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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (8 page)

BOOK: Impacto
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Randy volvió a cerrar los ojos, sin perder la calma.

—Perdona, pero tengo prisa. Yo te traje cien mil dólares en antigüedades, y quiero el puto dinero. —Abrió los ojos de golpe y apoyó una bota en el suelo. —
Capisce?

—Oye, Randy, a mí no me vaciles. Suerte tendré si saco diez mil, y tú te llevarás la mitad, como acordamos. Eso cuando me paguen, ¿vale?

—De «vale» nada, soplapollas. —Doyle se quedó callado. Worth cogió la cerveza, se la acabó, la aplastó con la mano y se la tiró como un Frisbee. La lata rebotó en el hombro de Doyle.

—¿Me escuchas?

El músculo del cuello saltaba como un canguro.

—Mira, Randy —dijo Doyle—, nosotros hicimos un trato. Ya tengo la cosa en marcha. El lunes podré darte algo.

Worth vio que su compañero sudaba. Tenía miedo.

—¿Diez mil, dices? Mola. Quiero mi mitad. Ahora. Como entrada.

Doyle le mostró las palmas de las manos.

—Pero, tío, joder, que yo cinco mil no los tengo.

Worth se levantó del sofá, pletórico por la seguridad que le daba su efecto sobre el otro. El tic del cuello se había acentuado, y Doyle estaba cagado de miedo. Vio que buscaba un arma con la mirada.

—Ni se te ocurra —dijo Worth, acercándose tanto que Doyle ya no podía levantarse del sillón.

—Dame hasta el lunes.

—Quiero mis cinco billetes. Ahora mismo.

Se acercó más, hasta que prácticamente le puso la polla en la cara.

—No los tengo —graznó Doyle en el sillón.

Worth le dio un buen golpe en la coronilla, y luego otro.

—¡Joder! Pero ¿qué coño haces, Randy?

Doyle intentó levantarse, pero Worth lo empujó y se montó sobre él con las piernas abiertas, aprisionándolo en el sillón. Pero ¡si empezaba a sentirse como Tony Soprano, carajo! Se sacó del cinturón la pistola del cuarenta y cuatro y encañonó a Doyle en la oreja.

—Tráeme el puto dinero.

—¿Estás loco, Randy? Estás hasta el culo de meta…

Worth volvió a pegarle, esta vez en la cara, con la palma y con el dorso de la mano.

—¡Para! —Doyle intentó esquivarlo, protegiéndose la cara con los brazos delgaduchos. —¡Por favor!

—¿Dónde tienes la cartera? Dame la cartera.

Le pegó otra vez.

Doyle se palpó el mono con una mano temblorosa, mientras seguía protegiéndose con la otra, y sacó su cartera. Lloraba, el muy maricón. Worth la cogió, la abrió y sacó un fajo de billetes. Eran de cincuenta. Soltó la cartera, que se cayó al suelo, y contó los billetes.

—Anda, pero si hay ochocientos.

Fingió lanzarse de golpe sobre Doyle, que se encogió y levantó las manos. Worth se rió.

—Mamonazo.

Dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo de atrás del pantalón. Después aplicó el cañón de la pistola a la frente de Doyle, y le dio un empujoncito.

—Oye, gilipollas, el lunes volveré, y quiero tener preparados cuatro mil doscientos, con lacito y todo.

—Hicimos un trato —replicó, abatido.

Tenía la cara como la de un niño lleno de mocos.

—Pues ahora hemos hecho otro.

15

Ford esperó a que Khon saliera del bar para ponerse a su lado, caminando por la calle llena de barro.

—Prum es un hombre de costumbres fijas —expuso Khon—. A la una en punto sale del bar, se sube a su Mercedes nuevo y conduce trescientos metros hasta llegar a su casa a la una y cinco.

—¿Es duro de pelar?

—Mentalmente sí.

—¿Estará borracho?

—No. Cada noche se toma dos cervezas, ni una más ni una menos.

Se acercaron a la casa de Prum Forgang: una construcción nueva, de bloques de hormigón, erigida junto a lo que a todas luces era su primer domicilio, un
dnmak
camboyano tradicional sobre pilares, bajo el que dormía un búfalo de agua. La casa estaba rodeada de arrozales por tres lados, y delante tenía un jardín lleno de cocoteros.

—Iremos por detrás —dijo Ford.

Salieron de la carretera para meterse en un camino que discurría por lo alto de un dique, entre campos de arroz. Hacía una noche calurosa y despejada. Por el este acababa de salir la luna llena, de un color rojo sangre. Ford aspiró profundamente el olor de Camboya: barro, vegetación y humedad.

—Qué noche tan bonita para pasear —exclamó Khon, respirando hondo y estirando los brazos.

Rodearon la parcela sin bajar de los diques. La parte trasera de la casa de Prum Forgang, que estaba encalada, surgía de la oscuridad como un rectángulo espectral proyectado contra la noche. Llegaron a la puerta trasera. Ford forzó la cerradura, que no ofreció resistencia. Entraron.

La casa de Prum Forgang olía a sándalo. Fueron al salón delantero sin encender la luz. Ford se apostó en un sofá muy mullido, que ocupaba una posición estratégica a la izquierda de la puerta, mientras Ford se acomodaba en el de la derecha.

—Las doce cuarenta —susurró Ford.

Se sacó del bolsillo su Walther PPK del treinta y dos y se la puso encima de las piernas.

A la hora prevista, exactamente a la una y cinco, los faros del Mercedes nuevo de Prum barrieron la cortina de la ventana. Poco después, Ford lo oyó meter la llave en la cerradura. Se abrió la puerta, se encendió una cerilla —a aquellas horas de la noche no había electricidad— y ante ellos apareció Prum, que los miraba fijamente.

Inmediatamente intentó volver por donde había venido, pero Ford, como un rayo, saltó del sillón y puso un pie en la puerta, impidiendo que se abriera. Después encañonó a Prum en la cabeza y se puso un dedo en los labios:

—Chis.

Prum se limitó a mirarlo fijamente.

Ford cerró la puerta con suavidad y le hizo señas con la pistola.

—Suorsdei,
señor Prum. ¿Nos sentamos?

Prum se quedó de pie, muy tenso. Saliendo de la oscuridad, Khon encendió una sola linterna, que llenó la habitación con una luz débil y amarilla.

—Le he dicho que se siente.

Prum lo hizo con cautela, como un animal a punto de huir.

—¿Qué quieren?

—Acudimos a usted en señal de amistad y confianza, con una magnífica propuesta de negocio.

—¿Fuerzan la puerta de mi casa de manera amistosa?

—Si hemos entrado por detrás ha sido por su seguridad, no por la nuestra.

Incómodo, Prum cambió de postura. Ford lo estudió. Era un hombre maduro, delgado y bajo, con barriga y una actitud inquieta. Llevaba una camisa hawaiana por fuera, pantalones holgados y chancletas, y olía ligeramente a cerveza y a perfume barato. Sus ojos, grandes y líquidos, estaban muy alerta. No dijo nada.

Ford sonrió.

—Señor Prum, hemos venido para saber la ubicación de la mina de mieles.

Siguió sin decir nada.

—Estamos dispuestos a pagar bien la información.

—No sé de qué me habla.

—¿No quiere oír nuestra propuesta?

—A mí no pueden ofrecerme nada que pueda hacerme cambiar de postura, ni dinero ni mujeres. —Prum sonrió. —Miren: tengo todo lo que necesito. Un buen coche, una casa bonita, un televisor de pantalla plana, un ordenador… Cosas bonitas. Y no sé nada de ninguna mina.

—Nadie se enterará de que nos ha dado la información.

—Yo no sé nada.

—¿No tiene ni una pizca de curiosidad por oír nuestra propuesta?

Prum no dijo nada.

Ford se levantó, se acercó a él, dio la vuelta a la pistola y se la entregó con la culata por delante.

—Cójala.

Prum vaciló un poco antes de arrebatársela. Abrió el cargador y lo volvió a cerrar.

—Está cargada —dijo, apuntando a Ford—. Podría matarlo ahora mismo. Les aconsejo que se vayan.

—No sería buena idea.

Sonrió de oreja a oreja. Era lo que esperaba Ford: que se sintiera seguro con la pistola en la mano. No sabía que él había abierto las balas para sacar la pólvora antes de volver a cargarlas.

—Aquí tiene la propuesta.

Se metió una mano en el bolsillo, lentamente, y sacó un pequeño documento que dejó en el círculo de luz amarilla. Era un visado de estudiante para ir a la universidad en Estados Unidos.

Prum soltó un bufido.

—No me hace falta. ¡Tengo cincuenta años! Soy un hombre rico y respetado; un hombre de negocios que no hace nada que no sea legal. Ni incumplo ninguna ley, ni le robo nada a nadie.

—El visado no es para usted.

Puso cara de extrañeza.

—Adelante…, mire.

Titubeó y tendió la mano para coger el papel. Lo abrió y se quedó mirando la foto.

Ford se sacó un sobre del bolsillo y lo dejó junto al visado. Había un logo rojo con una sola palabra:
Veritas.
El remite era de Cambridge, Massachusetts.

—Lea la carta.

Prum dejó el visado y cogió el sobre. Sacó la carta, escrita en un papel crema de mucho gramaje, y la leyó bajo la luz tenue con las manos temblorosas.

—Es una carta por la que aceptan a su hijo en la Universidad de Harvard, firmada por el decano de Admisiones.

Siguió un largo silencio. Prum leyó la carta despacio, imperturbablemente.

—Veo que es la zanahoria. ¿Y el palo?

—Luego se lo digo.

—No puedo fiarme de sus promesas. Son simples papeles sin valor. Cualquiera podría haberlos falsificado.

—Es verdad. Deberá evaluar usted mismo mi sinceridad. Aquí y ahora. No habrá una segunda oportunidad.

—¿Por qué quieren saber dónde está la mina?

—Lo cual nos lleva al palo. ¿Sabe usted dónde acaban estas mieles, señor Prum? En cuellos de señoras.

—¿Y qué?

—Pues que una de las más grandes acabó en el cuello de una gran señora, la esposa de un senador muy importante de Estados Unidos. Fue la admiración de todo Georgetown hasta que se le cayó el pelo y le salieron llagas en los pechos por contaminación radiactiva. El rastro de la gema en cuestión nos ha llevado hasta usted.

Un silencio. Prum espiró y dijo:
—Mhn sruel kluen tee!

Ford reconoció una expresión vulgar en jemer.

—La cosa es de órdago, como decimos en nuestro idioma.

Prum se pasó un pañuelo por la cara.

—Yo no lo sabía. Ni me lo imaginaba. Soy un hombre de negocios.

—Usted sabe que son radiactivas.

Silencio.

—El palo es que le digan al senador que el culpable de lo que le ocurre a su mujer es usted. Y entonces ¿qué cree que le pasará?

—Si les hablo de la mina, me matan.

—Si no, lo mata la CIA.

—No me hagan esto, por favor.

—Mire, los dueños de la mina no sabrán que nos lo ha dicho. Por eso hemos venido de noche, por la puerta trasera.

Prum sacudió vigorosamente la cabeza. Tenía la mano suelta, y no se acordaba de la pistola.

—Necesito tiempo para pensarlo.

—Lo siento, pero ha llegado el momento de decidirse, señor Prum.

Volvió a secarse la cara.

—La mina es mi manera de ganarme la vida.

—Ha tenido una buena racha.

—Aparte de que acepten a mi hijo en Harvard, quiero dinero.

—Fuerza usted mucho las cosas.

—Cien mil dólares.

Ford echó un vistazo a Khon. Nunca dejaría de sorprenderlo la afición camboyana a regatear. Se levantó y recogió el visado y la carta.

—Ya se encargará de usted la CIA.

Se volvió para irse.

—¡Un momento! Cincuenta mil.

Ni siquiera se detuvo de camino a la puerta.

—Diez mil.

Estaba a punto de cruzarla.

—Cinco mil.

Se paró y se dio la vuelta.

—Recibirá el dinero cuando haya sido localizada la mina, si es que consigue localizarla. —Volvió a entrar. —Y ahora devuélvame mi pistola.

Prum se la dio. Después se levantó, con las piernas flojas, y se acercó al arcón de madera que había en una esquina. Lo abrió con llave y sacó un mapa, que desenrolló sobre la mesa, aguantándolo con la lámpara de aceite.

—Esto es un mapa de Camboya —dijo—. Nosotros estamos aquí, y la mina está… aquí. —Se oyó el impacto de un pequeño dedo sobre una zona salvaje y escarpada del extremo noroeste. El camboyano miró fijamente a Ford con sus ojos líquidos.

—Pero le diré algo, por su bien: si va, no volverá con vida.

16

Sintiendo una presencia en la puerta de su cubículo, Mark Corso se irguió y dejó de trabajar, usando disimuladamente un codo para tapar con algunos papeles los gráficos de rayos gamma en los que había estado enfrascado.

—Hola, doctor Derkweiler —dijo, componiendo a la fuerza una expresión de respeto.

Derkweiler entró.

—Solo quería saber cómo iba el procesamiento de imágenes del SHARAD.

—Casi está acabado.

Tarareando en voz baja, el supervisor se inclinó por encima de su hombro y echó un vistazo a los papeles y listados que había en la mesa, todos ellos bien alineados.

—¿Dónde está?

—Aquí. —Corso no estaba muy seguro de dónde los tenía. Sabía que estaban entre los otros papeles, pero no se atrevía a hojearlos por miedo a destapar los gráficos de rayos gamma.

—Se los dejaré encima de la mesa antes de irme.

Derkweiler alargó una pezuña y movió algunos papeles.

—La mesa bien ordenada; no como los demás, que somos un desastre. Mejor para usted.

Su aliento olía a Tic Tac de naranja.

Más movimiento de papeles.

—¿Qué es esto? —Bajó la mano y sacó del fajo una impresión de ordenador: un gráfico de rayos gamma. —Diría que ha estado trabajando con aquellos datos de rayos gamma, pero claro, eso es imposible; las imágenes del SHARAD me las había prometido ayer.

—Aún no he acabado. Las tendrá en su mesa antes de las cinco. Pero que conste, doctor Derkweiler, que forma parte de mis obligaciones el analizar todos los datos electromagnéticos, incluidos los rayos gamma.

Chupa que te chupa los Tic Tac.

—Señor Corso, me parece que aquí hay un malentendido de base sobre cómo funciona este departamento. Trabajamos como un equipo, y el jefe del equipo soy yo. Perdone, pero creía haber dejado claro que su prioridad número uno eran las imágenes del SHARAD. La próxima semana quiero que esté todo listo, todo, y que lo presente en la reunión.

Corso no dijo nada.

—¿Lo ha entendido, señor Corso?

—Sí —respondió.

Esperó a que Derkweiler se hubiera ido para dejarse caer en la silla, tembloroso. Era un hombre intolerable, una mediocridad que inexplicablemente había alcanzado un cargo de supervisor, y se regodeaba en él cada segundo. Miró con el ceño fruncido los gráficos de rayos gamma que estaban encima de los otros papeles. Mucho tendría que hincar los codos para tener acabados los datos de imágenes del SHARAD a las cinco. ¿Por qué insistía tanto Derkweiler en las imágenes del SHARAD? Ni que fuese inminente lo de Marte… Al mismo tiempo, los datos de rayos gamma eran francamente raros. Corso había dado un paso más que Freeman. Si Derkweiler no se daba cuenta de su valor, seguro que lo haría Chaudry.

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