portátil, junto con un curioso lector de tarjetas USB. Una vez en marcha el portátil, cogió la primera tarjeta de visita —la que le había devuelto Boonmee— y la introdujo en el lector. En la pantalla del ordenador se abrió una ventana. Descargó el contenido del microchip incrustado en el grueso papel de la tarjeta, lo guardó como un archivo de audio y lo mandó a Washington por correo electrónico.

Un cuarto de hora más tarde, al oír el aviso de su cuenta, se bajó el correo de respuesta.

Llamada al número de teléfono móvil: 855-0369-67985

Ubicación del teléfono receptor Sisophon, Camboya

Titular registrado del teléfono receptor: Prum Forgang

Transcripción de la conversación (traducida del tailandés):

A: ¿Hola?

B: Soy Boonmee Adirake. Mucha salud y prosperidad, Prum Forgang.

A: Es un honor recibir su llamada, Boonmee Adirake.

B: Tengo a un norteamericano que quiere comprar diez mil quilates de piedras de miel.

A: Ya sabe usted que no puedo conseguir tanta cantidad.

B: Déjeme que se lo explique. Tenía un topacio coloreado, y ni siquiera lo llevaba en una caja. No sabe nada. Tiene detrás a gente muy rica, y se trata de una oportunidad única. Es un idiota. Podríamos venderle cualquier cosa.

A: ¿Usted qué propone?

B: Una selección de piedras de miel en bruto, de gama baja, mezcladas con topacios mejorados o citrina tratada con calor.

A: Eso sí lo puedo hacer.

B: Las necesito en veinticuatro horas. El hombre tiene prisa.

A: Mejor para usted que la tenga. ¿Y qué más?

B: Yo conseguiré el precio más alto posible, y usted se llevará el cuarenta por ciento.

A: ¿El cuarenta por ciento? Pero ¡amigo mío! ¿A qué se debe esta falta de equidad? El material lo suministro yo, corriendo con todos los gastos. Que sea el cincuenta.

B: Cuarenta y cinco. El cliente lo he encontrado yo.

A: Cuarenta y cinco es un número con muy poca gracia. Me duele esta cicatería, como si tratase usted con un estafador barato, no con un socio antiguo y de confianza.

B: Es usted quien regatea por el cincuenta por ciento.

A: Tengo cuatro hijos en los que pensar, Adirake, y una mujer que es como un pájaro, siempre con el pico abierto. No, por cuarenta y cinco no lo haré. Insisto en cincuenta.

B: ¡Por los testículos de Yaksha! Está bien, lo dejaré en cincuenta, al menos esta vez. La próxima, cuarenta.

A: Aceptado. Se sobrentiende que investigará usted a fondo los antecedentes de ese norteamericano antes de hacer negocios con él. Y que conseguirá una forma de pago adecuada.

B: Cuente usted con ello.

A: Estupendo. Reuniré el envío y se lo mandaré esta misma noche por mensajería. Lo tendrá usted por la mañana.

Ford cerró el ordenador y se apoyó en la silla, pensativo. Sisophon era un caos, una ciudad mediana situada junto a la carretera principal de Tailandia a Siem Reap, en Camboya, refugio de contrabandistas y falsificadores. Abrió el móvil, rescató un número de su memoria y lo marcó. No estaba seguro de que todavía estuviera en servicio; ni siquiera de que su titular aún siguiera con vida.

Inmediatamente contestó una voz simpática, cuyo inglés, de acento musical, era un cruce entre el británico de clase alta y el chino.

—¡Hola, le habla Khon!

Al oírla de nuevo, a Ford le invadió una sensación de alivio. No solo estaba vivo sino estupendamente, a juzgar por su voz.

—¿Khon? Soy Wyman Ford.

—¿Ford? ¡Viejo perro! ¿Dónde narices estabas, y qué diantre te ha hecho volver al Royaume du Cambodge?

A Khon le encantaba decir palabrotas en inglés, pero nunca le acababa de salir bien del todo.

—Tengo un encargo para ti.

Se oyó un gemido entre los chasquidos de la línea.

—Oh, no.

—Oh, sí —dijo Ford—, y de los buenos.

10

El
Marea
se deslizó entre las islas Marsh y Louds, por un paso de aguas verdes y tranquilas donde se reflejaban los árboles oscuros de las dos orillas. Abbey Straw lo pilotó hacia una cala solitaria, colocó la palanca en punto muerto y puso un momento marcha atrás, hasta que el barco se paró del todo.

—¡Eche el ancla, primera oficiala!

Jackie dio un salto hacia delante, retiró el pasador del ancla y fue sacando la cadena de su caja.

—Estamos completamente solas —dijo en voz alta—. No hay ni un barco alrededor.

—Perfecto. —Abbey echó un vistazo a su reloj. —Seis horas de luz diurna para buscar el meteorito.

—Yo me muero de hambre.

—Vamos a preparar la comida.

Se subieron al bote y remaron los cien metros que las separaban de la playa de guijarros. Después dejaron la embarcación por encima de la marca de marea alta y contemplaron la playa desierta. Estaban en la punta más expuesta de la isla, en una playa salpicada de residuos del invierno: trampas rotas de langostas, boyas, madera y cuerdas. La marea, al ir retirándose de la cala, dejaba a la vista rocas cubiertas de algas que sobresalían del agua como cabezas peludas de monstruos marinos. El aire, frío y húmedo, olía a una mezcla de sal y plantas de hoja perenne. Al final de la playa se erguía un denso bosque de píceas negras. En aquella época del año, Louds se hallaba prácticamente despoblada, y los pocos campings de temporada que había en la isla estaban cerrados. No las molestaría nadie.

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