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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (4 page)

BOOK: Infierno
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Índigo chasqueó la lengua y el poni se puso en marcha de nuevo. Iba tan absorta en la contemplación de la ciudad que tenía delante que no vio la pequeña estructura de madera situada junto al camino hasta que estuvieron casi encima de ella; cuando finalmente apareció en la periferia de su campo de visión, tiró de las riendas con tal violencia que su montura lanzó un relincho de protesta.

—¿Ín... digo? —Sobresaltada por la inoportuna acción de su amiga,
Grimya
lanzó un gutural gruñido—. ¿Qu... qué sssu... cede?

Índigo no le contestó. Sus ojos estaban clavados en los pedazos rotos y astillados de lo que en una ocasión había sido una pequeña plataforma cubierta, alzada sobre un poste de madera entre la carretera y el río. Para cualquiera que no estuviera familiarizado con las costumbres religiosas de aquella región, su utilidad habría resultado un misterio; pero, a pesar de que había sido casi convertido en astillas, ella sabía lo que era, o más bien lo que había sido. Y un jirón de deshilachada tela roja que sobresalía por entre dos galos rotos lo confirmó.

—¿Índigo? —inquinó
Grimya
de nuevo—. ¿Qué...?

—Es una capilla. —La boca de la joven se quedó reseca de repente—. En honor de Ranaya. ¿Recuerdas la fiesta a la que asistimos en la ciudad? Ranaya es el nombre que estas gentes dan a la Madre Tierra...

Grimya
comprendió lo que le decía y contempló con atención la destrozada estructura.

—Pero... —La lengua golpeó inquieta su hocico—. Es... tá rrrota. De... destruida: no... no conozco la palabra exacta...

—Profanada.

Y un nombre,
Charchad,
resonó de nuevo en la mente de Índigo. Miró rápidamente por encima de su hombro, como si esperara ver al grupo de enloquecidos y deformes celebrantes danzando carretera abajo y dirigiéndose hacia ellas una vez más.

Los ojos de
Grimya
se habían tornado de color naranja a causa de una rabia que no podía articular.

—¿Por qué? —gruñó.

—No lo sé. Pero es un mal augurio,
Grimya.
—Índigo tocó la piedra-imán suavemente con el dedo, y se estremeció interiormente—. Si estos hombres han abandonado el culto a la Madre Tierra, entonces quién sabe qué clase de poder anda suelto por aquí.

—¿Cómo pu... puede al... guien dar la espal... da a la Tierra? —Una dolorosa confusión se había deslizado ahora en el tono de voz de
Grimya—.
La Tierra es... vi... vida. —Se lamió el hocico de nuevo—. Nnno comprendo a los humanos. Cre... creo que nunca podré.

Índigo empezó a desmontar.

—Debo repararlo —dijo con voz áspera—. No puedo dejar un lugar sagrado mancillado de esta forma...

—¿De qué servirá?

—¿Qué? —Se detuvo.

La loba sacudió la cabeza apenada.

—He dicho: ¿de qué servirá?, Índigo. Lo... hecho, hecho es... tá. No pu... puedes cambiarlo. —Y, de repente, sus pensamientos aparecieron con toda claridad
en
la mente de la muchacha.

«¿Crees que por decir algunas palabras o esparcir un poco de sal, agua o monedas de oro, lo solucionarás? Puede que tranquilice tu conciencia, pero no conseguirás nada más. La enfermedad que ha hecho que esto suceda necesita una medicina más fuerte.»

Los ojos de la muchacha se cruzaron con los de su amiga por un instante; luego desvió la mirada al suelo.

—Me avergüenzas,
Grimya.

«No es ésa mi intención. Sólo te digo lo que pienso que es la verdad.»

—Y tienes razón. —Miró de nuevo a la profanada capilla; comprendió que no había nada que pudiera hacer—. Vamos. —Hizo girar al poni—. Lo mejor será que prosigamos nuestro camino.

Mientras dejaban la pequeña y triste ruina a sus espaldas, no volvió ni una sola vez la cabeza para mirar atrás.

2

P
arecía como si Vesinum hiciera muy poco para justificar su reputación y posición como centro de próspera actividad. Tras pasar por una primera zona de feos edificios, habían llegado a los muelles, donde enormes malecones de piedra se introducían en la lisa corriente del río, y almacenes construidos sin prestar la menor atención a la estética se elevaban desafiando el tórrido cielo. Aquí, aunque había suficiente ruido y actividad para satisfacer al más duro de los capataces, Índigo percibió una atmósfera de sumisión. Los hombres se apresuraban en el cumplimiento de sus tareas con la cabeza gacha y la espalda encorvada, apartando los ojos de un innecesario contacto con los de sus compañeros; los capataces gritaban sus órdenes de forma concisa; y no había la menor señal de las gentes ociosas, mirones, buhoneros o prostitutas de puerto que casi siempre frecuentaban las vías fluviales.

Trastornada por aquella atmósfera, Índigo se desvió y penetró en el centro de la ciudad. Los edificios de aquella zona resultaban más agradables a la vista: casas de comerciantes que se abrían paso en las anchas calles entre posadas, pequeños almacenes, soportales de pizarra donde los vendedores de comestibles, ropas, arreos y utensilios exponían sus mercancías sobre esteras tejidas... Pero la atmósfera predominante era la misma. Se respiraba inquietud, inseguridad, la sensación de que el vecino desconfiaba del vecino. No había niños jugando en las calles, no resonaban risas en los soportales y nadie demostraba el menor vestigio de lo que hubiera sido una curiosidad natural hacia un forastero aparecido entre ellos. Era como si —aunque Índigo no pudo definir qué la incitó a escoger tal palabra— toda la ciudad estuviera asustada.

Detuvo al poni en el extremo de una amplia plaza dominada por una estrafalaria escultura central hecha de muchos metales diferentes. En el otro extremo, un hostal —sólo el segundo que había visto— se proclamaba a sí mismo como la Casa del Cobre y del Hierro. Era un edificio bajo, construido en el severo estilo anguloso de la región, con la fachada quebrada por una serie de arcos ribeteados de descuidado mosaico; pero, aparte de eso, no tenía el menor adorno. Índigo se deslizó por el lomo del poni y, doblando los entumecidos músculos, miró a
Grimya.

«Esto servirá tanto como cualquier otro sitio, supongo.»
Proyectó su pensamiento en lugar de hablar en voz alta; a pesar de su aparente indiferencia, los habitantes de la ciudad podrían no reaccionar muy bien ante una forastera que al parecer hablaba sola.

Grimya
tenía la cola entre las patas.

«No
me gusta este lugar»,
gimió suavemente.

«A mi tampoco. Pero se nos ha conducido hasta aquí por un motivo,
Grimya.» Se llevó la mano a la tira de cuero que rodeaba su cuello y sintió la familiar mezcla de tranquilidad y resentimiento que la piedra-imán siempre provocaba en ella. «No
podemos volvernos atrás ahora.»

Grimya
olfateó con cautela el aire.

«El aire huele a cosas malas.»

«Son las minas; el polvo es...»

«No»,
la loba la interrumpió con energía. «No
es eso. Conozco esos olores, y aunque no me gustan he aprendido a aceptarlos. Esto es algo más. Algo...»
Luchó durante un breve instante por encontrar la palabra adecuada, luego añadió con énfasis:
«Corrupto».

Corrupto. La inquietud de Índigo cristalizó de repente y comprendió que la interpretación de
Grimya
del sentimiento que compartían era muy acertada. La oprimida atmósfera de la ciudad, la imperante sensación de temor, la capilla profanada, los enloquecidos celebrantes de la carretera... Algo no iba nada bien en Vesinum.

Posó una mano sobre la cabeza de la loba con la esperanza de tranquilizarla con su caricia.

—Vamos. Comeremos y descansaremos; luego veremos qué más podemos averiguar.

Empezaron a andar en dirección a la Casa del Cobre y del Hierro, y estaban en medio de la plaza cuando las sobresaltó un repiqueteo, como si una docena de diminutas campanas repicaran discordantes a la vez. Los pelos del cuello de
Grimya
se erizaron, e Índigo se dio cuenta de que el ruido provenía de la estrafalaria escultura situada en el centro de la plaza. En la cara norte de la estatua dos pesos de bronce se movían lentamente, uno hacia arriba y otro hacia abajo, colgados de cadenas; mientras que en la parte superior una serie de pequeños discos metálicos habían empezado a girar. Hileras de diminutos martillos colocados sobre pequeñas palancas golpeaban los discos a medida que éstos giraban, y el fino e irregular sonido de su campanilleo resonaba por toda la plaza.

«¿Qué es esto?»

Mostrando los dientes
Grimya
se apartó de la escultura, e Índigo se echó a reír.

—Es una especie de reloj.

El alivio se reflejó en su voz tras la momentánea sorpresa; toda la estructura, ahora podía verlo, era un complicado mecanismo de relojería, obra de un hábil e ingenioso artesano.

—No puede hacerte daño,
Grimya.
No es más que un juguete.

La loba no estaba tan convencida.

«Un juego es correr, o perseguir hojas en el otoño, o fingir una pelea. ¿A qué se puede jugar con algo así?»

Divertida por la ingenuidad de su amiga, la muchacha abrió la boca para explicárselo lo mejor que pudiera; pero se detuvo al escuchar el sonido de muchos pies que se arrastraban por el suelo. Se volvió y pudo ver a un grupo de hombres que hacían su entrada en la plaza y se dirigían apresuradamente hacia una calle que salía de la ciudad en dirección norte. Por sus andrajosas ropas y sus rostros mal alimentados dedujo que debían de ser mineros; sin lugar a dudas se dirigían a cumplir con su turno de trabajo en las montañas. Y con un frío sobresalto interior se dio cuenta de que cada uno de ellos mostraba alguna señal de enfermedad o deformidad. Sus males no eran tan repugnantes como los que arrostraban los celebrantes de Charchad, pero, de todas formas, las señales estaban muy claras: caída de cabello, ojos nublados, desfiguraciones en la piel que parecían enormes y feas señales de nacimiento, aunque no lo eran. Y el reloj, como un frío capataz de metal, los había convocado.

Involuntariamente se echó hacia atrás mientras los mineros arrastraban los pies por la plaza y pasaban a pocos metros de ellas. Ni uno solo levantó la vista para mirarlas. Índigo y la loba se quedaron contemplando en silencio cómo desaparecía el grupo.

—Charchad... —dijo, por fin, la joven en voz baja.

«¿Charchad?» —Grimya
olvidó la desconfianza que le producía la escultura.

La muchacha sacudió la cabeza, negando el pensamiento antes de que pudiera materializarse, y consciente de una sensación de cólera indeterminada que se encendía en lo más profundo de su mente.

—No importa. No importa...

La Casa del Cobre y el Hierro, al parecer, tenía pocos huéspedes. A pesar del poco negocio que hacía, el delgado y obsequioso propietario aún se sintió inclinado a poner alguna objeción con respecto a
Grimya.

—... No es nuestra costumbre —dijo mientras se retorcía las manos como si se las lavase— permitir la entrada de animales en nuestra casa.

Pero, al darse cuenta de la apasionada chispa de enojo que se ocultaba tras la sugerencia de su cliente de que podría ir a alojarse a cualquier otro sitio, cedió con tanta amabilidad como fue capaz de reunir. Las condujo a una habitación pequeña, pero aceptablemente cómoda, con una ventana con postigos que daba a la plaza.
Grimya,
que jamás había podido superar la antipatía natural que le producía permanecer entre las paredes de cualquier edificio, se puso a pasear por la habitación. Detestaba el encierro y el calor que las sombras de la habitación convertían en sofocante.

La cocina de la casa se ponía en funcionamiento a la puesta del sol, había dicho el posadero, y sonarían unas campanillas para anunciar que empezaban a servirse las comidas. Índigo, sintiéndose más limpia, aunque no completamente descansada, se sentó sobre el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama y sacó la piedra-imán para mirarla una vez más. En la penumbra de la habitación, el pequeño punto de luz del interior de la piedra parecía anormalmente brillante; mientras lo sostenía en su palma vio que la chispa se agitaba violentamente, como si fuera un ser vivo lo que estaba atrapado allí dentro e intentara escapar. Y la luz seguía señalando el norte.

Desde la ventana,
Grimya
dijo:

«Hay mucha actividad en la plaza. Hay hombres que transportan leña. Colocan antorchas. Creo que preparan alguna celebración.»

La idea de que los habitantes de Vesinum desearan celebrar alguna cosa resultaba improbable, pero Índigo se puso en pie y cruzó la habitación. Se agachó junto a la loba y apoyó los brazos en el repecho de la ventana. El sol ya no era más que un rojizo resplandor detrás de los cada vez más oscuros tejados de las casas; las tiendas de los soportales parecían haber cerrado, y la plaza estaba envuelta en sombras sin ninguna lámpara que las mitigara. Debido a que sumisión no era tan aguda como la de
Grimya,
todo lo que Índigo pudo vislumbrar fueron unas pocas figuras humanas algo borrosas que se movían en la penumbra, aunque sus oídos captaron el ocasional murmullo de voces o el ruido sordo producido al levantar algún objeto pesado.

Un repiqueteo de discordantes campanillas resonó de repente desde abajo. Índigo se volvió al escuchar la señal, aliviada al darse cuenta de lo hambrienta que estaba. La dieta de un viajero a base de fruta seca y tiras de carne salada —todo lo demás convertido en rancio después de un día bajo el abrasador calor;
Grimya
sólo había podido cazar lo suficiente para alimentarse ella durante el camino— podía ser nutritiva, pero cansaba enseguida. Incluso la más mediocre de las comidas resultaría un cambio agradable.

Grimya
se apartó de la ventana mientras la joven se preparaba para abandonar la habitación.

—¿Me que... quedo aquí?

—No. También tú necesitas alimentarte; me ocuparé de que nos den de comer a las dos.

—Pu... puedo c... cazar. Más tarde, cuando todo esssté qui... quieto.

—¿Por qué has de hacerlo, cuando no hay necesidad? Además, creo que debemos permanecer juntas. —Índigo sonrió y luego dirigió la vista hacia la puerta—. Yo, la verdad, me sentiría mejor acompañada.

Índigo se sorprendió al descubrir que no era, de ningún modo, el único comensal de la taberna del hostal. Casi la mitad de los huecos terminados en arco que bordeaban la sala estaban ya ocupados, y se estaban sirviendo jarras de vino o de cerveza a un grupo de comerciantes que ocupaban una de las bien fregadas mesas centrales. Una muchacha delgada de ojos cansados y recelosos hizo una pequeña reverencia y preguntó a Índigo en qué podía servirla; ésta la miró fijamente y le quitó de la cabeza cualquier objeción que hubiera podido hacer, en nombre de su amo, por la presencia de
Grimya.
Acto seguido fue conducida a un reservado separado de sus vecinos por una reja de filigrana de cobre.

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