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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (7 page)

BOOK: Impacto
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—¿Tienes alguna idea de dónde? —preguntó Leung.

—Al principio creía que podía tratarse de un reactor nuclear que se hubiera estrellado en la superficie del planeta, quizá de un proyecto secreto del gobierno, por ejemplo, pero al hacer los cálculos vi que tendría que ser un reactor grande como una montaña, como si dijéramos.

—¿Qué más?

Corso bebió otro trago. Sentía los fuertes latidos de su corazón por la presión de la rodilla, que ahora estaba en el muslo de Leung. Ella le correspondía.

—Me he estado devanando los sesos. Como los rayos gamma de alta energía no suelen producirse fuera de procesos astrofísicos muy grandes, como supernovas, agujeros negros, estrellas de neutrones y cosas así… O en un reactor nuclear, o en una bomba atómica.

—Es increíble. Tienes algo grande entre manos.

Se volvió a mirarla.

—Yo creo que podría ser un agujero negro en miniatura, o un cuerpo de neutrones muy pequeño, algo cautivo de la superficie de Marte o en órbita a su alrededor.

—Me estás tomando el pelo.

Miró fijamente los ojos vivaces y negros de la meteoróloga.

—No, qué va. «Una vez eliminado lo imposible…»

—«… lo que queda tiene que ser la verdad, por improbable que parezca.» —Leung retomó la famosa cita de Sherlock Holmes y la completó, sonriendo alegremente con sus labios rojos.

Él bajó la voz.

—Si es un agujero negro en miniatura, o una estrella de neutrones diminuta, podría crecer, comerse a Marte… y esterilizar la Tierra con rayos gamma mortales, sin descartar una explosión. No es ningún ejercicio académico. Es la realidad.

—Madre mía —musitó ella.

Corso le puso una mano en la pierna y la apretó.

—Sí, es la realidad.

Ella se inclinó, acercando su cara hasta que él percibió el olor de su champú.

—¿Qué piensas hacer?

—Será el tema de mi presentación.

Corso deslizó ligeramente la mano por debajo de la falda de Leung, que se había vuelto a subir al sentarse en el taburete. A continuación ella flexionó las caderas hacia arriba, haciendo que la mano penetrase un poco más. Corso sintió el calor de sus muslos.

Leung se acercó aún más, y le dijo al oído, haciéndole cosquillas en la cara con su aliento a menta:

—Hum…

—¿Otra copa?

Cambió de postura sobre el taburete, adelantando todavía más las caderas, hasta que los dedos de Corso entraron en contacto con la curva caliente de las bragas. Después cerró las piernas, con la mano entre los muslos.

—¿Quieres venir a mi casa? —susurró, rozándole la oreja con los labios.

—Sí —dijo él. —Sí que quiero.

13

Sisophon era tan feo como lo recordaba Ford: bloques de cemento encalados, dispersos entre palmeras esmirriadas e higueras de Bengala enfermas. Las calles no estaban asfaltadas, y en muchas fachadas aún había marcas de metralla, de cuando la guerra. Justo cuando el chofer de Ford entraba en la ciudad, pasó rápidamente en sentido contrario un Land Cruiser de la ONU lleno de hombres con casco azul y que en los laterales llevaba los logos del servicio antiminas del PNUD, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

El hotel Tourist A-l estaba donde siempre, más estropeado que nunca, frente a una calle repleta de niños que vendían cosas. Era un edificio de bloques de hormigón que albergaba más que nada ONG, y que probablemente no había visto a un turista de verdad en su triste existencia. Ford pidió una habitación y dejó su maleta al gerente, junto con un billete de diez mil riels y la promesa de otros cincuenta mil si a su regreso el equipaje estaba intacto.

Salió del hotel a pie, y dirigió sus pasos a una fábrica de antigüedades que había en las afueras al aire libre. A partir de cierto punto, los bloques de cemento iban dejando paso a chozas de madera y paja, pequeños arrozales y carros arrastrados por búfalos de agua. En la fábrica de antigüedades, que ocupaba un vasto campo, reinaba una actividad frenética. En realidad, la fábrica consistía en largas hileras de tiendas de campaña con los lados abiertos, en las que trabajaban canteros que golpeaban piedra al alegre son de los cinceles. Era una de las fábricas de antigüedades más famosas de Camboya, con multitud de artesanos de talento que convertían montones de arenisca fragmentada en falsas antigüedades de Angkor, destinadas al mercado de Bangkok y de todo el mundo.

Ford dio un paseo por la bulliciosa fábrica al aire libre, viendo cómo los canteros arrancaban pedazos de los bloques apoyados en bolsas de arena y creaban apsaras danzantes, devatas, budas, lingams y nagas del siglo XI. Cerca, en una barraca de metal con generador propio, se oía un zumbido de impresoras de alta tecnología con que los falsificadores creaban los documentos necesarios para autenticar antigüedades y otorgarles un origen convincente. A un lado, las esculturas recién hechas eran rociadas con ácido, bañadas en arcilla, manchadas con té, barnizadas con clara de huevo e incluso enterradas, todo para que parecieran antiguas.

Buscó con la mirada a su viejo amigo Khon entre una multitud de operarios, compradores y vendedores. Allí estaba, inconfundible: un personaje orondo, de cabeza bruñida, que circulaba entre los artesanos hablando con todo el mundo, dando golpes a diversas piezas con su bastón, riéndose estentóreamente y disfrutando a lo grande.

—¡Khon!

En un par de zancadas, Ford se plantó ante él y le dio un cálido apretón de manos.

—¡Wyman, amigo mío! ¡Qué alegría verte, joder!

—Me llamo Kirk —dijo Ford con un guiño. Khon exclamó sin inmutarse:

—¡Kirk, amigo mío! —Soltó una risa retumbante, echando la cabeza hacia atrás. Después recuperó la compostura y se puso serio.

—No creí que volviera a verte después de…

No acabó la frase.

—Aquí me tienes.

—Pero ¡qué delgado estás, Kirk! ¡Y cuánto pelo gris! Recuerdo un antiguo dicho camboyano: «¡Que haya nieve en el tejado no significa que no haya fuego en la chimenea!».

Se volvió a reír.

—No sé por qué, pero tengo mis dudas de que sea un antiguo dicho camboyano.

Khon hizo un gesto con la mano.

—Te he traído un regalo. —Buscó en su bolsillo y sacó una cabecita de piedra de Garuda, el ser legendario en forma de ave.

—Es falsa, claro. Bienvenido otra vez.

Ford se alegró de haberse acordado de la vieja costumbre camboyana de intercambiar regalos.

—Toma, algo para ti.

Khon se quedó mirando la piedra verde tallada a través de sus gafas redondas.

—¡No me digas que has estado comprando piedras preciosas en Bangkok!

—Es una esmeralda, de las de verdad. Es de muy mala calidad, te lo aviso, pero me gustó la talla. Y tranquilo: no me timaron.

Después de escudriñar la piedrecita, Khon se quitó las gafas, las limpió con un faldón de la camisa y se las volvió a poner.

—Pero ¡si también es Garuda!

—Los genios piensan igual. —Señaló con la cabeza una parte vacía del campo. —Vamos a dar una vuelta.

Pasearon un rato. Khon dijo:

—No había tenido ocasión de decirte lo muchísimo que sentí…

Ford le detuvo tocándole suavemente el brazo.

—No, por favor.

Khon asintió con la cabeza. Caminaron por el campo. Hizo un gesto con la mano.

—Qué buen negocio todo esto, ¿eh?

—Estupendo —dijo Ford.

—Ahora ya no destrozan templos para robar lo auténtico. A mí me parece perfecto.

—¡Bienvenido a la nueva Camboya!

Ford aprovechó el paseo para examinar de reojo a su viejo amigo. No había cambiado nada. Parecía un hombre sin edad, aunque seguramente no tenía menos de cincuenta años. Con su pulcro conjunto de americana de algodón verde aceituna, camisa blanca, corbata suelta, pantalones caquis y bastón, parecía un extra de una película de Indiana Jones. Pero las apariencias engañaban: era un hombre de una valentía excepcional, sereno, imperturbable. «Es lo que tiene ser niño con los jemeres rojos en el poder», pensó Ford.

—Bueno, Kirk, ¿de qué encargo se trata?

—Mieles.

—¿Las del éxito?

—No, piedras. He venido a buscar la procedencia, la mina.

Khon se paró y se dio la vuelta.

—¿Estás otra vez en la CIA?

Ford sacudió la cabeza.

—Trabajo por mi cuenta.

La mano de Khon se relajó en el bastón.

—¿Para quién?

—Eso da igual. Mi trabajo consiste en averiguar las coordenadas GPS, documentar la mina, hacer fotos y vídeos y entregar la información.

—¿Y «ellos» para qué la usarán?

—Ni lo sé, ni me importa.

Khon meneó la cabeza, mientras se acariciaba pensativo un lóbulo de la oreja.

—Aquí hay un intermediario que trafica con mieles. Se llama Prum Forgang —dijo Ford. —¿Lo conoces?

Khon asintió con su voluminosa cabeza.

—¡Desde luego que sí! Es uno de los principales tratantes de piedras preciosas de la ciudad. Antigüedades, piedras preciosas y arroz: los tres pilares de nuestra economía.

—¿Tiene familia?

—Un hijo. Dieciocho años. Un tipo listo. Va a la universidad en Phnom Penh.

—¿Prum vive solo?

—Sí.

—Esta noche le haremos una visita.

Los ojos de Khon se iluminaron.

—¿Habrá violencia?

—No.

Se entristeció.

—¿Cómo conseguirás lo que buscas?

Ford miró fijamente el edificio metálico del otro lado del campo, el del zumbido de impresoras.

—¿Dices que tiene un hijo en la universidad? Tal vez solo hagan falta unos cuantos papelitos.

Echó a caminar deprisa, en dirección al edificio donde estaban las impresoras.

14

Randall Worth amarró su bote en el embarcadero flotante del pueblo y, después de ponerse la mochila, subió al muelle por la rampa sin levantar la cabeza. Eran las cinco. Quizá no se encontrase a nadie. Notaba el gran bulto de la RG del cuarenta y cuatro, la vieja pistola que llevaba en el barco y que se había metido en el cinturón.

—Eh, Worth.

Mierda. Al levantar la vista, vio a quien menos quería ver: Ernie Jura, el dueño de la cooperativa langostera, con su metro noventa y sus cien kilos. Llevaba impermeable y botas de goma. Había empezado a torturar a Worth en el instituto, y así seguía.

—Voy a necesitar lo que me debes en diésel: trescientos doce pavos. Mientras no me lo des, no te podré llenar el depósito.

—Ya te dije que te lo pagaría.

Worth sintió que sus brazos y sus piernas temblaban de rabia. Estaba seguro de que Jura era uno de los cabrones que le habían cortado las trampas.

La mirada de Jura era fija, escrutadora.

—Eso espero.

Al pasar a su lado, Worth cedió al impulso de darle un pequeño empujón con el hombro. Jura lo agarró por el cuello de la camisa, le hizo dar media vuelta y, acercando mucho su carnoso rostro, lo bañó en aliento de cerveza.

—Escúchame, desgraciado. Al comprarme el diésel me dijiste una mentira. Dijiste que llevabas el dinero encima, o sea, mamón, que o me pagas o te pongo los huevos por corbata y te mando a clases de baile. —Le empujó, le dio la espalda y dijo por encima del hombro:

—Quiero el dinero. Antes de mañana a mediodía. ¿Lo has pillado, Worthless?

Worth apretó los dedos en torno a la culata de la RG. Jura, que seguía de espaldas, se inclinó hacia uno de los elevadores y empezó a desenroscar una tuerca.

—Gilipollas —soltó Worth.

Jura no le hizo caso. Worth empezó a sacar la pistola, pero luego lo pensó mejor. De Jura ya se encargaría más tarde. En esos momentos tenía cosas más importantes que hacer. Y necesitaba más diésel, donde y como fuera.

Cruzó el embarcadero hacia su camioneta, que estaba en el aparcamiento, mientras se palpaba el bolsillo para asegurarse de que tenía las llaves. Ya le habían vetado en New Harbor y en Muscongus. Si quería combustible, tendría que llevar el barco hasta Boothbay, aunque lo más probable era que tampoco allí le fiasen. Para que su plan tuviera éxito necesitaba repostar allí mismo, donde estaba, y sin perder más tiempo.

Puso la llave en el contacto y la giró. Después de unos cuantos traqueteos y resoplidos, el motor se puso en marcha. Worth miró el indicador de gasolina: suficiente para llegar hasta Waldoboro.

Oyó el ruido metálico del cambio de marchas. Después de salir a trompicones del aparcamiento, giró a la derecha por la carretera 32, en dirección a Waldoboro.

La casa, de listones blancos, estaba en la carretera principal: el porche medio caído, la pintura desconchada y un coche estropeado en el césped, sobre unos bloques. Anochecía. En el cobertizo había luz. Worth aparcó en el camino de entrada, salió y fue a la puerta lateral de este. Llamó dos veces. Por el camino había fumado un poco de meta, y se encontraba mucho mejor; ya no le temblaban las piernas, y sentía la cabeza más despejada, con más energía.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Worth.

Se oyó el ruido de una cerradura. Al abrirse la puerta apareció Devin Doyle con mono de pintor, una cerveza y un cigarrillo. Iba despeinado, sin afeitar. Era uno de esos treintañeros que aparentan dieciocho años y que actúan en consecuencia.

—¡Hombre, Randy, cabronazo!, ¿qué pasa?

Worth entró. Doyle cerró la puerta y echó todos los cerrojos. Al fondo del cobertizo se amontonaban muebles robados, tapados con lonas.

—¿Una cerveza?

Worth cogió una Bud Light y se echó en un sofá destartalado. De un solo trago vació media lata. Después la dejó sobre la mesa y cerró los ojos.

Doyle se desplomó en un sillón.

—Oye, Randy, ¿has visto las nuevas fotos de Britney con el chocho afeitado? Las tengo en el ordenador. Te quedarás alucinado de…

—Vengo a que me des mi parte —anunció Worth.

—Pero tío, coño, ¿a qué viene eso? ¿«Tu parte»?

—Ya me has oído.

Abrió lentamente los ojos, y miró sin pestañear.

—Ya te dije que te pagaría cuando me pagasen a mí.

Doyle dio una última calada, echó el humo y apagó el cigarrillo en una concha de almeja que había junto al sillón. Después buscó a tientas la cerveza, y al encontrarla la cogió.

—Ya hace una semana que pillé toda aquella porquería en Ripp Island —dijo Worth—. Me arriesgué. Hice mi trabajo, y ahora quiero mi parte.

Sintió que le empezaba a temblar un músculo del cuello.

—Mientras no haya movido la mierda, ni siquiera sabremos cuánto es tu parte. Las antigüedades no son como las pantallas planas. Ya te dije que la cosa tardaría lo suyo, y tú estuviste de acuerdo.

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