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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (6 page)

BOOK: Impacto
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—Caramba, qué espeso —dijo Jackie, contemplando el muro que formaba el bosque. —¿Cómo vamos a encontrar un meteorito ahí dentro?

—Por el cráter y por los árboles aplastados. Te aseguro que una piedra de cincuenta kilos yendo a doscientos mil kilómetros por hora lo deja todo destrozado.

Abbey sacó el mapa y lo extendió sobre la arena, sujetándolo con piedras en las esquinas. La línea que ella había dibujado cortaba la isla en diagonal, pasando por la playa donde habían desembarcado. Colocó la brújula encima del mapa, ajustó la orientación, se levantó y buscó por dónde ir.

—Por ahí —indicó, señalando en una dirección.

—Si tú lo dices…

Se metieron en el bosque de píceas. Abbey, en cabeza, se acordó de un poema que había tenido que memorizar en el colegio para recitarlo una tarde delante de todos los alumnos y de sus padres. Se había quedado en blanco, sin acordarse de nada en absoluto: un largo minuto de agonía sobre el escenario, antes de irse hecha un mar de lágrimas. Esta vez, sin embargo, le volvió sin querer a la memoria:

Es el bosque primigenio. Los pinos y los abetos susurrantes,

barbados de musgo y de verde ataviados, borrosos al crepúsculo,

druidas de antaño parecen, con voz triste y profética.

Era un poco la historia de su vida: todo en el momento menos oportuno.

Se internó en el bosque, siguiendo la dirección marcada por la brújula. Por entre los altos árboles penetraba una luz débil y verdosa. A lo lejos, en las copas, suspiraba el viento. Era como recorrer la nave de una vasta catedral verde, donde los árboles eran como grandes columnas, y el suelo era mullido, alfombrado de musgo. Al aspirar el denso aroma a pino se acordó de todas las veces que había acampado de niña en aquella isla, con su madre y su padre, en el prado del extremo norte. Bajo el cielo nocturno, metidos en sus sacos, contaban estrellas fugaces. Entonces la isla estaba totalmente abandonada, y las granjas viejas, convertidas en ruinas, estaban desapareciendo. Ahora los jubilados habían empezado a comprarlas para usarlas como vivienda, y la isla estaba cambiando. Pensó que pronto desaparecería todo su aspecto silvestre, su ambiente de vacío y abandono, sustituido por casitas monas de veraneo, visillos de encaje y abuelas de armas tomar que echaban a los niños de sus propiedades.

El bosque se hizo tan denso que tuvieron que pasar a cuatro patas por debajo de varios troncos caídos.

—Yo no veo ningún cráter —dijo Jackie.

—Acabamos de empezar.

Tardaron poco en llegar a un claro, donde había un muro de piedra que encerraba un grupo de tumbas. El antiguo cementerio de la isla.

—¡Es hora de comer! —exclamó Jackie, mientras trepaba por el muro, arrojaba la mochila y saltaba al otro lado.

Empezó a liarse un porro, con la espalda apoyada en una lápida.

Abbey dio una vuelta por el viejo cementerio, leyendo las inscripciones. Era como si los nombres antiguos de Maine, tan estrambóticos, llamasen a formar a todo un mundo perdido: Zebediah Loud, Hiram Carter, Ora May Poland, Nehemiah Swett… Pensó espontáneamente en el entierro de su madre. Recordaba haberse escapado de la gente reunida en torno a la tumba abierta, y haber subido a una colina leyendo las lápidas para no venirse abajo. Al llegar a lo más alto, había vuelto la vista hacia la masa de gente apiñada en torno al agujero negro, los árboles desnudos, la hierba gélida y el césped artificial intensamente verde dispuesto alrededor de la sepultura.

Seguía pareciendo imposible que su madre ya no estuviera. Jamás podría olvidar el día en que le había preguntado al médico en el hospital: «¿Cómo ha sido?». Y él, un hombre bueno derrotado por la ciencia, la había mirado con tanta pena… «La verdad es que no lo sabemos —había dicho—, pero hace cinco o diez años, por alguna razón, se dividió mal una célula, y eso fue el desencadenante…»

«Se dividió mal una célula.» Qué raro que algo tan minúsculo pudiera tener efectos tan devastadores.

—¡Eh, mamá! —se elevó la voz de Jackie por encima del bosque de lápidas. —¡Haz el favor de no hacer más genuflexiones a tus antepasados, y vuelve para fumarte el porro conmigo!

Abbey regresó a donde estaba sentada Jackie, contra una lápida.

—¿Antepasados? ¿Míos? Habla por ti, blanca.

—No me vengas con chorradas, que tú eres tan de Maine como yo. Sin ofender.

Cruzada de piernas en el suelo, Abbey cogió el porro, le dio una calada y lo devolvió. Mientras la ardiente sensación se iba extendiendo desde sus pulmones hasta su cabeza, abrió el envoltorio del bocadillo y le dio un mordisco. Comieron en silencio. Después se tumbó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza, y miró al cielo.

—¿Te has fijado? —preguntó. —Al menos la mitad de los que están enterrados aquí son más jóvenes que nosotras.

—Tú siempre tan morbosa.

—Lo seré menos cuando hayamos encontrado el meteorito.

Se rieron, echadas en la hierba, de cara al cielo.

11

Randall Worth rodeó Thrumcap Island a bordo de su PC-6 de siete metros, el
Old Salt,
con un traqueteo de motor diésel que dejaba una nube de gases de color bourbon en el agua. La radio de frecuencia modulada, puesta en una emisora de rock, vomitaba estática con la definición justa para que adivinase la canción que podía estar sonando.

Worth pescaba langostas él solo, sin segundo de a bordo, porque no había nadie dispuesto a trabajar para él. Mejor; así no tenía que repartir los beneficios. Hacía poco, algún cabrón le había cortado la mitad del sedal por haberlo pillado pescando crías. A la mierda. A la mierda todos.

Después de echar la última trampa, puso el barco en punto muerto, con el timón todo a estribor. El sedal salió disparado. El flotador chocó con el agua, seguido por la boya. Durante unos instantes el joven dejó el barco a la deriva, mientras se acababa una lata de Coors Light y la tiraba por la borda. Después se limpió la boca y miró el tablero de instrumentos. El motor se enfriaba, los inyectores estaban hechos polvo, y por el escape húmedo salía combustible que formaba un arco iris en el agua. Las bombas de sentina se activaban cada pocos minutos para vomitar agua aceitosa por el lado. Worth escupió otra vez, dejando en la cubierta un gargajo que parecía una ostra sin concha. Dio una patada a la manguera de agua no tratada, e hizo salir el escupitajo por los imbornales.

Esperaba que su deteriorado barco durase el resto de la temporada. Luego lo aseguraría y lo hundiría. Bastaba con poner un fusible en mal estado en la bomba de sentina, dejar el barco amarrado y esperar dos días.

Cuando Thrumcap Island pasó a estribor, apareció a lo lejos el perfil de Crow Island, con la enorme cúpula blanca de la antigua estación terrestre elevándose como una burbuja. Justo en ese momento salía del puerto el ferry de Crow Island, que se alejó pesadamente, rodeando la punta rumbo a Friendship. Al volverse hacia tierra firme, Worth vio con sorpresa que había un barco amarrado en un rincón tranquilo del paso de Marsh Island. Aguzó la vista.

El
Marea.
El barco de Abbey Straw.

Redujo enseguida la velocidad, y mientras lo observaba ascendió por su columna vertebral un sentimiento de rabia, que se esparció por su cerebro como el agua en una esponja. Negrata de mierda… No se le iba de la cabeza el comentario sobre lo de «más adentro, más adentro»; y encima lo había hecho delante de la cabrona de Jackie Spann, que se merecía un buen golpetazo en la cabeza. Estaban en Louds Island, buscando el tesoro de Dixie Bull. En el pueblo se rumoreaba que Abbey había conseguido un mapa.

Con el barco a merced de la marea, Worth sacó la última lata de Coors de las anillas de plástico y luego las tiró por la borda. «A ver si se estrangulan unas cuantas focas.»

Se echó un buen trago de cerveza al gaznate, antes de poner la lata en el soporte que estaba atornillado al tablero de instrumentos. Empezaba a notarse tenso, irritable, con un hormigueo en la piel. Las llagas de la meta. Se empezó a rascar nerviosamente la mejilla, y al levantarse una costra sin querer notó humedad de sangre en la punta de los dedos.

Soltó una palabrota. Agachado en la minúscula cabina, sacó una pipa de cristal de detrás de unos bártulos, metió una piedra y encendió un Bic con una mano temblorosa, orientando la llama a la burbuja. De repente se oyó un ruido de cocción. Chupó con fuerza, llenando de humo la burbuja antes de aspirarlo a sus pulmones. Acto seguido se apoyó en el casco, cerró los ojos y dejó que le llegara el subidón, una sensación de euforia tan intensa que por un instante casi le hizo sentirse un ser humano de verdad.

Volvió a guardar la pipa y la meta detrás de los aparejos de pesca, y se metió de un salto en la cabina, sintiéndose en la cima del mundo. Al ver otra vez el
Marea,
que proyectaba una larga sombra en el agua, el corazón se le llenó de una ira incontenible. Estaban buscando tesoros, y con un mapa hasta podían encontrarlos.

De repente tuvo una idea, una buena idea; de hecho, la mejor que había tenido en su vida.

Miró su reloj: las cuatro. Evidentemente, las dos chicas pasarían la noche en el barco. Así él tendría tiempo de ir a Round Pond, llenar el depósito y cargar cerveza y cecina en King Ro. Podía hacerle una visita a su contacto, y conseguir más meta, aparte de cobrar el dinero que le debían por lo que había levantado de aquella mansión de Ripp Island. Podía estar de vuelta en Louds al amanecer.

Riéndose en voz alta, subió a tres mil revoluciones, giró el volante y, pasando de nuevo junto a Thrumcap Island, rodeó el extremo sur de Louds en dirección al puerto de Round Pond.

Con el dinero del tesoro se compraría un barco nuevo, y le pondría este nombre:
Calavera y Tibias.

12

—Parece Squealer, el cerdito de peluche de los Beanie Babies —dijo Mark Corso. —¿Has visto alguna vez aquel cerdito? Grande, blando, gordo y rosa.

Marjory Leung se retrepó en el taburete y se rió, haciendo ondular su larga melena negra. Después se llevó el martini a sus labios fruncidos. Corso vio cómo se tensaba su abdomen, y cómo sus pechos en forma de manzana se deslizaban bajo el algodón fino y elástico del top. Estaban en uno de esos bares temáticos de California, con un interiorismo de bambú y teca, techos de chapa ondulada y luces de colores en el suelo, todo aderezado al estilo de un garito de playa jamaicano. De fondo sonaba un latido de reggae. ¿Por qué en California todo tenía que parecer otro sitio? Se acordó de lo que había dicho Gertrude Stein acerca de California: «Allá no hay allá». Qué gran verdad.

—Freeman ya me avisó —siguió diciendo. —¿Cómo coño es posible que hayan puesto a un tío así en el segundo cargo más importante?

Leung dejó la copa y se inclinó hacia Corso con aires de conspiración. Su cuerpo, delgado y atlético, era como un muelle doblado.

—¿Sabes por qué siempre tiene la puerta cerrada?

—Me lo he preguntado muchas veces.

—Ve porno en internet.

—¿Tú crees?

—El otro día llamé a la puerta y oí un movimiento brusco al otro lado, como si se sobresaltase. Luego, al entrar, me lo encontré remetiéndose rápidamente la camisa, y tenía apagada la pantalla del ordenador.

—Seguro que se estaba guardando la picha. Solo de pensarlo me dan ganas de vomitar.

Leung soltó una risa campanuda, y al volverse sobre el taburete, sacudiendo de nuevo la melena, su rodilla tocó la de Corso. Tenía la copa casi vacía.

Corso también se acabó la suya, y pidió otra por señas. Sus rodillas permanecieron en contacto. Leung trabajaba en la misión Marte, en el mismo pasillo, como especialista en meteorología marciana. Era graciosa e irreverente, un cambio refrescante respecto a los cerebrines que abarrotaban aquella punta del edificio. También era inteligente. Era china de primera generación, había pasado su infancia en la trastienda de la lavandería de sus padres, que no hablaban inglés, y de mayor había estudiado en Harvard. A él le gustaban las historias así. Leung era como su abuelo, que se había fugado a Estados Unidos él sólito a los catorce años, desde Sicilia. Corso sentía una especie de afinidad con Leung.

—¿Has leído el informe sobre Freeman? —preguntó.

—Sí. —La camarera empujó las copas hacia ellos. Leung cogió la suya. —Se te ponen los pelos de punta. Habíamos venido aquí más de una vez, a tomar algo.

Corso había oído hablar de una relación breve entre Leung y Freeman. Esperó que no fuera cierto.

—Es horrible que lo asesinaran de esa manera.

Leung sacudió la cabeza, lo que provocó ondulaciones en el pelo.

Decidido a jugársela, Corso ejerció algo más de presión con su rodilla en el lado de la de Marjory. La presión tuvo respuesta. Notó el efecto de los martinis circulando por sus capilares.

—Te debió de sentar mal —dijo ella.

—La verdad es que sí. Era muy buen tío. Un poco loco.

—¿Sabes por qué lo echaron? —preguntó Leung.

—No exactamente; solo que fue por una especie de deterioro general. Puede que se peleara con Derkweiler por cuestiones de datos.

—¿Cuestiones de datos?

—Datos de rayos gamma.

Corso se dio cuenta de que al hablar sobre datos fuera del edificio con una persona de otra sección se acercaba a una divisoria de seguridad. Bebió de su copa. A la mierda con las reglas.

—Ah, sí —dijo ella—. Me lo comentó más de una vez, pero yo no acababa de entenderlo. ¿Qué pasaba con los rayos gamma?

—Parece que en algún punto de Marte hay una fuente de rayos gamma, una fuente puntual; al menos es lo que a mí me sale cuando elimino el ruido de fondo general: una ligera periodicidad.

Leung se inclinó.

—Espera, espera. Lo dices en broma.

«Lo ha pillado enseguida», pensó Corso.

—No, qué va. El período se sitúa entre las veinticinco y las treinta horas, lo cual se acerca mucho al día marciano.

—¿Y qué narices hay en el sistema solar que pueda producir rayos gamma? Ni el Sol tiene bastante energía.

—Rayos cósmicos.

—De acuerdo, pero los rayos cósmicos generan un resplandor débil y difuso en todos los cuerpos del sistema solar. Tú dices que esta señal tiene periodicidad. Eso implica una fuente puntual sobre la superficie del planeta.

La velocidad con que Leung procesaba los datos acentuó la sorpresa de Corso.

—Exacto. El problema es que el detector Compton del MMO no es direccional; no se puede saber de dónde proceden los rayos gamma. Podrían venir de cualquier sitio de la superficie del planeta.

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